En primer lugar debe llamar nuestra atención la tentación de Jesús en el desierto. Tres de nuestros Evangelios hablan de ello. Nos muestran a Jesús y a Satán solos y frente a frente.
Pero prestemos atención a lo siguiente: nadie había sido testigo de este encuentro memorable. Nuestros tres Evangelistas no podían saber nada de lo ocurrido más que por boca del mismo Jesús y/o por inspiración divina.
Por consiguiente, Él mismo se tomó el trabajo de decir a sus discípulos lo que había pasado entre Él y el Demonio. Él quiso que se supiera que lo había visto, lo que se llama verlo, por decirlo así, «cara a cara»; que Satán le había hecho proposiciones, había tratado de someterlo a su yugo, ¡tratado de desviarlo de su camino!
En una palabra, Jesús quiso ser tentado. Lo fué. Reveló a los suyos en qué había consistido esa tentación: Satán le había mostrado el mundo, diciéndole: Te daré toda esta potencia y la gloria de esos reinos, puesto que a mí me ha sido entregada y a quien quiero la doy; si, pues, tú te postrares delante de mí, será tuya toda. (San Lucas, IV, 5-7.)
Y Jesús, por su parte, al llamar en dos oportunidades a Satán «príncipe de este mundo» (San Juan, XIV, 30; XVI, 11), está de acuerdo con él para reconocerle una preponderancia en todos los reinos de la tierra.
La batalla entre Satán y Jesús en el desierto fue un prólogo. Decía todo con respecto a la misión de Cristo.
Preguntémonos, pues, lo que Jesús ha pensado y ha dicho de Satán. El Evangelio, sobre este punto, como sobre todos los otros puntos que conciernen a la vida religiosa de los hombres, es normativo y definitivo. Si no lo es ya para los que han perdido la fe, no es menos cierto que no se puede comprender nada de la mentalidad religiosa de los siglos que nos han precedido sin recurrir al Evangelio. Quienes han tenido —o creído tener— contactos con el Demonio, quienes han sufrido sus ataques como el santo cura de Ars, quienes han sido tratados como poseídos y han sido objeto de exorcismos más o menos eficaces, habían extraído del Evangelio y de la Tradición sus interpretaciones de los estados experimentados por ellos.
El Padre Juan Bautista María Vianney tenía treinta y dos años cuando llegó a Ars. La pequeña parroquia estaba muy abandonada, muy pobre, muy indiferente. Él estaba devorado por el amor a su Dios y a las almas. Recurrió a la plegaria y al ayuno. Fué desde el primer día lo que iba a seguir siendo toda la vida, lo que la Iglesia dice de él en la oración de su aniversario: el hombre de la plegaria incansable y de la continua penitencia.
¿Y qué le pedía a Dios en sus oraciones incesantes y sus mortificaciones cotidianas?: la conversión de su parroquia. El demonio, no pudo ignorar por mucho tiempo estas grandes aspiraciones del joven sacerdote. Y no podía evitar el deseo de anular sus esfuerzos.
Justamente el joven párroco, desde sus primeros sermones en la iglesia, se había erigido contra los vicios y el desorden que manchaban su parroquia: el baile y la ebriedad. Era fatal que los intereses lesionados por sus palabras se sublevaran en contra de él. Los dueños de cabarets, los asiduos de las tabernas, los infaltables a los bailes, los profanadores del domingo, se sintieron amenazados en sus pasiones, sus costumbres, sus apetitos sensuales.
En su parroquia, con todo, lo veían tan bueno, tan dulce, tan piadoso, tan fervoroso que lo consideraban ya como un santo. Pero los muchachos malvados del vecindario, extranjeros a la parroquia, no vacilaron en emplear contra él el arma de la más odiosa de las calumnias: tuvieron la audacia de atribuir su palidez, la flacura de su rostro, a secretas perversiones.
Este hombre que vivía como un ángel, que castigaba su carne todos los días para domarla como a una esclava dócil, y para asociarse a la Cruz del Salvador, hicieron sobre él canciones innobles, le enviaron cartas anónimas, colgaron en su puerta carteles ignominiosos.
«En esa época — escribe Catherine Lassagne, el testigo más asiduo y más seguro de sus virtudes — fué calumniado, despreciado. Iban a tocar la corneta debajo de su ventana. Sin querer atribuirle sólo al demonio toda esta maniobra, cabe ver su marca en esta campaña odiosa contra su reputación y su honor”.
Y faltó poco para que este ataque fuera coronado por el éxito. Un testigo dirá, en efecto, en el proceso de beatificación: «Se sintió tan cansado de los viles rumores que se propagaban sobre él que quiso dejar su parroquia, y lo hubiese hecho si una persona que estaba cerca de él no lo hubiera convencido que su partida podía acreditar esos rumores infames.»
¿Qué debía hacer entonces? Abandonarse a Dios, seguir rezando y haciendo penitencia y rogar, en particular, por sus perseguidores. Así lo hizo y fue su primera victoria sobre Satán.
Así y todo tampoco le dejaba dormir muchas noches. Imitaba los gruñidos de los osos, de perros o de otros animales… le hacía oír golpes continuos de martillo, lo tiraba al suelo y le hacía otras cosas que le hacían sufrir. Muchas veces, lo insultaba y le gritaba «comepatatas» (porque las patatas eran su principal dieta diaria).
Con agua bendita y el crucifijo, él se defendía de su enemigo, aunque a veces la lucha duraba horas. Cuando se refería al diablo lo llamaba «el garras» (le grappin).
Que Satanás se sabe disfrazar de acuerdo con las circunstancias, es algo que los santos han experimentado con frecuencia. El Padre Marie-Eugène, santo religioso carmelita (1894 – 1966), conoció estas cosas. Su causa de canonización está iniciada. Profundo conocedor de Santa Teresa del Niño Jesús, hablaba de ella con ardor.
Un día en el que, siendo un joven religioso, predicaba un retiro en un Carmelo en Francia, le advirtieron que una monja deseaba encontrarlo en el locutorio. Se dirigió hacia allí y se topó con el rostro de una religiosa… que se asemejaba exactamente al de Santa Teresa del Niño Jesús. «Comenzó a hablarme, y me hizo todo tipo de cumplidos.» Le felicitó por su predicación, le aseguró que llegaría a ser un gran predicador, etc. cuanto más hablaba la religiosa más a disgusto se sentía al comenzar a sospechar cuál era el espíritu que animaba a su extraña visitante… Para tener el corazón en paz le preguntó: «Hermana, permitidme que os haga una pregunta: ¿qué es la humildad?». Ante estas palabras la religiosa despareció como por encanto.
El padre Marie-Eugène reconoció al demonio. Porque, afirmaba, el diablo no puede resistir a la humildad. Satanás había tomado la forma de la pequeña santa de Lisieux para engañar más fácilmente al padre y hacerle caer en un pecado de orgullo.
Santa Teresa de Jesús nos dice en su Vida: «Una vez, estaba en un oratorio y se me apareció hacia el lado izquierdo el demonio de muy abominable figura, en especial le miré la boca, porque me habló y la tenía espantable. Parecía que le salía una gran llama del cuerpo. Yo tuve gran temor y me santigüé como pude y desapareció, pero tornó luego. Por dos veces me acaeció esto. Yo no sabía qué hacer; tenía allí agua bendita y la eché hacia aquella parte y nunca más tornó. Otra vez, estuvo cinco horas atormentándome con tan terribles dolores y desasosiego interior y exterior que no me parece se podía ya sufrir… Vi junto a mí un negrillo abominable, regañando como desesperado… Eran grandes los golpes que me daba sin poderme resistir en cuerpo, cabeza y brazos. No me atrevía a pedir agua bendita para que (las monjas) no tuvieran miedo y no supieran lo que era… Pero como no cesaba el tormento dije: si no se riesen, les pediría agua bendita. Me la trajeron y me la echaron a mí y no aprovechaba; la eché hacia donde él estaba y al punto, se fue y se me quitó el mal… Una noche pensé que me ahogaban y, en cuanto echaron agua bendita, vi ir mucha multitud de demonios como quien se va despeñando… Una vez, estando rezando se me puso (el diablo) sobre el libro para que no acabase la oración. Yo me santigüé y se fue. Tornando a comenzar, volvió. Creo que fueron tres veces que comencé y hasta que no eché agua bendita no pude acabar».
A San José Benito Cotolengo el demonio muchas veces le escondía los zapatos, la ropa, y después los encontraba en los lugares más difíciles y extraños. Una vez, se le presentó vestido como un gran señor, tratando de convencerlo de que no construyera su Obra, y entraba y salía de su casa sin dejar rastro.
A San Pablo de la Cruz (1694-1775) el diablo se le presentaba en forma de gigante horrible, o de gato negro, o de ave negra de aspecto terrorífico y deforme y no le dejaba dormir. Le quitaba las mantas, lo tiraba al suelo, subía a su cama, lo golpeaba… Le infundía en su corazón melancolía y tristeza y hasta deseos de tirarse por la ventana… Y él, para defenderse, rezaba, tomaba el crucifijo en sus manos, echaba agua bendita y se ponía al cuello el rosario. Siempre tenía agua bendita en su habitación
A San Juan Bosco también le hizo sufrir mucho. Lo despertaba por la noche, gritándole fuerte al oído, le tiraba sus papeles en los que escribía «Lecturas católicas», le quitaba las mantas de la cama y, en una ocasión, hasta le prendió fuego. A veces, sentía un peso enorme sobre sí que le impedía respirar y se le presentaba como un horrible monstruo. Él lo rechazaba con la señal de la cruz, el agua bendita y haciendo penitencia frecuentemente.
A Santa Gema Galgani una noche se le presentó como un perro negro enorme. Otro día, en que desobedeció la orden de su confesor de no salir sola de casa, la estuvo siguiendo por la calle bajo la figura de un hombre, que la asustó. Fue a buscar a su confesor para que la perdonara, fue al confesionario y, después de confesarse, se dio cuenta que el diablo había tomado la figura de su confesor. Y ella dice en su Diario: «Fue una jornada del demonio. El confesor era el diablo y estaba con el bonete puesto en la cabeza». Se dio cuenta, porque, cuando le decía sus pecados, a todo le decía que estaba bien y no le corregía nada. Otros días, no la dejaba dormir y le daba tantos golpes que no podía levantarse por la mañana, pero lo que más le hacía sufrir eran las tentaciones contra la pureza.
En una ocasión (25-8-1900) se le presentó bajo la figura de su ángel custodio. Al principio no lo reconoció; pero, después, al sentir miedo e intranquilidad, reconoció que no era su ángel. Ya decía San Pablo que «Satanás se disfraza también de ángel de luz» (II Co., 11,14).
El Padre Pío (1887-1968), famoso sacerdote capuchino italiano, tenía una guerra sin cuartel con el diablo, a quien llamaba «cosaco» o «Barbazul». Lo asaltaba con tentaciones de las más atroces, con ataques violentos, incluso físicamente, y con insidias de toda clase. En una carta, le escribía a su director el Padre Agustín: «La otra noche la pasé muy mal. Desde las diez de la noche hasta las cinco de la mañana, el diablo no hizo otra cosa que golpearme. Me ponía pensamientos de desesperación… Cuando se fue, sentía un frío intenso en todo mi cuerpo, que me hacía temblar de pies a cabeza…
Desde hace varios días viene a visitarme con otros más, armados de bastones y barras de hierro. Quién sabe cuántas veces me ha tirado de la cama y me ha arrastrado por la habitación… A veces, permanezco así incapaz de moverme, pues me ha quitado hasta la camiseta y, cuando hace frío, me congelo… Cuántas enfermedades debería haber atrapado, si el dulcísimo Jesús no me hubiese ayudado».
Había veces en que le tiraba las cosas de la habitación y le desordenaba todo, le decía palabras obscenas y esparcía un olor nauseabundo. Una mañana, después de una noche de sufrimientos con el diablo, escribió a su director una carta, fechada el 5 de noviembre de 1912, en que le decía que había visto a su Ángel, sonriendo de alegría y él le había reprochado por no haberle ayudado, a pesar de haberle llamado en su ayuda. «Para castigarlo, decidí no mirarlo a la cara. Pero él, pobrecito, se me acercó, casi llorando y hasta que no lo miré, no quedó tranquilo. Y me dijo: Estoy siempre a tu lado y te rodeo con mi afecto. Mi cariño no se extinguirá con el fin de tu vida. Sé que tu corazón late siempre de amor por nuestro querido Jesús… No temas, debes tener paciencia. Yo estoy contigo». Muchas veces, se reía y jugaba con su Ángel con quien tenía mucha confianza y, por eso, en broma, es capaz de querer castigarlo, sabiendo muy bien, que, en esos momentos, Jesús quería que estuviera aparentemente solo para que su mérito en el triunfo contra el enemigo, fuera más grande. Por eso, por la satisfacción de haber triunfado, una vez más, de la tentación, su Ángel se le aparece sonriendo de alegría.
En algunas oportunidades, recibía cartas de su director y no podía leerlas, porque el diablo las hacía ilegibles, como si las hubiera quemado, o estaban totalmente en blanco. Entonces, ponía el crucifijo encima o les echaba agua bendita y se hacían legibles.
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Todo esto y mucho más padecieron los Santos y las almas santas… El demonio se esfuerza más en perder el alma de aquellos que viven en santidad y sus ataques son cada vez más furiosos, mientras más se esfuerza el alma del cristiano en crecer espiritualmente…
Pero…, ¡contad con la fuerza de la Santísima Virgen, victoriosa sobre Satán, y esperad la hora segura de Dios!









