Padre Juan Carlos Ceriani: Sermón de la domínica 4ª de Adviento

Sermones-Ceriani

CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO

El año decimoquinto del imperio de Tiberio César, gobernando Poncio Pilato la Judea, siendo Herodes tetrarca de la Galilea, y su hermano Filipo tetrarca de Iturea y de la provincia de Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene, hallándose Sumos Sacerdotes Anás y Caifás, el Señor hizo entender su palabra a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y vino por toda la ribera del Jordán, predicando un bautismo de penitencia, para remisión de los pecados, como está escrito en el libro de las palabras del profeta Isaías: Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor; enderezad sus sendas. Todo valle será terraplenado, todo monte y cerro rebajado; y los caminos torcidos serán enderezados, y los escabrosos allanados: y verán todos los hombres la salud de Dios.

El Señor hizo entender su palabra a Juan…

San Juan Bautista es el que prepara los caminos del Señor. Ilumina a los hombres para que encuentren estos caminos. Es una llama luciente del fuego inaccesible de Dios; sentimos su ardor en sus exhortaciones, en sus actos y en toda su personalidad.

Hombres como éste son los que necesitamos para preparar los caminos del Señor…

Es un mal, un mal muy grande que esté humeando la lámpara de los que deberían preparar los caminos del Señor; que no solamente el mundo, sino que también ellos estén cansados; que su luz sea mortecina como el parpadeo de los cirios que arden junto a un ataúd…

Señor, dadnos creyentes, que tengan la lámpara en sus manos; deseamos arder con el fuego de Elías y de Pentecostés. Solamente así podremos preparar vuestros caminos.

Este más que profeta, de figura titánica, que va preparando los caminos del Señor, lanza la dura exhortación: ¡Haced penitencia! Sé que esperáis a Cristo, el Señor de vuestras almas, vuestro ideal y su pastor… ¡Venid, yo os conduciré por los caminos de la compunción!…, que son los caminos de Dios.

Y el profeta levanta su lámpara e ilumina nuestra alma soñolienta, cansada; la ilumina con el fuego de su fe entusiasta, inquebrantable. Y casi nos deslumbra…

Espantada huye la frivolidad; se desvanece el mundo de sombras, el mundo del espíritu apegado a la tierra, ese mundo que nosotros tanto amamos.

¡Arriba! —nos grita—; restregad vuestros ojos, sacudid el sueño, salid de vuestro letargo, estáis abrazando sombras, perseguís imágenes de espejismo y vais a perder vuestra alma. La tenéis atada con lazos de pecados; dadles un tirón tan fuerte que se rompan; rasgad, aunque os duela.

¡Arriba!, salid del pantano y emprended los caminos gloriosos de la vida divina.

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San Juan Bautista es el hombre del desierto. Llevaba un vestido de pelos de camello y una correa de cuero a la cintura, y su comida eran langostas y miel silvestre.

Aparece el hombre del desierto. Hay calma y profundidad en su alma. Durante mucho tiempo estuvo callado; ahora va a hablar.

En el silencio cristalizó su alma. ¡Oh reino grandioso del silencio!

El hombre del desierto es austero; se entrega a la penitencia y no a la comodidad; su misión es despertar, sacar de la embriaguez al hombre afeminado, sensual, amante del mundo.

Hay que tratar duramente este cuerpo dado a la molicie; hay que someter con férrea disciplina este sensualismo blandengue, porque de lo contrario se adueñará del alma y de la voluntad. Hay que castigar este cuerpo muelle que tantas veces ha pecado; hay que castigarlo por haber perdido con tanta frecuencia la virtud y el alma; hay que imponerle dura penitencia por haber ofendido a Dios.

Este rigor es disciplina y fuerza; no intenta hacerlo todo trizas, antes bien quiere esculpir una estatua…, cuyo modelo es Jesucristo.

La voz del hombre del desierto no es un suave cantar; su pregón no es dulzón, no halaga, sino que corta en lo vivo del alma; es frío, pero purifica; sacude las ramas; todo lo que está destinado a la muerte, muere a su contacto; pero todo cuanto tiene pujanza de vida, aunque se estremezca al sentir su soplo, cobra nuevo aliento…

Penitencia, mortificación…, raza de víboras…, paja que debe arrojarse al fuego… Este modo de hablar disipa la embriaguez, rasga el velo; y nos hace contemplar al desnudo nuestra alma, pobre, débil.

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Haced penitencia, porque está cerca el Reino de los Cielos.

Sí, debemos arrepentimos de nuestros pecados, debernos hacer penitencia. Este es el prólogo del Evangelio.

Y, sin embargo, se ha intentado disipar el arrepentimiento; se ha querido suprimir en la religión esta nota tradicional; se ha querido sustituir el arrepentimiento por la serenidad perpetua del hombre.

Pero, si quieren sustituir el arrepentimiento por la serenidad, han de acallar primero la voz de la razón, que distingue entre el bien y mal…

El antagonismo entre la satisfacción del goce vedado y el sentimiento del deber es un hecho elemental, y la derrota del deber se llama pecado.

La voluntad puede hacer lo que quiere; pero, si peca, el fallo condenatorio de la conciencia le clava su aguijón; el alma siente que ha pecado; siente su derrota y se cubre de vergüenza; siente que la justicia es inquebrantable, que ella puede salir de los rieles de la ley eterna, pero solamente para su propia desgracia, para quedarse herida y maltrecha.

¡Dejad que los hombres se arrepientan y lloren! La conciencia exige el arrepentimiento de los pecados.

Haced, pues, frutos dignos de penitencia.

Para ello se necesita, en primer lugar, un dolor profundo, verdadero.

La confesión frecuente va perfeccionando este dolor. Al principio de nuestra conversión o enmienda conocemos nuestros pecados turbiamente; más tarde empezamos a ver su multitud y abyección. Conforme al grado de este conocimiento crece nuestro dolor.

Al principio nos entristecemos por nuestros pecados en general, después, vamos llorándolos uno por uno. A medida que aparecen nuestros pecados, crece nuestro arrepentimiento.

El arrepentimiento es un consuelo grande; porque mediante el arrepentimiento nos levantamos sobre aquello de que nos arrepentimos.

La confesión frecuente nos comunica gracia; y la gracia ablanda el alma. Cada uno se arrepiente según la medida de la gracia; son los santos los que más se arrepienten, porque son ellos los que reciben mayor abundancia de gracia.

Se necesita gracia para el arrepentimiento; y el Sacramento de la Penitencia comunica gracia y aviva el arrepentimiento.

Este arrepentimiento crece mientras dura nuestra vida. Así fue el arrepentimiento de San Pablo, quien se reputaba como el primero de los pecadores; así fue el de María Magdalena en la casa del fariseo; así fue el de Ángela de Foligno, que empezó con un arrepentimiento avergonzado, ocultando sus pecados en la confesión.

Acompaña a la gracia el deseo de la semejanza; empezamos a sentir con Cristo más profunda e íntimamente.

No es posible ennoblecer el alma sino con la hermosa modelación y simetría de estos rasgos. Y la ascesis cristiana lo traduce de esta manera: ordenar y organizar nuestra vida espiritual.

Todo el hombre, saliendo de un solo punto, Dios y su amor, se orienta hacia un solo objetivo, Dios.

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Preparados de esta manera, podremos asistir al canto angélico de Navidad…

Ángeles resplandecientes, en la más dulce de sus noches; nunca han tenido otra parecida; sus deseos los traen a la tierra; y acá abajo se explayan en armonías, en melodías, en dulces cánticos…, alabando a Dios y diciendo: Gloria a Dios en lo más alto de los cielos.

Porque este Niño es gloria del Altísimo; los rasgos más dulces de la divinidad adornan esta alma… Por esto y con esto bendecimos al Señor.

Gloria significa reconocer y pregonar la excelsitud de alguien. Por consiguiente, la gloria está donde está la mente…

Su gloria consiste en que el ser espiritual se llene de admiración y los labios dejen escapar este suspiro: ¡Señor mío, Señor mío, cuán admirable es tu nombre en toda la redondez de la tierra!

Nuestra alma ha sido creada para que la gloria de Dios arda en ella, y para que la alabanza de Dios resuene en todo nuestro ser.

¡Qué deber más sublime el del alma!: alabar a Dios, admirar sus obras, y servir ella misma de gloria al Altísimo…

Y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad…

No muerte, sino armonía. Hemos de poner paz en nosotros mismos… Y tendremos buena voluntad si nos iluminan la razón y la fe… Así tendremos paz con Dios, con el prójimo y con nosotros mismos.

¡Oh, qué excelso bien es la buena voluntad que evita el pecado, que vence el mal, que soporta con paciencia la desgracia!

Hemos de empezar a querer el bien y quererlo bien; éste es el Cielo en la tierra, ésta es la gloria celestial entre nosotros.

Por tanto, querer el bien ante todo, querer en todo la voluntad santísima de Dios, tanto si la parte que nos destina es salud, como si es enfermedad, lucha, paz, tentación o desconsuelo.

Lo que en tales circunstancias nos inspiren la razón y la fe, debemos quererlo con todas nuestras fuerzas.

Y puesto que sabemos que nuestro ánimo cambia, que es veleidoso, debemos procurar tener una voluntad entusiasta, abnegada, para orientarnos siempre hacia el bien.

Tal ha de ser nuestro espíritu. Debemos obrar el bien de un modo consciente, y alegrarnos de ello. Esta alegría ha de animarnos, ha de alentarnos a proseguir en la práctica del bien. El gozo del bien será la verdadera garantía de la virtud.

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Quien goza de la más colmada alegría es el Ángel de Navidad. Rebosa de devoción como el Ángel de la Anunciación… Anhela y lucha como el Ángel de la visión de Daniel…

Acaso el mismo Arcángel San Gabriel sea también el Ángel de Navidad…

Se puso su más hermosa vestidura y bajó con alborozo; de ahí que anuncie «una nueva de grandísimo gozo…» La gruta, la paja el pesebre también pueden ser causa de grandísimo gozo…

Juntamente con él se regocijan sus compañeros, legiones angélicas.

Para la alegría, se necesita ante todo la pureza de la conciencia…

Siguiendo el consejo de San Juan Bautista, procuremos tenerla…

Preparad el camino del Señor; enderezad sus sendas. Todo valle será terraplenado, todo monte y cerro rebajado; y los caminos torcidos serán enderezados, y los escabrosos allanados: y verán todos los hombres la salud de Dios.

De este modo festejaremos santamente la Natividad del Señor…