MODELOS DE VIDA Y ESPERANZA EN LA GLORIA

Por la fe hicieron los Santos maravillas, sufrieron persecuciones, practicaron virtudes excelentes, y padecieron con heróica constancia todo género de adversidades. Y bien, ¿no tenemos nosotros la misma fe? ¿no profesamos La misma religión? Pues, ¿en qué consiste que seamos tan poco parecidos a ellos? ¿en qué consiste que imitemos tan poco sus ejemplos? Siguiendo un camino enteramente opuesto al que los Santos siguieron, ¿nos podemos racionalmente lisonjear de que llegaremos al mismo término? Una de dos, o los Santos hicieron demasiado, o nosotros no hacemos lo bastante para ser lo que ellos fueron. ¿Nos atreveremos a decir que los Santos hicieron demasiado para conseguir el cielo, para merecer la gloria, y para lograr la eterna felicidad que están gozando? Muy de otra manera discurrían ellos de lo que nosotros discurrimos; en la hora de la muerte, en aquel momento decisivo en que se miran las cosas como son, y en que de todas se hace el juicio que se debe, ninguno se arrepintió de haber hecho mucho, todos quisieran haber hecho mas, y no pocos temieron no haber hecho lo bastante.
Hoy nos encomendamos a:
SAN VICENTE
Diáoono y mártir (f 304)

Fuera de su glorioso martirio, referido por antiguos autores con prolijos pormenores a los cuales la poesía y la elocuencia han desfigurado algo la realidad, poco se sabe de San Vicente. Tres ciudades españolas recaban para sí el honor de haberle servido de cuna: Huesca, que conserva una iglesia construida al parecer en el sitio de su casa natal: Zaragoza, en donde cursó los estudios, y desplegó más el celo de su actividad apostólica; y Valencia, teatro de sus atroces tormentos y testigo de su glorioso triunfo.
Durante lalargo tiempo, el relato de su «pasión» leído en las iglesias, excitó la admiración universal. El poeta Prudencio, su compatriota y casi contemporáneo, compuso un hermoso poema en el que canta su martirio; San Agustín, por el mismo tiempo, le alabó y ensalzó en cuatro sermones.
Más tarde celebraron las glorias del santo mártir, en sus panegíricos, los papas San León y San Gregorio y los doctores San Isidoro y San Bernardo, así como Simeón Metafrasto en sus escritos. Una breve «Pasión de San Vicente diácono», publicada en 1882, por los Bolandistas, según Actas que por su concisión y sencillez siguen más de cerca la redacción original, es la única fuente verdaderamente fidedigna.
Nació Vicente en el seno de una familia noble y cristiana; su padre Eutiquio era hijo del cónsul Agreste; por parte de su madre Enola, hermana de San Lorenzo, según ciertos autores, era sobrino de este ilustre mártir.
Sus padres quisieron ante todo consagrar al servicio de Dios el hijo que les había concedido. Niño todavía, lo confiaron a San Valero,. obispo de Zaragoza, bajo cuya sabia dirección hizo rápidos progresos en la ciencia y la virtud. Muy pronto dio pruebas de rara inteligencia y esclarecida virtud.
Aun no había cumplido veintidós años, y ya ocupaba un lugar entre los maestros. Por otra parte, el santo obispo, de avanzada edad y que por ser tan tartamudo no podía distribuir a los fieles el pan de la palabra divina, le eligió para diácono suyo y le confió el cuidado de la predicación. Vicente desempeñó sus nuevas funciones apostólicas con tan ardiente celo y universal edificación, que Valero, a pesar de su ciencia y santidad, quedó más en la penumbra.
LA PERSECUCIÓN EN ESPAÑA. — LA PRISIÓN
Sucedía esto a principios del siglo IV; los dos emperadores entonces reinantes, Diocleciano y Maximianó, juraron exterminar del mundo entero la religión cristiana.
El griego Daciano, tan tristemente célebre entre los perseguidores, había merecido por su odio al cristianismo el proconsulado de España, en donde ejerció una autoridad casi ilimitada. «Era un ministro del infierno —dice Simeón Metafrasto— a quien Satanás había llenado de astucia y bárbara impiedad.» Arremetió primero contra los pastores, a fin de poder anonadar en seguida al rebaño entero. Estando de visita administrativa, fue a Zaragoza e inmediatamente ordenó a sus guardias prendieran al obispo Valero y al diácono Vicente.
Daciano no quiso por el momento entregarlos al suplicio. «Si no empiezo —dijo para sí— por quebrantar sus fuerzas con abrumadores trabajos, estoy seguro de mi derrota.»
Hizo, pues, cargar a sus cautivos con pesadas cadenas, y ordenó los condujesen, a pie, hasta Valencia, haciéndoles padecer hambre. Los soldados que los conducían agravaron todavía más sus penalidades, afligiéndolos con toda clase de malos tratos.
Al término de esta laboriosa peregrinación, los valientes confesores fueron encerrados en oscura prisión y privados de alimento durante varios días.
Cuando juzgó el tirano que estaban bastante quebrantados, ordenó que compareciesen a su presencia. ¡Terrible desencanto! Ambos santos estaban alegres, sanos y robustos. El ayuno había sido para ellos, como en otro tiempo para Daniel, el más saludable de los festines.
—¿Es eso lo que yo había mandado? —exolamó el procónsul—. ¿Por qué razón se ha dado de comer con abundancia a estos criminales?
En vano protestaron los carceleros de su completa obediencia; el impío Daciano no quiso reconocer el milagro.
Luego volviéndose al obispo le dijo enfurecidos —¿Qué me dices, Valero, tú que so pretexto de religión desobedeces los edictos de los príncipes? ¿Qué maquinas contra el Estado? Los que desprecian los decretos imperiales merecen la muerte. ¿Quieres obedecer a los emperadores y adorar a los dioses que ellos adoran?
El obispo pronunció algunas palabras que no fueron oídas. Interrumpióle Vicente; —Padre amado —le dijo— no hables así en voz tan baja, pues podrían tacharte de miedoso; si me lo permites rechazaré en tu nombre esas impías sugestiones.
—En otro tiempo, amadísimo hijo —repuso el pontífice— te confié el cuidado de difundir la fe; hoy te armo para defenderla.
Entonces Vicente dijo a Daciano: —Guarda para ti tus dioses; ofréceles tú incienso y sacrificio de animales y adóralos como a protectores de tu imperio, que nosotros, los cristianos, sabemos que son obras de los que las fabricaron, y que no sienten ni se pueden mover ni oír a quien los invoca. Tus esfuerzos en hacernos apostatar serán completamente inútiles. Renunciar a la fe y blasfemar de Dios para salvar la vida, es una prudencia para nosotros desconocida. Tenlo presente: permaneceremos cristianos, servidores y testigos del verdadero Dios, que nos ayuda con su gracia a despreciar tus promesas, tus amenazas y tus suplicio. Moriremos contentos, dichosos, pues tales sufrimientos nos obtendrán una corona de gloria inmarcesible; la muerte nos abrirá las puertas de la verdadera vida. Sirva, pues, de pasto esta carne mortal a tu satánica rabia; nuestra alma permanecerá siempre fiel a su Criador.
No podía Daciano contener su furor y exclamó: —Llevad al obispo al destierro; y a ese rebelde que tiene la osadía de ultrajarnos en público, extendedle en el potro, para que aprenda a obedecer a los emperadores.
ALEGRIA Y FIRMEZA EN LOS SUPLICIOS
Los verdugos desnudaron a Vicente, y le extendieron y ataron sobre el instrumento de suplicio. Por efecto de las cuerdas y ruedas, rompiéronse los nervios del mártir, y se descoyuntaron sus miembros. El procónsul le interpeló irónicamente: —¡Vamos, Vicente! ¿Mira tu cuerpo! Dime ahora: ¿cuál es tu fe?
Con tono alegre y ruiseño, incluso bromeando, respondióle Vicente: —Hoy colmas mis más ardientes deseos y realizas la más halagüeña de mis esperanzas; créeme, Daciano, que ningún hombre me podía proporcionar mayor beneficio que el que tú me haces. Aunque sin intención de favorecerme me levantas por encima de tus príncipes sacrilegos y me procuras al mismo tiempo ocasión de manifestarles mi desprecio. Suplicóte no disminuyas mi triunfo; estoy dispuesto a todo por amor de mi Dios. Da libre carrera a tu furor; con la ayuda del cielo, la malicia del perseguidor se cansará antes que la paciencia de la víctima. Tus furores me llevan a la gloria y por eso mi resignación es mi venganza.
El tirano, fuera de sí, excitaba a los verdugos dioiéndoles: —¡Cobardes! ¿Por qué sois tan flojos? Sabéis triunfar de los adúlteros, mágicos y homicidas, que os declaran los más vergonzosos secretos cuando redobláis el tormento, ¿y os dejaréis vencer por Vicente, ese vil cristiano? ¿No conseguiréis que renuncie a su Cristo? En verdad no os conozco.
Luego ordenó que rasgasen las carnes del mártir con uñas y garfios de hierro; pero Vicente, como insensible a este nuevo suplicio, echóles en cara su flojedad: —¡Qué flacos sois! ¡’Qué pocas fuerzas tenéis! ¡Por más valientes os tenía! ¡Cómo!, ¿se me persigue porque confieso a Jesucristo? ¿Queréis que calle la verdad? Razón sobrada tendríais para castigarme si mintiese y adorase a vuestros emperadores. Pero no, continuad, os lo suplico; mi constancia os probará a pesar vuestro, la sublimidad de mi fe, y la inanidad de vuestros dioses. Vuestros ídolos sólo son pedazos de madera y de piedra. Esclavos de la muerte, servid si os place, a esos simulacros inanimados; yo, siervo de Dios, sólo sacrifico al Dios vivo y verdadero.
Sin aliento y bañados en sudor, paráronse los verdugos. El santo mártir, por el contrario, parecía haber cobrado nuevas fuerzas en medio de los más atroces tormentos. Daciano, enfurecido, cogió las varas y azotó él mismo a sus lictores, echándoles en cara su cobardía y ternura mujeril.
Entonces Vicente, mirando a su perseguidor, con sonriente ironía le dijo: —Mucho te debo, Daciano, pues haces oficio de amigo, y me defiendes; hieres a los que me hieren; azotas a los que me azotan, y maltratas a los que me maltratan.
Semejante lenguaje produjo el mismo efecto que aceite sobre fuego. Arrojóse Daciano sobre la víctima; azotó cruelmente al santo mártir, y se retiró en seguida presuroso para evitar estas invectivas que le cubrían de confusión.
Dios, con su gracia, no sólo dulcifica los dolores, sino que, además, da fuerzas para soportar los tormentos que por su amor se padecen, al mismo tiempo que hiere, con su poder, el orgullo insensato de los tiranos, que al fin son vencidos por los que en Dios triunfan.
EN LAS PARRILLAS. — LA PRISIÓN MARAVILLADA
Prepararon, entretanto, inmensa parrilla de hierro, en cuyas barras había aceradas puntas y bajo las cuales encendieron un gran fuego.
Los verdugos desataron del potro al heroico paciente y le extendieron sobre el horrendo lecho. Para mayor crueldad pusiéronle hierros candentes sobre el pecho, y echáronle sal en las heridas. Seguíanle golpeando bárbaramente, mas el hombre de Dios permanecía sonriente, inmóvil y con los ojos fijos en el cielo.
Daciano seguía todas las peripecias de este sangriento drama, exigiendo le diesen cuenta de los dichos y hechos de Vicente.
—Hemos probado todos los tormentos que están a nuestra mano —dijéronle al fin sus soldados consternados— y sin embargo el cristiano permanece firme y gozoso en confesar a Jesucristo.
—¡Qué importa! No nos podemos dar por vencidos —respondió el tirano—, id al lugar más oscuro y fétido de la cárcel. Sembradío de cascos de tejas y vidrios, y arrojad en él al rebelde, de suerte que no pueda hacer el menor movimiento sin desgarrarse ni evitar un dolor sin sufrir otros mil.
Obedeciéronle al momento, y el invencible atleta de Cristo vióse tendido en el más horrible de los calabozos. Sin recelo alguno, los guardianes, desde la primera noche se entregaron al sueño. Mas era llegada la hora de la gloria de Vicente. Una resplandeciente claridad disipó la lobreguez de aquella sucia y tenebrosa cárcel, rompiéronse sus cadenas, tornóle blando y mullido su lecho, y oyósele entonar himnos de júbilo y alabanza en honor de su Dios y Señor. Coros de ángeles unieron su voz a la del mártir, y en medio de este concierto divino, el bienaventurado diácono oyó estas palabras: «¡Regocíjate! El que ha sido tu sostén en el combate te coronará de gloría en los cielos. Muy pronto, tu alma, libre ya del yugo de la carne, se juntará con nosotros en la corte celestial.»
Despertáronse asustados los carceleros, creyendo que el prisionero se había huido de la cárcel; pero el mártir, viéndolos así turbados, les dijo: —No he huido, no, aquí estoy en medio de mis hermanos, gozándome en los favores del cielo. Reconoced la grandeza y majestad del Rey mi Señor y decid a Daciano cuan lleno es mi gozo y cuán resplandeciente la luz que me circunda.
Maravillados por tantos prodigios, arrojáronse a los pies de Vicente, le pidieron perdón, abjuraron el paganismo y confesaron al Dios de los cristianos como al único y verdadero. ¡Dichosos ellos porque supieron aprovecharse de la gracia de Dios cuando los visitaba! ¡Cuántos, en cambio, cerrando los ojos del alma a esta luz divina, prefieren engolfarse en las tinieblas del error y del vicio!
MUERTE Y SEPULTURA
El relato de esos sucesos sumergió a Daciano en el más profundo abatimiento; empero persistió en su obstinación y odio contra el mártir y contra la religión de Cristo.
Entendiendo que torturar a su víctima era lo mismo que trabajar para su gloria, quiso probar otro método. «La blandura —pensó para sí— vencerá tal vez el orgullo de ese miserable.» Ordenó que compareciese a su presencia, y en tono de adulador le dijo: —Muy largos y muy atroces han sido tus tormentos; razón será que descanses en una cama blanda y que busquemos medios con que recobres la salud.»
Mas apenas fue colocado Vicente en el blando lecho, entregó su alma en manos de su Criador. Era el 22 de enero del año 304.
Esta muerte inesperada, que nueva y definitivamente descomponía las esperanzas del tirano, redobló su furor. —Si este hombre —exclamó— me humilló sin cesar mientras vivía ahora quiero vengarme y cebarme en su cadáver. Que lo arrojen fuera de la ciudad y sea presa de las fieras y aves de rapiña.
Las preciosas reliquias fueron, pues, arrojadas en un muladar, y pusieron soldados para custodiarlas. Mas la sabiduría de Dios se ríe de los planes de los malvados. Un cuervo vino a posarse sobre el cadáver y fue su defensor.
Asistido por un ángel invisible, acometía valerosamente a los perros y buitres que se acercaban. Llegó un lobo para encarnizarse en él, mas el cuervo le asaltó y se le puso sobre la cabeza, le desgarró los ojos a picotazos e hízole huir.
—¡Cómo! —exclamó el procónsul—, ¿perseguirme aún después de muerto? Metedle en un saco, como a parricida, y arrojadlo al mar.
El cortesano Eumorfio, tan cruel e impío como su amo, buscó marineros dispuestos a realizar tan sacrilega tarea. El cuerpo de Vicente fue atado a una piedra enorme, colocado en una barca y, al cabo de un día de navegación mar adentro, arrojado al mar.
Mas la poderosa mano del muy Alto, que había recibido en su seno el espíritu de Vicente, cogió el cuerpo de en medio de las ondas, para que se pusiese en el sepulcro, y con tanta facilidad y presteza lo trajo sobre las ondas a la orilla del mar, que cuando llegaron los ministros de Daciano, que le habían arrojado, le hallaron en ella, y asombrados y despavoridos no osaron tocarle más.
Las ondas, blandamente hicieron una hoya y cubrieron el santo cuerpo con la arena que allí estaba, como quien le daba sepultura, hasta que el santo mártir reveló a un cristiano el sitio donde yacían sus restos mortales; mas, temiendo la cólera de Daciano, no 8se atrevió a recoger el sagrado depósito.
Una piadosa mujer, de edad muy avanzada, por nombre Ionicia, mostróse más valerosa. Corrió a la playa y halló las reliquias del mártir en el sitio señalado. Las recogió en su manto, dióles sepultura con todo respeto y las expuso a Ja veneración de los fíeles.
Algunos años más tarde, renacida la tranquilidad, los cristianos retiraron el cuerpo del Santo de su tumba ignorada y le colocaron, con todos los honores, en una iglesia situada fuera de Valencia, la cual recibió el título de San Vicente.
Estas fueron las peleas y victorias, las coronas y trofeos del gloriosísimo mártir San Vicente; el cual —como dice San Agustín—, animado de Aquel vino que hace castos y fuertes a los que lo beben, se opuso al tirano que contra Cristo se embravecía, sufrió con paciencia las penas, y estando seguro, hizo burla de ellas; fuerte para resistir y humilde cuando vencía, porque sabía que no vencía él, sino el Señor en él. Y por esto, ni las láminas y planchas encendidas, ni las sartenes de fuego, ni el ecúleo, ni las uñas y peines de hierro, ni las espantosas fuerzas de los atormentadores, ni el dolor de sus miembros consumidos, ni los arroyos de sangre, ni las entrañas abiertas que se derretían con las llamas, ni todos los otros exquisitos tormentos que le dieron, fueron parte para ablandarle un punto, y sujetarle a la voluntad de Daciano.
CULTO Y RELIQUIAS
Es San Vicente uno de los mártires de mayor renombre. Es honrado como patrono en Valencia, Zaragoza y otras ciudades. En España y Portugal muchos pueblos —cerca de doscientos— llevan su nombre y se han edificado muchas iglesias en su honor. Lisboa celebra una traslación de reliquias que tuvo lugar el 15 de septiembre del, año 1173. Desde muy antiguo los marinos de la Península Ibérica le invocan contra los peligros del mar y han dado el nombre de San Vicente a un cabo situado al sur de Portugal, en donde sus reliquias fueron por largo tiempo veneradas.
Cuando Cristóbal Colón descubrió, en 1498, una de las pequeñas Antillas, la llamó San Vicente; este nombre glorioso se esparció, desde entonces, por el Nuevo Mundo y por Oceanía.
En Italia, San Vicente comparte la gloria y el culto con otro mártir, San Anastasio, monje persa decapitado el 22 de enero del año 628; tres iglesias de Roma o de los alrededores están dedicadas a honrar juntamente la memoria de estos dos santos mártires: la iglesia de los Santos Vicente y Anastasio alla Régola, servida, en otro tiempo, por la cofradía de los cocineros y pasteleros; la abadía de los Santos Vicente y Anastasio de las Tres Fuentes, en la carretera de Ostia, carea de Roma, en donde descansaron los cuerpos de los santos mártires, bajo el altar mayor que fue solemnemente consagrado en 1221 por el papa Honorio III; y por último, frente a la Fuente de Trevi, la iglesia de los Santos Vicente y Anastasio, a la que el el Senado ofrecía, cada cuatro años, en el día de la fiesta, un cáliz y cuatro candeleras; esta iglesia tiene el privilegio de conservar las urnas que contienen los praecordia (visceras, hígado y corazón) de todos los Papas difuntos, sea cual fuere el lugar de su fallecimiento; el traslado de estos restos se hace con un ceremonial particular. La última vez tuvo lugar para León XIII (1903).
En Francia, el culto de San Vicente está también muy extendido y en gran veneración; más de cuarenta ciudades o pueblos de esta nación llevan su nombre, sin contar las abadías, iglesias y parroquias.
En el siglo VI, gran parte de las reliquias de San Vicente fueron trasladadas a Francia. Los reyes Clotario y Childeberto se las llevaron de Esguiña en 531, después de haber vencido a los visigodos y puesto en libertad a su hermana Clotilde, esposa de Amalarico, perseguida y maltratada por este rey amano. En esta expedición los reyes francos sitiaron a Zaragoza; cuenta Guillermo Valar que se levantó el sitio después de una procesión extraordinaria en la que tomaron parte todos los habitantes, con hábito de penitente y llevando como estandarte la túnica de San Vicente. Childeberto mandó edificar en París una iglesia y una abadía, en donde colocó esta túnica y un brazo del mártir, único tributo de guerra que impuso a los vencidos. Esta iglesia se llamó más tarde de San Germán de los Prados.
A la ciudad de Mans cupo la suerte de poseer lo cabeza de San Vicente.
Esta insigne reliquia fue dada por Childeberto al obispo San Dámnolo, quien, para recibirla, mandó construir en 572 la abadía de San Vicente, en donde permaneció hasta la Revolución francesa. Dun-le-Roi, en el Berry, guardaba el corazón del mártir; los calvinistas lo quemaron en 1562. Castres celebra una traslación del 27 de noviembre del año 855; Besançon ha venerado siempre de una manera muy especial dos vértebras que recibió en 876; Metz, Vitry, Macón y Viviers recibieron también reliquias de San Vicente y las conservan todavía.
A San Vicente se le representa vestido de la dalmática de diácono y acompañado de una cruz, un cuervo y una parrilla, Varias corporaciones le han elegido por patrón, según los atributos de su martirio; pero se le conoce principalmente como patrón de los viñadores, o porque en su calidad de diácono, Vicente presentaba en el altar el vino del sacrificio, o
bien porque él mismo, bajo el peso de los suplicios, como racimo en el lagar, vertió su sangre por amor de Cristo.
EL SANTO DE CADA DÍA
EDELVIVES
