Jose Tissot, Misionero de San Francisco de Sales
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO VI
DEBEMOS APROVECHAR NUESTRAS FALTAS PARA HACERNOSMAS PIADOSOS
Este capítulo debe conducirnos a la conclusión final del Arte de aprovechar nuestras faltas para llegar a la cumbre de la perfección, que es el fervor en el amor divino. Remitimos a los lectores que deseen conocer el misterioso génesis del amor por medio de la penitencia, a los últimos capítulos del segundo libro del Tratado del amor de Dios. Aquí basta recordar que la materia de la virtud de la penitencia son nuestros pecados, y se comprenderá fácilmente la utilidad que bajo este aspecto pueden proporcionarnos éstos.
La penitencia tiene varios actos. Vamos a considerarla en aquellos que se llaman actos del penitente, en el lenguaje teológico y popular; la confesión, la contrición y la satisfacción, y que son materia o, al menos, partes esenciales del sacramento de la reconciliación.
Nuestro Doctor nos da instrucciones profundas sobre cada uno de esos tres puntos, y a la luz de sus enseñanzas descubrimos los tesoros que nos proporcionan nuestras faltas, al ofrecernos la materia para esos actos de nuestras almas arrepentidas. En primer lugar, con el acompañamiento de esfuerzos y con las bendiciones que atrae, la confesión se nos presenta como un medio poderoso para transformar nuestras caídas en fuentes de méritos.
«Este amoroso Corazón de nuestro Redentor mide y ordena todos los acontecimientos de este mundo para bien de las almas que, sin reserva, quieren corresponder a su amor divino… Es verdad, hija mía, que nuestras faltas son espinas mientras están en nuestra alma, pero en cuanto salen de ella por medio de la confesión voluntaria se convierten en rosas y perfumes; igual que nuestra malicia las trae a nuestros corazones, la bondad del Espíritu Santo las arroja de ellos»
«Venenoso es el escorpión cuando pica, pero el aceite que de él se saca es un medicamento eficaz contra su misma picadura; el pecado es vergonzoso cuando lo cometemos, pero es honroso y saludable cuando se convierte en confesión y penitencia»
«La confesión y la contrición tienen tanta hermosura y tanta fragancia que borran la fealdad y disipan el hedor del pecado. Simón el leproso decía que Magdalena era pecadora, pero nuestro Señor decía que no: para El sólo contaban los perfumes que vertía y la grandeza de su caridad. Fiotea, si somos de verdad humildes, nos desagradará infinitamente nuestro pecado, porque es ofensa hecha a Dios; pero la confesión de ese mismo pecado nos será consoladora y agradable, porque con ella honramos a la Majestad divina; ciertamente que sirve de consuelo decir con claridad al médico la enfermedad que nos atormenta. Cuando llegues a la presencia de tu padre espiritual, imagina que estás en el monte Calvario a os pies de Jesucristo crucificado, cuya sangre preciosa fluye por todas partes para lavarte de tus iniquidades: aunque no sea la misma sangre del Salvador, es el mérito de esa sangre derramada el que baña con abundancia a los penitentes en el confesonario. Abre del todo tu corazón, para que por medio de la confesión salgan los pecados; a medida que ellos vayan saliendo, irán entrando los preciosos méritos de la sagrada pasión para llenarte de bendiciones»[190]
«En la confesión, practicarás las virtudes de humildad, obediencia, sencillez y caridad, y en este acto de confesarte ejercitarás más virtudes que en cualquier otro».
«La confesión y la penitencia honran al hombre infinitamente más de lo que el pecado o había rebajado»
«¡Dios mío! ¡Qué alegría para el corazón de un padre amoroso oír a su hija que se arrepiente de haber sido envidiosa y perversa! ¡Feliz envidia, que ha sido seguida de una confesión sencilla! Vuestra mano, al escribir esta carta, llevaba a cabo una hazaña más valiente que todas las de Alejandro Magno»
El P. La Puente tiene sobre este punto consideraciones admirables. Hace notar los actos virtuosos que se multiplican con la confesión de nuestras culpas, e incluso la llama obra de virtud sobrehumana. Esto es, dice, lo que parece insinuar Job, cuando delante de Dios asegura que no ha sido nunca «como un hombre que encubrió su pecado, ni ocultó en su pecho su iniquidad» (Job 31, 33).
San Gregorio afirma que muchas veces se necesita más valor para confesar un pecado que el que hubiera sido preciso para evitarlo; y es conocida la frase de San Agustín: «Dios acusa vuestras faltas; si sois vosotros quienes os acusáis, ya estáis unidos a El.»
Cuando se piensa que un pecado cometido una sola vez puede llegar a ser, por acusaciones cien veces repetidas, la ocasión de virtudes y de méritos innumerables, se comprende que se pueda decir: Felix culpa! ¡Bendita culpa!
2. Estas mismas reflexiones se aplican con mayor fuerza todavía a la contrición. El autor del Teótimo nos descubre el papel que desempeña la divina caridad «con su amoroso dolor y su doloroso amor». «La naturaleza, que yo sepa, nunca convierte el fuego en agua, aunque muchas aguas se convierten en fuego; pero Dios hizo esto una vez por milagro, según se escribe en el libro de los Macabeos (2 Mac 1, 19.)
Cuando os hijos de Israel fueron llevados cautivos a Babilonia, en tiempos de Sedecías, los sacerdotes, por consejo de Jeremías, arrojaron el fuego sagrado en un pozo seco que había en un valle; a la vuelta, los hijos de aquellos que lo arrojaron, lo buscaron por las señas que sus padres les habían dado, lo encontraron convertido en un agua muy espesa, la sacaron de allí y, vertiéndola sobre los sacrificios, como se lo ordenó Nehemías, en cuanto los rayos del sol la tocaron, se convirtió en un gran fuego.
»Teótimo, entre las tribulaciones y los llantos de un vivo arrepentimiento, Dios introduce muy de ordinario, en lo hondo de nuestro corazón, el fuego sagrado de su amor: después este amor se convierte en agua copiosa de lágrimas, las cuales, por otra nueva transformación, se vuelven a convertir en otro mayor fuego de amor. Así, la célebre amante arrepentida amó primero al Salvador, y este amor se convirtió en llanto, y este llanto en un amor más excelente, y por eso dijo el Señor que se le habían perdonado muchos pecados, porque había amado mucho; y como la experiencia nos enseña que el fuego convierte el vino en un agua, que casi todos llaman aguardiente, la cual concibe y alimenta el fuego con tanta facilidad, que por eso la llaman agua ardiente: así también la consideración amorosa de la bondad que, siendo soberanamente amable, es ofendida por el pecado, produce el agua de la santa penitencia y, después, recíprocamente, de ella sale el fuego del amor divino; bien la podemos llamar con propiedad agua de vida y ardiente»
«Teótimo, te ruego que mires a la Magdalena,cómo llora de amor: Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto, dice; pero cuando lo halló por sus llantos, o tiene y lo posee por amor. El amor imperfecto o desea y solicita; la penitencia o busca y lo halla; el amor perfecto o tiene y o conserva. Igual que se dice de os rubíes de Etiopía, que tienen un color de fuego muy apagado y blanquecino, pero que, si se echan en vinagre, se encienden y brillan intensamente, así el amor que precede al arrepentimiento es, ordinariamente, un amor imperfecto, pero cuando se baña con la amargura de la penitencia, toma fuerzas y llega a ser un amor excelente»
«No es razón que el pecado tenga tanta fuerza contra la caridad, como la caridad tiene contra el pecado, porque éste procede de nuestra flaqueza, y la caridad procede del amor divino. Si el pecado abunda en malicia para destruir, la gracia sobreabunda para reparar; y la misericordia de Dios, por la cual se borra el pecado, se exalta siempre y se muestra gloriosamente triunfante contra el rigor del juicio con que Dios había olvidado las buenas obras que precedieron al pecado. Así siempre, en las curas corporales que Cristo nuestro Señor hacía por milagro, no sólo restituía la salud, sino que añadía nuevas bendiciones, haciendo que el remedio excediese a la enfermedad: así de bondadoso es con los hombres»
San Bernardo habla del perfume de la contrición unguentum contritionis. «Es aquel que elabora cl alma envuelta en muchísimos crímenes, cuando poniéndose a reflexionar sobre su conducta, recoge, reúne y tritura en el seno de su conciencia una infinidad de pecados de todas clases y, después, echándolos al fondo de un corazón inflamado, los hace arder en cierto modo con el fuego del arrepentimiento y del dolor. Entonces puede decir con el Profeta: Mi dolor se renovó, se inflamó mi corazón dentro de mí, y en mi meditación se encendían llamas de fuego, cuando pensaba en mis crímenes pasados (Salm 38, 4)».
No es necesario ir muylejos para buscar la materia de este perfume: la encontraremos sin trabajo en nosotros mismos y la recogeremos abundantemente en nuestro jardín, siempre que tengamos necesidad: a menos que nos forjemos ilusiones, ¿quién no ha cometido un gran número de pecados y de iniquidades?»
4. Los sentimientos más vivos y más poderorosos vienen a rodear al alma verdaderamente penitente, y a penetrar en ella por la brecha abierta por el pecado, para centuplicar en ella el amor hacia la Divinidad ultrajada: el sentimiento de haber herido el corazón de Dios, el agradecimiento por su paciencia, por sus repetidos dones y por la efusión de su perdón, la necesidad de hacerle olvidar la infidelidad pasada, y un no sé qué, amargo y suave a la vez, que nos lleva a llorar con la Magdalena ante el Salvador, y a llorar cada vez más, a medida que con mayor agrado nos permite que le besemos los pies y acoge con mayor misericordia nuestro arrepentimiento. ¿No hay en todo esto materia para encender en el alma contrita una llama de caridad que antes de cometer la falta no tenía? Si se mantienen estas disposiciones con el recuerdo de los pecados ¿hasta qué incendios divinos se podrá llegar?
«Cuanto más nos sumergimos en el amor de Dios, más penetrante es este recuerdo y más estimula a amar a un Ser tan indignamente ultrajado.» La falta sólo ha durado un instante; este incendio puede durar toda la vida. Puede aumentar cada vez que volvamos a pensar en dicha falta. Más todavía, puede llegar a ser eterno. En efecto, si todo recuerdo voluntario, con aprobación y complacencia, de una falta cometida es una nueva mancha, también es justo que cada vez que el alma justificada condena y se duele y reprueba sus antiguos pecados, sea recompensada con nuevos méritos. Como estas detestaciones se pueden multiplicar hasta el infinito, ¿hasta dónde alcanzará la posible suma de estos méritos?
Según costumbre inmemorial, no pasa un peregrino ante la tumba de Absalón, en el valle de Josafat, sin proferir una afrenta a la memoria de ese hijo desnaturalizado y arrojar una piedra contra su mausoleo. Bajo los guijarros acumulados por la indignación pública, este sepulcro de un malvado ha llegado a ser el monumento del respeto de los pueblos hacia el cuarto mandamiento: Honra a tu padre y a tu madre. De la misma manera, cada una de nuestras faltas, si la hacemos objeto de incesantes sentimientos y pena por haberla cometido, puede servir de base a una montaña de méritos.
¿Quién es capaz de decir el valor y la fecundidad que a estos arrepentimientos añade la absolución sacramental, cada vez que sometemos a ella nuestros pecados pasados? No solamente la gracia santificante vuelve a florecer más abundante y espléndida, con aumentos proporcionados a las disposiciones del penitente, sino que la sangre de Jesucristo cubre como una púrpura divina el sitio de las manchas que ha borrado, y las sustituye por una savia de energía sobrenatural, frecuentemente más vigorosa que antes de la caída.
Es preciso colocarse en esta perspectiva, para comprender las frases, que parecen paradójicas, de quienes han tratado o hablan del arte de aprovechar nuestras faltas. Hay a nuestro juicio, en todos estos pensamientos, un océano infinito de consuelos. Se siente uno movido a aplicar al pecado o que el Profeta Oseas y el Apóstol San Pablo dicen acerca de la muerte: Ha sido absorbido por la victoria ( Os 13, 14; I Cor 15, 54.) por la victoria del amor.
( Continuará)

