Jose Tissot, Misionero de San Francisco de Sales
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO IV
CONTINUACION DEL ANTERIOR
1. Hemos visto lo que nos dicen la Teología y los Santos acerca de la confianza en la divina misericordia, que deben inspirarnos nuestras faltas.
Dejemos que ahora nos hable el Doctor de Annecy:
«Me preguntáis, queridas hijas mías, si un alma que tiene conocimiento de su miseria puede ir a Dios con gran confianza. A esto os contesto que no solamente el alma que tiene conocimiento de su miseria puede tener gran confianza en Dios, sino que no puede tener verdadera confianza, si no tiene conocimiento de su miseria; porque este
conocimiento y confesión de nuestra nada nos acerca mucho a Dios. Por eso todos los grandes Santos, como Job, David y otros, comenzaban sus oraciones por la confesión de su miseria y de su dignidad; es una excelente cosa reconocerse pobre, vil y miserable,indigno de comparecer ante la presencia de Dios.
»Esa frase célebre entre los antiguos: Conócete a ti mismo, aunque se refiera al conocimiento de la grandeza y excelencia del alma, para no envilecerla ni profanarla con cosas indignas de su nobleza, se entiende del conocimiento de nuestra indignidad, imperfección y miseria; cuanto más miserables reconozcamos que somos, tanto más confiaremos en la bondad y misericordia de Dios, que la una no puede ejercerse sin la otra. Si Dios no hubiese creado al hombre, hubiera sido, no obstante, verdaderamente bueno, pero no hubiese sido actualmente misericordioso, por cuanto la misericordia no se ejerce sino con los miserables.
»Ya veis que, cuanto más miserables nos reconozcamos, más motivos tendremos para confiar en Dios, pues nada tenemos de nuestra parte para confiar en nosotros mismos. La desconfianza propia proviene del conocimiento de nuestras imperfecciones. Bueno es que desconfiemos de nosotros, pero ¿de qué nos serviría, si no pusiésemos toda nuestra confianza en Dios y no esperásemos en su misericordia? »Las faltas y las infidelidades en que todos los días caemos deben causarnos vergüenza y confusión, cuando queremos acercarnos a nuestro Señor; así, leemos que ha habido grandes almas, como Santa Catalina de Siena y Santa Teresa de Jesús, que cuando caían en una falta sentían estas grandes confusiones, porque es razonable que habiendo ofendido a Dios, nos retiremos por humildad y permanezcamos confusos, como nos acontece cuando ofendemos a un amigo, que sentimos vergüenza de acercarnos a él. Pero no hay que estancarse aquí, porque estas virtudes de la humildad, de la confusión y del desprecio de sí son medios para subir hasta la unión con Dios. No sería gran cosa anonadarse y desprenderse de uno mismo (cosa que se hace por medio de los actos de confusión), si no se hiciese para entregarse del todo a Dios, como nos enseña San Pablo cuando nos dice: Despojaos del hombre viejo y revestíos del nuevo (Col 3, 910). Este pequeño retroceso no tiene más objeto que abandonarse mejor en Dios por un acto de amor y de confianza. Para concluir este primer punto, resumiré: es muy bueno sentir confusión, cuando tenemos el conocimiento y el sentimiento de nuestra miseria y de nuestra imperfección, pero no hay que detenerse aquí, ni caer en el desaliento, sino levantar el corazón a Dios con una santa confianza, cuyo fundamento debe estar en El, no en nosotros; si nosotros cambiamos, El no cambia jamás y sigue siendo siempre tan bueno y misericordioso, igual cuando somos débiles e imperfectos que cuando somos fuertes y perfectos.
»Acostumbro a decir que el trono de la misericordia de Dios es nuestra miseria. Así pues, cuanto mayor sea nuestra miseria, más grande debe ser nuestra confianza»
2. «No tenéis motivo para dudar de que Dios os mira con amor, porque trata con amor a los más grandes pecadores del mundo, por muy poco que sea el deseo que tienen de convertirse, con tal que ese deseo sea verdadero. ¡Es un Corazón tan dulce, tan manso, tan condescendiente, tan amante de las criaturas miserables, si reconocen su miseria, es tan benigno con los pequeños, tan bondadoso con los penitentes! ¿Quién podrá no amar a este Corazón de padre que siente un cariño de madre hacia nosotros?
»No deben agradarnos nuestras imperfecciones, y debemos decir con el Apóstol: ¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Rom 7, 24), pero tampoco deben admirarnos ni desalentarnos; debemos sacar de ellas sumisión, humildad, desconfianza de nuestras propias fuerzas, no desánimo, ni aflicción de corazón, ni mucho menos desconfianza en el amor de Dios hacia nosotros. Dios no ama
nuestras imperfecciones ni nuestros pecados veniales, pero nos ama a pesar de ellos. Igual que la debilidad y enfermedad de un hijo desagradan a su madre, pero, a pesar de ellas, no deja de amarle, y lo ama con ternura y compasión, así también, aunque Dios no ama nuestras imperfecciones y pecados veniales, no deja por eso de amarnos tiernamente. Tuvo razón David para decir a nuestro Señor: Ten misericordia, Señor, porque estoy enfermo (Salm 6, 3).
»Pues bien, querida hija mía, estad contenta: nuestro Señor os mira, y os mira con amor y con tanto más ternura cuanto más enferma estéis. No permitáis nunca que vuestro espíritu alimente voluntariamente ideas contrarias a éstas, y cuando os asalten no os detengáis en ellas: apartad vuestra vista de su iniquidad, y volvedla a Dios con humildad valerosa, para hablarle de su bondad inefable con la que ama nuestra ruin, pobre y miserable naturaleza humana, a pesar de sus enfermedades»
«Gloriaos de no ser nada; estad satisfecha de ello, pues así vuestra miseria sirve de objeto a la bondad de Dios para ejercitar su misericordia. »Entre los mendigos, se tienen como os mejores y más aptos para conseguir limosna aquellos que son más miserables y cuyas llagas son más grandes y horribles. Nosotros somos también mendigos; los más miserables son de mejor condición: la misericordia de Dios los mira con más afecto. »Humillémonos, os o ruego, y no pregonemos más que nuestras llagas y miserias a la puerta del templo de la piedad divina; pero hacedlo con alegría, sintiendo el consuelo de ser pobre y viuda, para que el Señor venga a establecer su reino en vuestro corazón»
«La exhortación más persuasiva que nos hacen los mendigos es exponer a nuestra vista sus úlceras y sus necesidades»
«En cuanto a la absolución, que me pedís de vuestros pecados de tantos años, debéis saber, hija mía muy querida, que Dios por su bondad los ha borrado desde el instante en que quisisteis darle vuestro corazón, con la determinación que su inspiración os hizo tomar de no vivir más que para El. Sin embargo, podéis repetir con gran provecho la súplica de aquel penitente que decía: Señor, lávame todavía más de mi iniquidad, y límpiame de mi pecado (Salm 50, 4), con tal de que sea con verdadera y sencilla confianza en su soberana bondad, y os aseguro que no os faltará su misericordia»[160]. «Levantad con frecuencia vuestro corazón con santa confianza, mezclada de profunda humildad, hacia el Redentor, como diciéndole: soy miserable, Señor; tomad mis miserias en el seno de vuestra misericordia, y me llevaréis con vuestra paternal mano hasta el gozo de vuestra herencia; soy ruin y miserable, pero me acogeréis en el día de mi muerte, porque esperé en Vos, y he deseado ser vuestra»
«No os desaniméis; os pido por nuestro común amor, que es Jesucristo, que viváis completamente tranquila en medio de vuestras flaquezas. Me gloriaré de mis flaquezas —dice San Pablo—, para que el poder de Cristo me sostenga (2 Cor 12, 9). Si., porque nuestra miseria sirve de trono para hacer que brille la bondad soberana de nuestro Señor»
«Querida hija mía, tened paz; no os inquietéis con vuestras imperfecciones, sino tened los ojos puestos en la infinita bondad de Aquel que, para conservarnos en la humildad, nos deja que vivamos en nuestras enfermedades. Poned toda vuestra confianza en su bondad y tendrá tanto cuidado de vuestra alma y de todo lo que a ella se refiere, que no os lo podríais imaginar nunca.
»Y si no habéis correspondido bien hasta ahora, hay buen remedio correspondiendo bien en adelante. Vuestras miserias y flaquezas no os deben asombrar; Dios ha visto otras
muchas, y su misericordia no rechaza a os miserables, sino que se ejercita en hacerles bien, sabiendo sacar de su mezquindad motivos para su gloria». «Nuestras miserias y flaquezas, por grandes que sean, no deben desalentarnos, pero sí nos deben humillar y hacer que nos arrojemos en brazos de la divina misericordia, la cual será tanto más glorificada en nosotros, cuanto mayores sean esas miserias nuestras, si sabemos levantarnos, cosa que debemos esperar con la gracia de nuestro Señor»
3. San Francisco de Sales quería que las personas encargadas de la dirección de las almas cuidasen especialmente de levantar el ánimo y estimular la confianza. Por eso escribía a una Superiora, que llegó a ser tristemente célebre, a propósito de una joven que él le había confiado: «Sois un poco demasiado severa con esa pobre joven. No hay necesidad de reprenderla tanto, pues tiene buenos deseos. Decidle que por mucho que tropiece no se asombre ni se impaciente consigo misma; que vuelva su mirada hacia nuestro Señor, que desde el Cielo la ve como un padre a una hija que, todavía débil, está empezando a dar los primeros pasos, y le dice: «Despacio, hija mía». Y si cae la anima: «Te has caído, pero no importa, no lores», se acerca y le tiende la mano. Si esa joven es una niña en humildad, y sabe que es una niña, no se asombrará de caer y no caerá de tan alto»
El bondadoso Doctor daba instrucciones semejantes, y más concretas todavía, a los confesores. Después de recordarles que los penitentes les llaman con el nombre de «padre» y que deben tener un «corazón paternal, recibiéndolos con el máximo amor, a pesar de sus defectos», añade: «Aunque el hijo pródigo volvió harapiento, lleno de suciedad y hediondo por haber estado entre cerdos, su padre, sin embargo, lo abraza, lo besa amorosamente y llora sobre su hombro; porque era padre, y el corazón de los padres es tierno para el corazón de los hijos.» Indica también el Santo la manera de recibir a un penitente propenso al desaliento y a la desesperación:
«Si le veis temeroso, abatido y con desconfianza de obtener el perdón de sus pecados, animadlo, haciéndole ver el gran contento que Dios tiene con la penitencia de os grandes pecadores; que cuanto mayor es nuestra miseria, más glorificada es la misericordia de Dios; que nuestro Señor pidió a su Eterno Padre por aquellos que o estaban crucificando, para hacernos saber que, aunque le hubiésemos crucificado con nuestras propias manos, nos perdonaría con mucha liberalidad; que Dios tiene en tanta estima la penitencia, que la más pequeña del mundo, si es verdadera, hace que se olvide de toda clase de pecados, de manera que, si los condenados y los mismos demonios la pudieran tener, todos sus pecados les serían perdonados; que os mayores Santos han sido grandes pecadores: San Pedro, San Mateo, Santa María Magdalena, David, etc.; y en fin, que el mayor agravio que puede hacerse a la bondad de Dios y a la muerte y pasión de Jesucristo, es no tener confianza de obtener el perdón de nuestras iniquidades; y que la remisión de os pecados es un artículo de nuestra fe, con el fin de que no dudemos de obtenerla, cuando recurrimos al sacramento que nuestro Señor ha instituido para este efecto»
4. Es sabido con qué perfección San Francisco de Sales practicaba esta mansedumbre con sus penitentes. Penetrado de estos sentimientos, los llevaba él mismo a la práctica; sus contemporáneos y sus confidentes nos lo atestiguan: «Yo le oí muchas veces alabar la inclinación que tenía Santa Teresa a leer vidas de los santos que habían sido grandes pecadores, porque en ellas veía resplandecer la grandeza de la divina misericordia por encima de la grandeza de sus propias miserias.»
El Santo escribía a Santa Juana Francisca de Chantal: «No sé cómo estoy hecho: por más que me siento miserable, no me perturbo; e incluso muchas veces me alegro de serlo, pensando que soy una buena carga para la misericordia de Dios.» Por último, el P. La Riviére dice, hablando del santo obispo: «No es posible expresar el dolor amoroso que sentía con cada falta, acompañado de un temor filial, de un sentimiento agridulce, de un abandono absoluto, y de una esperanza grande en la incomprensible bondad de Dios. Esta excelente persona había sido instruido por el Espíritu Santo, desde su más tierna juventud, a mirar a Dios, aunque caía en imperfecciones, como a un Padre soberanamente amable y benigno, que destruye hasta la última de esas imperfecciones, cuando se tiene arrepentimiento, que las anega en el océano de su misericordia, y que las consume con el fuego de su infinita caridad. De esto resultaba que, si alguna vez tropezaba ligeramente y quebrantaba sus buenos propósitos, se reponía sin desalentarse ni impacientarse, dirigiendo una mirada a nuestro benigno Salvador con absoluta confianza»
( Continuará)

