DISCURSO DEL PAPA PÍO XII AL CONGRESO DE LA UNIÓN CATÓLICA ITALIANA DE OBSTÉTRICAS

CONSERVANDO LOS RESTOS

 

A propósito de los alborotados tiempos en que nos toca vivir, y tantos temas de la ideología de género que se quieren imponer, no está demás recordar las enseñanzas de la Iglesia para seguir manteniendo entera nuestra fe.

 

I

 

DISCURSO DEL PAPA PÍO XII

AL CONGRESO DE LA UNIÓN CATÓLICA ITALIANA DE OBSTÉTRICAS

CON LA COLABORACIÓN DE LA FEDERACIÓN NACIONAL

DE COLEGIOS DE COMADRONAS CATÓLICAS

Lunes 29 de octubre de 1951

El segundo aspecto de vuestro apostolado es el celo para sostener el valor y la inviolabilidad de la vida humana

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Vuestro apostolado se dirige sobre todo a la madre. Sin duda, la voz de la Naturaleza habla en ella y le pone en el corazón el deseo, el gozo, la valentía, el amor, la voluntad de tener cuidado del niño; pero para vencer las sugestiones de la pusilanimidad en todas sus formas, aquella voz tiene necesidad de ser reforzada y de tomar, por decirlo así, un acento sobrenatural.

A vosotras os toca hacer gustar a la joven madre, menos con las palabras que con toda vuestra manera de ser y obrar, la grandeza, la belleza, la nobleza de aquella vida que se desarrolla, se forma y vive en su seno, que nace de ella, que ella lleva en sus brazos y nutre de su pecho; hacer resplandecer a sus ojos y en su corazón el gran don del amor de Dios hacia ella y hacia su niño.

La Sagrada Escritura os hace escuchar en múltiples ejemplos el eco de la oración suplicante y después el de los cantos de reconocida alegría de tantas madres finalmente oídas, tras de haber implorado largamente con lágrimas la gracia de la maternidad. También los dolores que, después de la culpa original, debe sufrir la madre para dar a luz a su niño, no hacen sino apretar más el vínculo que les une; ella le amará tanto más cuanto más dolor le ha costado.

Esto lo ha expresado con profunda y conmovedora simplicidad aquel que plasmó el corazón de las madres: «La mujer, cuando pare, sufre dolor porque ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, no se acuerda ya de la angustia por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo» (Jn., 16, 21). Y en otro pasaje, el Espíritu Santo, por la pluma del apóstol San Pablo, muestra una vez más la grandeza y la alegría de la maternidad: Dios da a la madre el niño, pero al darlo le hace cooperar efectivamente al abrirse de la flor cuya semilla había puesto en sus vísceras, y esta cooperación viene a ser el camino que le conduce a su salvación eterna: «se salvará la mujer por la generación de los hijos» (I Tim., 2, 15).

Este acuerdo perfecto de la razón y de la fe os da la garantía de que estáis en la verdad plena y de que podéis proseguir con seguridad y sin duda vuestro apostolado de estima y de amor hacia la vida naciente. Si conseguís ejercitar este apostolado junto a la cuna donde llora el recién nacido, no será demasiado difícil obtener lo que vuestra conciencia profesional, en armonía con la ley de Dios y de la Naturaleza, os impone prescribir para el bien de la madre y del niño.

No necesitamos demostraros a vosotras, que tenéis experiencia de ello, cuán necesario es hoy este apostolado de la estima y del amor hacia la nueva vida. Sin embargo, no son raros los casos en que el hablar, aunque sólo sea con un acento de cautela, de los hijos como de una «bendición», basta para provocar contradicciones y acaso hasta burlas. Con mucha más frecuencia domina la idea y la palabra del grave «peso» de los hijos. ¡Cuán opuesta al pensamiento de la Naturaleza es esta mentalidad!

Si hay condiciones y circunstancias en que los padres, sin violar la ley de Dios, pueden evitar la «bendición de los hijos», sin embargo, estos casos de fuerza mayor no autorizan a pervertir las ideas, a depreciar los valores y a vilipendiar a la madre que ha tenido el valor y el honor de dar la vida.