(De las crónicas benedictinas) Era un ermitaño llamado Pelagio
Ya desde niño, mientras ayudaba a la pobreza de sus padres guardando las ovejas, era su vida tan ejemplar, que todo el mundo lo apellidaba santo.
Así vivió muchos años.
Muerto sus padres, vendió los escasos bienes que éstos le dejaron y se retiró al yermo. Tuvo un día allí en consentir un acto deshonesto.
Viéndose en pecado, se apoderó de él, una profunda tristeza, pues, por no perder el buen concepto en que todos le tenían, se avergonzaba de confesar su culpa.
Acertó aquellos días a pasar por allí un peregrino, el cual le dijo:
–Pelagio, confiésate, que Dios te perdonará y recobrarás la paz de tu alma.
Y desapareció.
Pelagio, entonces, quiso hacer penitencia de su pecado, pero sin resolverse a confesarlo, forjándose la ilusión de que, aún sin esto, Dios le perdonaría. Llamó a las puertas de un monasterio, donde precedido como venía de fama de santidad, fue admitido al instante.
Hizo allí una vida áspera, llena de mortificaciones, ayunos y penitencias.
Le llegó la hora de la muerte e hizo su última confesión.
Pero el que en todas las anteriores había callado por vergüenza su pecado, también lo calló en esta postrera.
Recibió el Santo Viático, murió y sepultáronle con honores de santo.
Más he aquí que aquella misma noche topó el sacristán con el cuerpo de Pelagio fuera de la sepultura.
Lo volvió a enterrar. Pero como el extraño fenómeno volviera a repetirse otras dos noches seguidas, dio aviso de ello, al abad, el cual, acudiendo al lugar con todos los monjes, exclamó:
–Pelagio, tú que en vida fuiste siempre obediente, sélo igual en la muerte. Dime, en Nombre de Dios, si es por ventura voluntad suya que coloquemos tu cuerpo en sitio de más honor.
–¡Ay!, mísero de mí! Estoy en el infierno por no haber confesado un pecado. Mira, padre abad, mira mi cuerpo.
Y el cuerpo apareció como un hierro rusiente que lanzaba chispas de sí.
Como todos huyeran espantados, llamó Pelagio al abad para que, acercándose, le sacase de la boca la partícula consagrada que aún tenía dentro de ella.
–Y ahora –añadió Pelagio– sacadme de la iglesia y arrojadme a un muladar.
Y así se hizo.

