MEDITACIONES SOBRE EL SANTÍSIMO SACRAMENTO DEL ALTAR

Custodia

LECTURA CUARTA

Los príncipes de la tierra no reparten sus liberalidades sino en ciertos tiempos, y a ciertas personas; pero Jesucristo en el Santísimo Sacramento lo da todo, en todo tiempo, y a todos: venid a mí, dice, todos los que trabajáis y estáis cargados con el peso de vuestras miserias, y yo os aliviaré.

¿Podía darnos un motivo que nos interesase más? Basta ser pobre, estar afligido, para tener la dicha de llegarse a esta fuente de todo bien, y tomar todo cuanto se necesita.

Después de esto, ¿quién no diría que nuestro respeto, nuestras ansias, nuestra hambre, nuestro amor para con este divino Salvador van a ser sin medida y sin límites?

¡Ah!, sucede todo lo contrario; parece que se hubiera respetado y amado más a Jesucristo, si Él nos hubiese amado menos.

Considera, si es posible, amarle y respetarle menos de lo que se hace en el Sacramento; sin traer a la memoria todas las profanaciones, todos los malos tratamientos, todos los excesos que ha sufrido del sacrílego furor de los herejes, ¿con qué indignidad no es tratado aun todos los días de la mayor parte de los que se llaman fieles?

¡Qué indiferencia, qué olvido para con este divino Salvador! todas las concurrencias, todas las plazas, todos los juegos públicos y los lugares destinados a los espectáculos están llenos de gentes; Jesucristo reside noche y día en nuestras iglesias, ¿pero es muy numeroso el concurso de gentes que acuden a adorarle?

¡Qué soledad, buen Dios, casi todo el día en vuestro palacio! Y, si se acude a él en ciertos días, ¡qué falta de respeto, qué irreverencia! Se está sin atención, sin modestia, sin devoción; y de muchos puede decirse sin religión.

Esos aires mundanos, esas posturas acomodadas e irreverentes, y por lo común indecentes; esas conversaciones profanas y algunas veces escandalosas, ¿denotan una gran fe, un gran respeto y amor?

Al ver en nuestras iglesias a esos jóvenes libertinos, a esas mujeres mundanas, ¿se diría que creen que Jesucristo está realmente presente en nuestros altares? ¿Se diría que vienen al templo a orar, a implorar la misericordia de Dios? ¿No se diría, más bien, que no se presentan con tanto escándalo sino para insultar a Dios en su propia casa y a su misma presencia? ¿No se diría que no le miran, sobre nuestros altares, sino como a un fantasma de divinidad, como a un rey de burlas?

Jesucristo sobre nuestros altares rodeado muchas veces de una gavilla de hombres indevotos, y de mujeres poco cristianas, como en otro tiempo lo estuvo de una tropa insolente de judíos que le cargaron de injurias y de salivas, ¿sufre el día de hoy menos oprobios?

¿Qué padre sería tan poco celoso de su autoridad, que sufriese que un hijo suyo estuviese en su presencia con tan poco respeto, como se le ve a sangre fría estar en la presencia de Jesucristo? ¿Qué monarca disimularía a su presencia el descaro y descompostura con que se presentan muchos de los cristianos ante la Majestad suprema de cielos y tierra? ¿Qué amo sufriría de un criado lo que Jesucristo sufre de la mayor parte de los fieles?

Se hace callar a un niño cuando grita o llora en la casa de un hombre honrado a quien se visita; y el día de hoy se les acostumbra, por decirlo así, por una indulgencia criminal, a ser inmodestos en las iglesias desde sus primeros años; desde que saben andar.

¡Cosa extraña! La presencia de un ídolo inspiraba a los paganos un respeto y una circunspección que llegaba hasta la superstición. La menor postura poco decente, una palabra dicha por ligereza, una risa escapada por inadvertencia, era un delito irremisible; no les era permitido ni aun el sentarse, todo movía respeto.

¿Es menester, buen Jesús, que los paganos nos den lecciones en punto de religión, y que su supersticiosa reverencia enseñe a los fieles lo que deben hacer?

Si no se viera, ¿se creería que un católico era capaz de semejante ingratitud? ¿Hasta cuándo, Dios mío, sufriréis que vuestros hijos os ultrajen aún más que vuestros enemigos?

 

LECTURA QUINTA

Se cree que Jesucristo está realmente presente en la Eucaristía; se cree que nuestras iglesias son el santuario de la Divinidad; se miran nuestros altares como el trono del Dios vivo, y no se tiene sino disgusto de este pan divino; se está sin respeto en el lugar santo, y se cometen todos los días mil irreverencias en nuestras iglesias; y todo esto lo hacen unos cristianos que están prontos, dicen ellos, a dar su sangre por defender este artículo de nuestra santa fe.

Ésto es lo que no se puede comprender, y se tendría vergüenza de imaginarlo y de creerlo, si nuestra propia experiencia, si nuestros ojos no nos hiciesen ver todos los días estos monstruos de irreligión.

¡Oh Jesús mío, cuánta debe ser la amargura de vuestro Corazón al experimentar tanta indignidad y mala correspondencia de parte de los mismos que forman vuestro pueblo escogido!

A lo menos si fueran los herejes los que os menosprecian, no debería causarnos tanta admiración; pero que los cristianos, vuestros hijos predilectos, se desenfrenen hasta el extremo de insultaros cara a cara, esto es lo que despedaza mi corazón.

Hablad hombres ingratos: ¿hay en Jesucristo alguna cosa que os ofende? Decidla: ¿aún no ha hecho lo bastante para merecer vuestro amor?

¿Qué utilidad se le sigue a Jesucristo de habernos criado, de haberse abatido viniendo al mundo como esclavo, de morir en cruz por el hombre, y de quedarse anonadado entre los hombres?

¡Qué paciente sois, Señor, que sufrís en silencio los ultrajes de vuestro propio pueblo, sin tomaros pronta venganza allí mismo donde se os vilipendia!; más ya lo comprendo; es tanto vuestro amor aun para con los ingratos, que les guardáis la vida por esperar a ver si se convierten a Vos.

¡Oh misericordia inagotable de un Dios! Cómo se conoce que os cuestan muy caro los hombres, cuando, a pesar de sus iniquidades, no os resolvéis a castigarlos al momento que las han cometido.

Jesus mío y Dios mío que, por un exceso del mas ardiente y más prodigioso de todos los amores, os habéis puesto en estado de víctima en la adorable Eucaristía, ¡cuáles deben ser vuestros sentimientos en este estado, no hallando por todo ésto en el corazón de la mayor parte de los hombres sino dureza, frialdad, ingratitud y menosprecio!

¿No bastaba, Salvador mío, haber tomado el camino que os era más penoso para salvarnos, aunque podíais mostrarnos un amor excesivo a mucho menos costa? ¿No bastaba haberos abandonado a la insolencia desenfrenada, a la bárbara impiedad y a la crueldad inaudita de los judíos? ¿A qué fin querer exponeros aun todos los días en el Sacramento de la Eucaristía a todas las indignidades, a todas las sacrílegas profanaciones de que es capaz la malicia de los hombres?

¡Ah, que no pueda yo, Dios mío, regar con mis lágrimas, y lavar con mi sangre todos los lugares en que vuestro Sagrado Cuerpo ha sido tan horriblemente ultrajado!

¡Qué no pueda yo reparar por algún nuevo género de homenaje, de humillación, y de anonadamiento, tan sacrílegas profanaciones!

¡Qué no pueda ser yo, por algunos momentos, dueño del corazón de todos los hombres para reparar de algún modo, por el sacrificio que os haría de ellos, el olvido y la insensibilidad de todos aquellos que no os han querido conocer, o que habiéndoos conocido, os han amado tan poco, y os han menospreciado y ultrajado tanto!

Pero lo que me llena más de confusión, lo que debe hacerme gemir más, es que yo mismo he sido del número de estos ingratos.

 

LECTURA SEXTA

Petición

Dios mío, Vos veis el fondo de mi corazón, y Vos sabéis el arrepentimiento que tengo de mis rebeliones pasadas, y el pesar que tengo de haberos tratado tan indignamente en el estado mismo en que mayores beneficios recibía de vuestras manos.

Vos sabéis la disposición en que estoy ahora de padecerlo todo y hacerlo todo para enmendarlas.

Aquí me tenéis, Señor, pronto a recibir de vuestra mano la satisfacción que me queráis pedir por tantos ultrajes; hiere, Señor, hiere, que yo bendeciré mil veces, y besaré la mano que ejecute sobre mí un tan justo castigo.

¡Que no sea yo una víctima capaz de reparar tantas injurias, y de indemnizaros de algún modo de tantos sacrílegos menosprecios!

Celestiales inteligencias que estáis alrededor de estos altares sobrecogidos de un santo respeto, yo os ruego que intercedáis por mí ante ese Dios de amor, y le digáis que mi alma suspira y padece deliquios, ansiando estar en sus atrios donde encuentra sus mayores delicias; suplicadle también que no me abandone a mis propias tinieblas, pues que en lo sucesivo ya le seré fiel amante, tan celoso de su gloria y de mi salvación, que prefiero morir aquí mismo, que volver a disgustarle con nuevos atentados.

Sí, Dios mío, dignaos siquiera recibir esta satisfacción que os ofrezco en unión de la que ofrecisteis a vuestro Padre celestial en el Calvario, y de la que vuestra divina Madre os ofreció a Vos al pie de la Cruz.

Perdonadme tantas injurias e irreverencias como he cometido en vuestra presencia en el Sacramento del Altar; y haced con vuestra gracia que sea eficaz el deseo vivo y ardiente que tengo, y la resolución que hago de practicar todo lo posible mientras viviere para amaros con todo mi corazón, con toda mi alma, y con todas mis fuerzas; y para daros todo el culto que se os debe en el Santísimo Sacramento.

Sí, aquí, a los pies de mi bien amado es donde quiero venir con frecuencia a tomar instrucciones que dirijan mis pasos por el camino del Cielo, hasta que pueda decir: he llegado por fin al puerto de la salud eterna; este es el lugar de mi descanso, en donde ni los huracanes del siglo, ni el dolor, ni la muerte tendrán ya más mando sobre mí.

Dulce Jesus mío, derramad entre tanto vuestras gracias y bendiciones sobre este vuestro siervo que compungido os busca; haced que sea del número de aquella dichosa posteridad que habéis bendecido, y a quien diréis un día: venid vosotros que habéis sido benditos por mi Padre; venid a recibir la corona de gloria que os está preparada para que reinéis conmigo por toda la eternidad.

Madre de misericordia, temo mucho que hallándome apestado de malas calidades, mis ruegos no llegan al trono del Altísimo; y así, si no tengo quien hable por mí, mi ruina va a ser inevitable. Nadie mejor que Vos, Señora, puede valerme en esta ocasión; yo tengo derecho a reclamar vuestro patrocinio porque sois el amparo de los miserables; y supuesto que no desecháis a ningún pecador que contrito os invoca, acompañad mis súplicas al trono de la gracia a fin de que, mediante vuestro valimiento, sean oídas y bien despachadas; de otro modo ¿quién aplacará los enojos de vuestro Hijo? Sólo Vos, Señora, sólo vos. Amén.

¡O Salutaris Hostia,
quæ cæli pandis ostium:
Bella premunt hostilia,
da robur, fer auxilium.

V/. Panem de cælo praestitisti eis:
R/. Omne delectamentum in se habentem.

OREMUS

Deus, qui nobis, sub Sacramento mirabili, Passionis tuæ memoriam reliquisti; tribue, quæsumus, ita nos Corporis et Sanguinis tui sacra misteria venerari, ut redemptionis tuæ fructum in nobis jugiter sentiamus. Qui vivis et regnas per omnia sæcula sæculorum. Amen.