P. Fr. Francisco de Taradell.
Capuchino.
SERMÓN III DE DIFUNTOS.
Super flumina Babilonis illic sedimus, flevimus, dum recordaremur tui Sion. (Psalm. CXXXVI, 1)
¡Pobres israelitas! Estaban ellos cautivos en Babilonia, y saliéndose de la ciudad cuando se lo permitía la crueldad de sus amos, y sentándose sobre las márgenes de los ríos, aumentaban con sus lágrimas las corrientes.
Allí puestos, no se veían hartos de llorar; se lamentaban y gemían arrancando suspiros profundos, y se afligían por verse desterrados de su amable Sion, esto es, de la ciudad floridísima de Jerusalén. Todos los trabajos sentían menos que este de mirarse lejos de Sion; la memoria de los pensiles y delicias de Jerusalén, y los deseos de volver a aquella tierra de sus padres, eran el torcedor que, apretado a sus cuellos, los obligaba a derramar lágrimas a arroyos.
¡Ah!, decían, ¡ah! ¿Cuándo será que nosotros habitaremos en la ciudad amable de Sion? Entre tanto no nos veremos satisfechos de llorar a medida de nuestros deseos y nuestras ansias; Super flumina Babilonis illic sedimus, flevimus, dum recordaremur tui Sion. Son, oyentes míos, los israelitas cautivos en Babilonia una viva figura de las almas del Purgatorio; puestas estas en una prisión tenebrosísima, se ven excluidas de la celestial Jerusalén; allí viven segurísimas de que serán admitidas a su posesión; desean ardentísimamente su vista, y las demoras con que son entretenidas, es el pausado tirano que las aflige; por esto con copiosas lágrimas y profundos suspiros se lamentan con las palabras de los israelitas; Super flumina Babilonis illic sedimus, flevimus, dum recordaremur tui Sion.
¡Ah! ¿Cuándo habitaremos nosotros en la ciudad amable de Sion? ¿Cuándo, saliendo de las cadenas de estas llamas, volaremos a las moradas eternas? Entre tanto no nos veremos satisfechas de llorar a medida de nuestros deseos. Y con esto ved aquí, Señores, significado el tormento grande de las pobres almas que tengo de ponderaros esta tarde; veréis pues, cuánta pena sea para las almas el deseo de ser admitidas en el Paraíso, del cual se miran aún distantes.
Quiera Dios dar a vuestros entendimientos la luz necesaria para conocer tan grande pena, y suministrar a mi lengua suficiente facundia para tratarla con provecho; para que sea así, pidamos con humildad y devoción la gracia a su Santísima Madre, diciéndole;
AVE MARÍA
El deseo es, según san Basilio, un aguijón que traspasa el corazón, y ocasiona una cruel impaciencia, y un dolor insoportable. Esto se puede observar no solamente en los Santos y pecadores que están en este mundo, sino también en los condenados que están en el infierno, y en los justos que están en el Purgatorio; bien que los unos y los otros son atormentados de deseos muy diferentes.
Los condenados son devorados de un violento deseo de morir, y de ser aniquilados, con la mira de acabar con su ser y con su vida, y con todas sus miserias; pero esta muerte huirá de ellos por toda la eternidad; pues dice la sagrada Escritura, que el deseo de los pecadores perecerá; y así este deseo será un inmortal verdugo que devorará el corazón y entrañas sin cesar y sin reposo.
Los justos al contrario, son atormentados en el Purgatorio de un deseo del todo opuesto.
Estas santas almas no desean morir en sus penas, sino vivir eternamente con Dios en la gloria, y suspiran con una santa impaciencia para ir presto a su celestial patria, libradas de su penoso destierro; más como este deseo no se les cumple, sino que se les dilata, por esto las atormenta grandemente, y crece la grandeza de este tormento por la idea del Cielo, para el cual fueron criadas, y les está siempre presente; pero las aflige con mil angustias mortales en la larga duración de su destierro.
¡Oh deseos mayores que todos los deseos! ¡Oh tormentos superiores a todos los tormentos! En efecto, ¿qué cosa hay más poderosa para afligir un corazón verdaderamente deseoso de su eterna felicidad, que el saber la descripción que hace San Juan en sus revelaciones, de la belleza de la Iglesia Triunfante bajo la figura de la celestial Jerusalén? Este amado Discípulo cuenta que fue trasportado en espíritu sobre un monte alto, desde el cual un Ángel le hizo ver la pompa, las riquezas y la magnificencia de esta bienaventurada ciudad; estaba ella toda circuida de la claridad de Dios; tenía un grande y alto muro, en el cual había doce puertas, tres al oriente, tres al septentrión, tres al medio día, y tres al occidente; este muro tenía doce fundamentos, en los cuales estaban escritos los nombres de los doce Apóstoles; la ciudad era de figura cuadrada, y era fabricada de oro purísimo, y semejante a un resplandeciente y purísimo cristal.
Sus cimientos y sus muros estaban adornados de las más preciosas piedras que pueda producir la naturaleza, y perfeccionar el arte; y sus doce puertas estaban compuestas de doce perlas de una belleza y valor inexplicable; además de esto, añade el divino Historiador, esta ciudad no tenía necesidad de ser iluminada del sol, ni de la luna porque el Cordero inmaculado era toda su luz y claridad; sus puertas no se cierran al fin de algún día, porque allá jamás hay noche, jamás nubes, jamás tinieblas; todos los reyes de la tierra y naciones del mundo llevarán allá su gloria y honor para contribuir a hermosearla; ninguna cosa contaminada e inmunda entrará allá, y no habrá entrada para alguno de aquellos que cometieron la abominación, o abrazaron la mentira; serán sí introducidos aquellos cuyos nombres están escritos en el libro del Cordero.
No para aquí su hermosura; continúa san Juan, y dice que se ve correr por el medio de la ciudad un río de agua viva y cristalina, que sale del trono de Dios y del Cordero, y que en una y otra parte de las aguas de este rio hay el árbol de la vida, que produce en cada mes diferentes frutos, cuyas hojas tienen virtud de sanar los males de todas las naciones; jamás habrá allá anatema, sino que se levantará allí el trono de Dios y del Cordero, y todos sus siervos le servirán con su gloria, y sus nombres estarán escritos en sus frentes.
¡Qué pomposo espectáculo contemplar en espíritu sobre la tierra la belleza de esta ciudad de Dios vivo! ¡Qué vista tan hermosa y placentera ver en el Cielo en calidad de ciudadanos a tantos bienaventurados! Sí, cada piedra de aquella celestial Jerusalén estará animada del espíritu de Dios, penetrada de su gloria, y encendida en su amor.
San Pablo, que en su éxtasis fue levantado a ella, tuvo muchísima razón de decir, que ni ojo vio, ni oído oyó, ni corazón del hombre apeteció lo que tiene Dios aparejado para el que le ama.
Ved aquí, oyentes míos, un breve bosquejo de la belleza de la celestial patria por la cual suspiran las almas del Purgatorio; saben por la luz de la fe, que Jesucristo les adquirió con su sangre, el derecho de entrar en ella; y que después de su destierro serán llamadas a ella. Mas, ¿lo creeríais?, todo lo que la fe les enseña, y todo lo que se les representa de la belleza del Paraíso, no sirve sino para afligirlas más extremadamente, y hacer sentir más al vivo la pena que les causa el deseo de él.
Figuraos, señores, la pena tan sensible y extremada que traspasaría el corazón de Moisés, al verse privado por orden de Dios de entrar en la tierra de promisión, cuyas delicias había ya visto y contemplado; Vidisti oculis tuis, non intrabis ad illam; pero ¿cuánto mayor hubiera sido esta pena, si el santo legislador la hubiera de haber padecido con tener siempre presente delante los ojos las delicias de la tierra deseada, sin poder llegar a poseerla?
Inferid de aquí cuán grande será el tormento de las pobres almas del Purgatorio, viendo la tierra de promisión del Cielo con la seguridad de haberla de poseer, sin poder cumplir los deseos de entrar en ella lo más presto. ¡Ah! que esta vista con tal seguridad y tardanza, aumenta de tal modo el martirio de las afligidas almas, que no pueden hallar ni paz, ni reposo alguno.
MORALIDAD
¡Oh! ¡Hiciese Dios que una centella de los encendidos deseos de las afligidas almas prendiese en los corazones de cada uno de vosotros! ¿Cuán presto os abrasarían los deseos de la gloria, cuando ardéis ahora en deseos de las cosas caducas y terrenas? ¡Qué vergüenza! criados para gozar de las delicias del Paraíso; ¿no tendréis sentimientos, sino para estas cosas sensibles, para las cosas vanas y transitorias? Con todo, estas cosas se buscan, estas cosas se apetecen.
¡Ah! ¡Que no tengan con vosotros fuerza alguna los atractivos divinos, cuando la tienen tan poderosa con las Benditas Almas del Purgatorio! Yo no sé atribuirlo a otra cosa sino a la excesiva afición que tenéis a esta miserable tierra, pues que no hacéis caso alguno, como aquellos reprehendidos del real Profeta, no hacéis caso alguno de aspirar a la deseable tierra del Paraíso.
Locura es esta semejante a la de las dos tribus de Israel, la de Rubén y de Gad; las cuales llegadas a la vista de la tierra prometida por quien tanto habían suspirado, rogaron con instancias al conductor Moisés que los dejase en el país donde estaban, bien que apartadas de la tierra de promisión. ¿Y quién lo pensaría?, el motivo fue mucho peor que la súplica; porque, añadieron, no se cuidaban de la tierra prometida, por ser los países en que estaban muy abundantes para las bestias que traían consigo.
¡Ah locos! grita aquí San Ambrosio todo inflamado en celo, ¡ah desatinados! ¿Así renunciáis el delicioso paraíso de la tierra por tener las bestias regaladas? Y aun el rey David lo detesta más que San Ambrosio; no estimaron, dice este profeta, la tierra deseable.
Esta pues, oyentes, es en verdad vuestra insufrible locura, cuando no cuidáis del Paraíso, para tener bien hartas las bestias domésticas de vuestros sentidos y apetitos.
¿Y qué mayor necedad puede haber que esta? que habiendo nacido vosotros para el Paraíso, pongáis la afición a esta tierra, y os revolváis en ella, como sobre un estrado delicado, bajando adrede los ojos para no ver el Cielo, para el cual Dios os crió. ¡Oh bajos espíritus de los mortales, que no conocen, y no aprecian su dignidad! ¡Oh almas inclinadas a la tierra, y del todo olvidadas del Cielo! ¿Cuándo levantaréis en alto vuestros pensamientos? ¿Cuándo, sentados con los hebreos en las orillas del rio de Babilonia, volveréis los ojos a Jerusalén para exclamar: ¡oh bella Sion!, ¡oh patria de los justos!, tú sola eres nuestra alegría, y la sola esperanza de ti nos conforta y recrea en este destierro?
Yo no hablo con vosotros, hombres sumergidos en la deshonestidad, y abismados en la inmundicia; estos suspiros en vuestras bocas no serían verdaderos, pues no podéis ignorar que la carne y sus halagos no poseerán el Reino de los Cielos; hablo sí, con las almas temerosas de Dios, que se conservan inmaculadas en medio de la corrupción, y sin embargo están atadas a esta tierra, no menos que Lot, aunque santo, a Sodoma; y por esto fue necesario que los Ángeles le tomasen por la mano, y le sacasen violentamente a fuera.
¡Ah! Quebrad esos lazos, romped esas cadenas, y mirando con aborrecimiento a esta tierra, que devora a sus moradores, suspirad por aquella, que los sustenta con las puras aguas del perenne río, que la baña; apartaos de los caminos, que retardan la llegada a ella, y emprended los que guían derechamente a su posesión.
Levantemos, oyentes, levantemos los ojos arriba cuando nos parece arduo el camino de la virtud, y digamos a nosotros mismos lo que dijo al último de sus hijos la invicta madre de los Macabeos para animarle al martirio Peto te, nate, ut aspicias ad cœlum. Y a esta vista, creedme, sí, a esta vista allanaréis todo camino, y correréis sin pararos.
¡Con cuál brío, lo sabemos ciertamente, con cuál brío ofrecieron los mártires el pecho a las lanzas, la cabeza a la hacha, el cuerpo a las cruces! ¿Y quién los animó, sino aquella corona, que sabían que estaba aparejada para ellos en el Cielo? ¡Con qué júbilo los cristianos del primer siglo sepultaron entre las catacumbas sus días! Pero ¿quién los movió a hacer una vida semejante a la muerte, sino aquel Reino con el que miraban haberse de trocar cuanto antes la cárcel que ellos mismos habían escogido? ¡Con qué contento de sus corazones los anacoretas del Egipto maltrataron con voluntarios martirios sus cuerpos! ¿Y quién los movía a usar consigo mismos de tan santa crueldad, sino la gloria inmortal, que había de dar dentro de poco tiempo a cada una de sus penas una abundante recompensa?
Si Dios, oyentes míos, pidiese de nosotros otro tanto, y no quisiera vender a menos precio el Cielo, yo os dijera con San Jerónimo; paciencia, cómprese, porque a proporción del bien que se logra, todo trabajo es escaso.
¡Con cuanto fervor y voz clamaría; niños tiernos, delicadas doncellas, jóvenes floridos, matronas respetables, titulares de gran nombre, caballeros de gran nacimiento, príncipes de grandes dominios, a los desiertos, a las cuevas, a los tormentos, a los martirios! Es doloroso el ensangrentarse con cadenas, es áspero el afligirse con ayunos, es duro el exponer a mil angustias la vida; más todo es poco en comparación de los grandes premios, que allá en los Cielos nos esperan; Durum, grande, dificile, sed magna sunt prœmia.
Mas no, amados oyentes míos, no, no es necesario que yo os anime a tanto, pues que ni Dios pide tanto de vosotros; gozad los bienes de vuestras casas, conservad el esplendor de vuestros grados, brillad entre los honores de vuestros puestos; Dios, para admitiros a la participación de su inmensa, de su inefable, de su incomprensible gloria, no quiere otro de vosotros, que un ojo modesto, una lengua pura, un corazón limpio; pide de vosotros la renuncia de aquella amistad, el abandono de aquel juego, la huida de aquella ocasión, la mayor frecuencia de Sacramentos, y un tenor de vida conforme al Evangelio; dad una ojeada a lo que se alcanza, y otra a lo que se os pide, y ¿ después decid, si tenéis ánimo, que Dios pide mucho para el Paraíso?
¿Sabéis a quién cuesta mucho el Paraíso? ¿Sabéis a quién? a las Almas del Purgatorio; a estas cuesta mucho, pues han de estar encerradas en una cárcel obscura, atadas con cadenas de fuego, traspasadas de amarguísima pena, por verse desterradas de él.
¿Sabéis a quién costó mucho el Paraíso? ¿Sabéis a quién? a Jesús.
A Vos, sí, Jesús mío, a Vos costó mucho el Paraíso; a Vos costó una vida penosa, y una muerte ignominiosa; Oportuit Christum pati, ita intrare in gloriam suam; y sin embargo, no debía costaros, porque la gloria os era debida continuamente; pero en verdad, Jesús de nuestro corazón, quisisteis que os costase mucho, para que costase poco a nosotros.
¿Y nosotros tendremos después corazón de dolernos? ¿Regatearemos aun lo poco que nos pedís? ¡Ah! no, no sea jamás verdadero, mi amado Jesús; es muy justo, que si queremos vuestro Reino, en cualquier manera le ganemos, y que ya que por vuestra bondad os contentáis de poco, a lo menos hagamos este poco, y esto de buena voluntad. Dadnos, pues, gracia, os lo ruego por la llaga santísima de vuestro costado, que adoro con todo mi corazón; dadnos gracia, para que no dejemos cosa de aquel poco que queréis de nosotros; a fin de que uniéndose este poco con lo mucho que Vos hicisteis, merezcamos llegar algún día a reinar eternamente con Vos. Y si por nuestros pecados no merecemos lograr de Vos esta gracia, arrepentidos de ellos con un corazón hecho pedazos por el dolor, os pedimos perdón diciendo; Señor mío Jesucristo etc.
Apiadaos, Redentor amabilísimo, de nosotros, y de las almas del Purgatorio. Por la intercesión y méritos de vuestra inmaculada Madre, y por los de vuestra Pasión santísima, os suplicamos les concedáis la feliz entrada a vuestro Reino, que tan ardientemente desean. Os ofrecemos estas públicas oraciones, y todas nuestras obras, en satisfacción de los reatos de culpas, que les retardan su entrada a los Cielos, para que más presto vayan a alabaros allá por todos los siglos.

