
P. Fr. Francisco de Taradell.
Capuchino.
SERMÓN XVII DE DIFUNTOS
Sancta, et salubris est cogitatio pro defunctis exorare. II. Machab. XII. v. 46.
Duermen ya en un perpetuo y pesado sueño los Calvinos, los Luteros, los Zwinglios, los Usitas, quienes estimulados por la ambición de hacerse objeto de la expectación del mundo y de ponerse al frente de unos pueblos alborotados, conspirados con el designio de abolir la Oración por los Difuntos y de desterrar del entendimiento de los fieles la creencia del Purgatorio, dijeron, vosotros lo sabéis, no hallarse en algún lugar de las Escrituras que haya una cárcel entre medio del infierno y del Paraíso.
Mas para convencerlos basta, señores, leer con espíritu de humildad los Sagrados Libros, y santos expositores, y luego hallaremos delineado el Purgatorio en la espada versátil que puso Dios en la mano del Querubín, y en el río de fuego, río rápido, que salía de la cara de Dios.
¿Qué más? Roto el velo a la alegoría, leeremos en Isaías que Dios limpiará las inmundicias de las hijas de Sion; y en Malaquías, que Dios limpió a los hijos de Leví.
¿Y qué testimonio mayor que el del libro de los Macabeos, recibido, como dice San Agustín, por la Católica Iglesia, donde se lee ser un pensamiento santo y saludable rogar por los difuntos, para que queden sueltos de los pecados?
¿Y qué más claro, que el Evangelio de San Mateo, donde en el capítulo quinto tenemos: a la verdad no saldrás hasta que satisfagas el último maravedí; y en el duodécimo: hay un pecado que no se perdonará ni en este siglo ni en el otro?
Establecida así, cuanto basta para nuestro intento, la existencia del Purgatorio, veamos cuán santa cosa sea sufragar a las Almas detenidas en él, que es el argumento que me ofrecen las palabras de mi tema: Sancta et salubris est cogitatio pro defunctis exorare.
Veis aquí el grande asunto que me he propuesto tratar esta tarde: sufragar a las Almas del Purgatorio es el acto más heroico de la caridad cristiana.
Para explicarle con el fruto deseado, necesito los socorros de la gracia; pidámosla por la intercesión de la Purísima Virgen María.
AVE MARÍA
La caridad para con el prójimo es mayor, señores, cuanto es más atroz el mal, del cual se libra, o es más grande el bien que se le procura; ahora, ¿quién puede explicar cuán crueles sean las penas que afligen a las Almas en aquella cárcel, que las purga, y cuán suaves las delicias a cuya posesión con sufragarlas se envían?
Sufren las miserables dolores tan acerbos, que al cotejo de uno solo de ellos pueden parecer dulces todos los males de esta vida; sufren, al decir de San Agustín, las impresiones admirables, sí, pero verísimas, de un fuego que recibe la actividad vigorosísima del brazo poderoso de un Dios indignado: Torquetur miris, sed veris modis.
Sufren, como la teología y la fe enseñan, la privación de la vista de aquel Dios que, bien conocido por ellas mas no gozado, haría de su Purgatorio un infierno, si la seguridad de haber de salir en algún día, no tuviese desterrada de allí la desesperación; mas, aunque no desesperen entre tantas angustias, están empero de continuo exclamando: ¿cuándo llegará aquella hora, en la cual, sueltas de estas duras cadenas, volaremos a los brazos de nuestro Dios?
Ahora decidme, amados oyentes, ¿puede por ventura la caridad acreditarse de más fina que socorriendo a quien gime en un abismo de penas y que gime de tal modo, que es incapaz de procurarse por sí mismo, no digo una entera y completa libertad, mas ni tampoco la más mínima diminución de sus penas?
Añadid a esto, que a más de librar aquellas Almas de una prisión tormentosísima, se envían a la posesión de un Reino, en el cual se logran todos los contentos, y se entregan al seno de un Dios, en el cual se experimenta, como en su centro propio, una paz y un sosiego inalterable.
¿Y podrá, tal vez, alguno descubrir sujeto más a propósito en que la caridad pueda ejercitar sus finezas?
Sé que apacentar a quien muere de hambre; que recrear a quien enflaquece de sed; que visitar a quien gime entre cepos, a quien agoniza entre dolores, es caridad que enamora al empíreo; pero es tanto más preciosa la que se practica con los Difuntos, cuanto más de estimar es el alma que el cuerpo, y cuanto más terribles son las penas de la otra vida que las de esta.
Sé que desterrar del entendimiento de un idólatra las tinieblas que le ofuscan, y que conducir al camino de la salud a un pecador que va descaminado, es caridad, que al decir de San Dionisio tiene algo de divino; pero si careamos una caridad con otra, Pedro Blasense no duda afirmar ser la que se emplea con el Purgatorio caridad más noble, si se mira y se atiende al objeto, pues que se empeña a favor de unas Almas que tienen por la amistad con Dios el mérito mayor.
Es sentimiento conforme a la doctrina del Ángel de las escuelas, el cual enseña que quien por santidad es más próximo a Dios, debe experimentar más y primero que cualquier otro los influjos benéficos de la caridad.
Y esto sería aun verdadero cuando los difuntos, que penan en el Purgatorio, fuesen para nosotros gente extranjera, aun no vista, aun no conocida, ¿pues qué será, si ellos son nuestros paisanos, nuestros amigos, o tal vez alguno de nuestros parientes?
¿Quién no ve, que con esto crece la obligación y el valor de nuestra caridad para con ellos? Crece la obligación, porque a más del fuero de naturaleza, que ha impreso en nuestro corazón la compasión con todo miserable, estamos obligados también a socorrerles por la simpatía de la misma sangre, que conservamos en las venas. Asimismo crece el valor, pues que se observa el orden de la caridad regulada, la cual quiere que más bien se haga al que pueda alegar mayor título de estar unido con nosotros.
Ciertamente deseara esta tarde, señores, conduciros a aquellos horribles calabozos del Purgatorio, como hizo el Ángel de Dios con Santa Teresa, y mostraros, uno por uno, a vuestros deudos, ¡oh cuán mejor os persuadirían vuestros ojos, lo que no sabe explicar bien mi lengua!
Mira, diría, mira allá bajo en aquel pozo de llamas aquel viejo, que gime y llora entre tormentos; mírale bien en el rostro, y verás que él es tu padre; ¿mi padre, dirás, aquel de quien gozo tantos bienes? ¿Aquél que hace más de veinte años que espiró en mis brazos? ¡Y que está ahí! Sí, aún está ahí por tu amor, porque para aumentar tus rentas fue escaso con los pobres, no satisfizo prontamente a los obreros, hizo llorar a alguna viuda, a algún pupilo; y tu entre tanto, holgándote entre tan abundantes bienes, ¿no piensas en cumplir aquel legado pío; no piensas en hacer celebrar una misa?
Mira allá aquella de la cual apenas podrás distinguir el semblante, tan chamuscado y trasudado está: ¿sabes cuál es? Sepas que ella es tu madre. ¿Mi madre, dirás? ¡Ay! ¿Aquella que tanto me amó, y tanto yo amé? ¿Aquella que no sabía desprenderme de su corazón, por tenerme tan asido entre sus brazos? ¿Aquella que me enjugó tantas veces las lágrimas de los ojos acariciándome con sus besos? Sí; aquella misma; y entiende que ahora pena por tu amor, por aquellas impaciencias en que prorrumpió, viéndote insolente; por la negligencia que usó en enseñarte bien, porque amándote más de lo que debía, dejó de amar como debía al Señor. Y tú, después de tanto amor, ¿te mueves tan poco a compasión?
Mira, finalmente, más allá a tantos miserables desventurados, que gimen y gritan, que lloran y sollozan entre brazas ardientes. ¡Ah! ellos son, si bien lo observas, aquel tu amado hermano, con quien comiste en la misma mesa, aquel estimado doméstico, con el cual tuviste los más dulces pasatiempos, los cuales están allí, quien por una mentira jocosa, quien por una ojeada muy curiosa, quien por una palabra equivoca. Y tú no les consuelas en sus angustias, pudiendo hacerlo fácilmente con un Rosario, con un Oficio de Difuntos, con una limosna… ¡Oh crueldad! ¡Oh tiranía!
MORALIDAD
Pero ¿cómo es que no os sintáis despertar en el pecho movimientos tiernos de caridad, que os muevan a librarlos de sus tormentos?
Apenas el pontífice Aarón vio prenderse el fuego de tienda en tienda, de tribu en tribu, y reparó reducirse en cenizas los hijos delante de sus padres y los padres delante de los hijos, no pudiéndose contener a una vista tan compasiva tomó los incensarios y ofreció a Dios purísimos perfumes para matar el incendio.
¿Cómo, pues, podréis dejar de sentir también los mismos movimientos en vosotros? Y si los sentís, ¿cómo sois tan duros para no interponeros por sus medianeros?
¿Por ventura no está en vuestras manos el sagrado incensario? ¿Por ventura no tenéis a mano los perfumes? Porque ¿qué otra cosa son las oraciones, las indulgencias, las limosnas, los sacrificios, la Sangre Preciosísima del divino Cordero? ¿Pues porque no derramáis esta Sangre, por manos de los sacerdotes, con larga profusión sobre sus llamas, puesto que no se necesita más para matarlas?
En la Ley Antigua eran muchos los sacrificios ordenados por Dios para la expiación de los pecados: había sacrificios de ovejas y de ganados; los había de tórtolas y de palomas; los había de espigas y de frutos; asimismo los había de licores y de bálsamos; más en la Ley de Gracia una sola es la hostia de nuestros Altares, la cual equivale infinitamente a todas las oblaciones de la Ley Antigua: tenemos la Carne incorrupta y la inmaculada Sangre del Cordero vertida por nuestro amor.
Adelante, pues, dividamos por ministerio más alto que aquella ceremonia que practicó Moisés, cuando recogida la sangre de las víctimas en tazas derramó parte sobre el altar, y la otra parte sobre el pueblo; dividamos, digo, en dos partes por mano de los venerables sacerdotes la Sangre Sacratísima de Jesucristo; derramemos una parte sobre nuestra alma, y con la otra rociemos las atormentadísimas Almas del Purgatorio.
Servirá la primera parte para lavar nuestras inmundicias; la segunda servirá para apagar su fuego.
Sin esto, ¿de qué serviría el guardar en las casas de los abuelos difuntos sus imágenes, fabricarles con escogidos mármoles su sepulcro? ¡Ah! que las adoloridas Almas poco se cuidan de estas vanas demostraciones de memoria y de dolor; las urnas levantadas sólo en honor del frío cadáver, ¿qué otra cosa son, sino, desahogo del fausto en los vivos?
¡No quiero condenar con esto o el tributo del llanto a la muerte de nuestros amados, o el uso de los fúnebres honores, o la señal exterior de dolor a su memoria, no; solamente digo que no son estas las muestras sinceras de caridad que les debemos; las muestras sinceras de caridad, son las oraciones que se hacen por los Difuntos, son los sufragios que se celebran para su provecho, son los ayunos que se sufren a su favor, son las limosnas que se distribuyen para su alivio, son los legados que según su voluntad se cumplen.
Esta, esta es la caridad que ellos piden, y la limosna que nosotros les debemos; esta es la que socorre las Almas para librarlas de sus atrocísimas penas, la que les acelera la eterna vida, y les anticipa la gloria.
Compadezcámonos, pues, de las doloridas Almas, y hagamos que se abrase nuestro corazón en tan bella caridad; socorrámoslas cuanto podamos; procuremos su bien con nuestros sufragios apresurándoles su eterna felicidad.
¡Oh buen Jesús!, encended en nuestros corazones una caridad tan provechosa para los Difuntos; hacednos comprender bien cuánto se debe procurarla por el grandísimo provecho que se les sigue. Os lo rogamos por las llagas sacratísimas que adoramos en vuestra santísima humanidad; sí, amado Redentor, infundidnos una tierna compasión para con los Difuntos, que tanto padecen, para que nos empeñemos a socorrerles con todas nuestras fuerzas; y socorriéndolos merezcamos aliviarlos de sus penas, y procurarles la anticipada posesión de la eterna vida.
Y para que nuestras culpas no impidan el logro de esta gracia, que os pedimos, arrepentidos de ellas, con un corazón verdaderamente contrito, os decimos: Señor mío Jesucristo etc.
Apiadaos, Redentor amabilísimo, de nosotros, y de las Almas del Purgatorio. Por la intercesión y méritos de vuestra Inmaculada Madre, y por los de vuestra Pasión santísima, os suplicamos les concedáis la feliz entrada a vuestro Reino, que tan ardientemente desean. Os ofrecemos estas públicas oraciones, y todas nuestras obras, en satisfacción de los reatos de culpas, que les retardan su entrada a los Cielos, para que más presto vayan a alabaros allá por todos los siglos.
