Jose Tissot, Misionero de San Francisco de Sales
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO II
NO DEBEMOS TURBARNOS A LA VISTA DE NUESTRAS FALTAS
1.«La tristeza que es según Dios, dice San Pablo, produce una penitencia o enmienda constante para la salvación; la tristeza del mundo causa la muerte (2 Cor 7, 10). Así pues, la tristeza puede ser buena o mala, según os efectos que cause en nosotros. Es verdad que causa más efectos malos que buenos, pues éstos son dos: misericordia y penitencia; mientras que los malos son seis: congoja, pereza, indignación, celos, envidia e impaciencia. Esto hizo decir al Sabio: A muchos mató la tristeza y no hay utilidad en ella (Ecles 30, 25), pues para dos arroyos buenos que nacen del manantial de la tristeza, nacen seis malos»[
Por eso el demonio hace grandes esfuerzos para producir en nosotros esa mala tristeza y, para conseguir desalentar al alma y desesperarla, intenta antes que nada perturbarla. En esto no necesita hacer grandes esfuerzos para sugerir pretextos: —¿No es bastante motivo para afligirse el haber ofendido la Majestad soberana, haber ultrajado la belleza infinita, haber herido el corazón del más entrañable de los Padres? —Si., ciertamente— nos contesta San Francisco de Sales—; preciso es entristecerse, pero con arrepentimiento verdadero y no con un dolor malhumorado lleno de despecho y de indignación. El verdadero arrepentimiento, como todo sentimiento inspirado por el buen Espíritu, es sosegado: non in commotione Dominus (3 Rey 19, 11) (donde hay perturbación no está el Señor). Donde empiezan la inquietud y la perturbación, la tristeza buena deja el lugar a la mala.
«La tristeza mala turba el alma, la llena de inquietud, le ocasiona temores desordenados, causa disgusto en la oración, aturde y debilita la cabeza, deja el alma sin consejo, sin resolución, sin juicio y sin ánimo, y agosta las fuerzas; en una palabra, es como un invierno riguroso que marchita toda la hermosura de la tierra y aletarga a todos los animales, porque la tristeza quita suavidad al alma y la deja como paralítica y privada de todas sus facultades»
Muchas almas reconocerán en estos síntomas la turbación de que se han dejado llevar después de sus faltas, y los estragos que en ellas ha causado. Habían comenzado con fervor, se pusieron en camino con resolución, siguiendo las huellas del Maestro, subiendo las duras pendientes del Calvario. Sobrevino una caída y quedaron turbadas. Sin embargo, lograron rehacerse: el arrepentimiento y la absolución sacramental lo repararon todo. A pesar de ello, no paran de mirarse y remirarse con ansiedad, vuelven a repasar sus heridas apenas cicatrizadas, hurgan en ellas, las enconan queriendo curarlas con despecho e impaciencia; no tienen en cuenta que «nada hay que conserve nuestras manchas como la inquietud y el apresuramieto por quitarlas»[26]. Mientras tanto, se acorta el paso. Ya no corren, caminan con dificultad, se arrastran descontentas de sí mismas y hasta casi de Dios mismo, sin confianza en la oración, sin más disposición que el miedo cuando reciben los Sacramentos; hasta que una circunstancia especial—una confesión bien hecha, un retiro—viene a devolver a estas almas, por un momento, el fervor que tuvieron en un principio. Pero poco después de esta conversión, si continúan dominadas por la turbación, nuevas caídas o simplemente el recuerdo de las faltas pasadas agravarán el desaliento; vuelven al paso cansino, y Dios quiera que no acaben cayendo en una inercia sin remedio, a fuerza de vacilaciones y lentitudes.
2. ¿Qué es lo que ha venido a detener vuestros esfuerzos? Corríais bien: ¿quién os ha detenido?, pregunta el Apóstol (Gál 5, 7). La turbación, responde el autor de Filotea: «Si
no os hubiéseis desconcertado al primer tropiezo, sino que hubiéseis cogido tranquilamente el corazón entre las manos, no habríais dado el siguiente traspiés.» Por eso el amable Santo insiste, para comunicar a los demás «la paz deseada, huésped amadísima, fidelísima y perpetua de su corazón».Por eso recomienda tanto la calma y la paciencia, en primer lugar consigo mismo.
«Guardaos de las precipitaciones y de las inquietudes, porque no hay nada que nos estorbe más para caminar en la perfección»
«¿Por qué os pájaros y otros animales quedan presos en las redes? Porque cuando han entrado en ellas, se agitan y forcejean desordenadamente para salir, y esto hace que se enreden cada vez más. Si caemos en las redes de algunas imperfecciones, no saldremos de ellas a base de inquietud, sino que, al contrario, nos enredaremos más»
«Hay que llevar con paciencia la lentitud de nuestra perfección, poniendo siempre de nuestra parte todo lo que podamos para ir avanzando»
«Así, pues, esperemos con paciencia que vamos a mejorar y, en vez de inquietarnos por haber hecho poca cosa en el pasado, procuremos con diligencia hacer más en el futuro»
«No perdamos la paz al vernos siempre como principiantes en el ejercicio de las virtudes, porque en estos trabajos siempre debemos todos considerarnos principiantes; durante toda la vida estaremos sometidos a prueba, y considerarse como habiendo superado todas ellas es la señal más clara no sóo de no haberlas superado, sino de incapacidad para seguir siendo probado. La obligación de servir a Dios y de progresar en su amor dura hasta la muerte.
«Alguno puede decirme: ¿cómo puedo no entristecerme ni inquietarme, si me doy cuenta de que por mi culpa voy retrasado en el aprovechamiento de las virtudes? »Ya dije en la Introducción a la vida devota, y ahora vuelvo a deciro gustoso, porque nunca se dirá bastante: Conviene arrepentirse con un arrepentimiento fuerte y sosegado, constante y tranquilo, pero sin permitir que nos turbe, nos inquiete o nos desanime»
3. Ya se ve, por las citas que preceden, y todavía se verá mejor por los textos que citaremos a continuación, que el santo Doctor no sólo recomienda la calma y la paciencia consigo mismas a las almas justas e inocentes, sino también, y de modo especial, a las que han tenido la desgracia de cometer faltas. «Si alguna vez sentís impaciencia, no os turbéis por ello: procurad rehaceros rápidamente y con suavidad»
«Os preocupáis demasiado por los arranques de vuestro amor propio, que, sin duda, son frecuentes; pero nunca serán peligrosos si, con tranquilidad, sin enfadaros porque son una molestia, sin extrañaros porque son muchos, os decís: ¡No! Caminad con sencillez, no ansiéis tanto el reposo del espíritu, y así lo tendréis»
«Tened paciencia con todo el mundo, pero principalmente con vos misma: quiero decir que no perdáis la tranquilidad por causa de vuestras imperfecciones y que siempre tengáis ánimo para levantaros. Me da alegría ver que cada día recomenzáis; no hay mejor medio para acabar bien la vida que el de volver a empezar siempre, y no pensar nunca que ya hemos hecho bastante»
«Por mucho que mortifiquemos la carne, siempre sentiremos su rebelión. Siempre las distracciones interrumpirán nuestra atención, y así en todo lo demás, ¿nos vamos a inquietar, a perder la paz, a afligirnos por eso? De ningún modo»
«No os enfadéis ni asustéis al sentir que bullen en vuestra alma todas las imperfecciones que me habéis referido; no, os lo suplico, porque si bien es cierto que hay que tratar de arrojarlas del alma y hay que detestarlas para enmendarse, es necesario no afligirse con angustia, sino con una pena que dé ánimos, y tranquila, que de lugar a un propósito sereno y firme de corregirse»
«Hay que huir del mal, pero sin perder la calma ni el sosiego, porque de otra manera, al intentar evitarlo, podríamos caernos y dar tiempo al enemigo para que nos mate. Hasta la misma penitencia hay que hacerla con paz. He aquí, dice Isaías, que mi amargura es amarguísima y está en paz (38, 17)»
«Nada nos debe disgustar ni enfadar, sino sólo el pecado; pero incluso en el fondo de este disgusto debe haber alegría y consuelo santo»
«Quien sólo a Dios pertenece no se contrista nunca, si no es por haberle ofendido, pero esta tristeza por la ofensa está como asentada en una profunda, tranquila y sosegada humildad y sumisión, después de la cual se levanta de nuevo con una tranquila y perfecta confianza en la bondad divina, sin desazón ni despecho»
«En resumen, no os enfadéis, o por lo menos, no os turbéis porque os habéis turbado, no os alteréis porque os habéis alterado, no os inquietéis porque esas molestas pasiones os han inquietado; tomad vuestro corazón y ponedlo suavemente en manos de nuestro Señor…Haced que vuestro corazón vuelva a estar en paz con vos misma… aunque estéis tan llena de miserias»
«Cuando veáis vuestro corazón amargado, no hagáis más que cogerlo con la punta de los dedos, no de un puñado, no bruscamente… Es preciso tener paciencia consigo mismo y lisonjear al corazón alentándole; y cuando está intranquilo, hay que contenerlo como se contiene a un caballo con la brida, meterle firmemente en cintura, sin permitirle correr tras los sentimientos desordenados»
«Tened mucho cuidado con no turbaros cuando hayáis cometido alguna falta, pero humillaos cuanto antes delante de Dios, con un sentimiento sosegado y amoroso, que haga nacer en vos la confianza de recurrir inmediatamente a su bondad y que os inspire la seguridad de que os ayudará a enmendaros… Cuando os suceda que cometáis alguna falta, cualquiera que sea, pedid con sencillez perdón a nuestro Señor y decidle que estáis segura de que os ama mucho y de que os va a perdonar»
4. Para combatir con mayor eficacia el desasosiego que es tan perjudicial, San Francisco de Sales procura descubrir cuál es la causa ordinaria, por no decir única, de esta falta de paz. Es el amor propio, el buscarse a sí mismo. Ya lo había dicho Santa Teresa: «con verdadera humildad, aunque el alma se reconozca mala, y por ello esté triste, esta tristeza no va acompañada de turbación ni de inquietud; no produce en el espíritu ni oscuridad ni aridez, sino por el contrario, consuelo. El alma se aflige de haber ofendido a Dios, pero por otra parte se dilata en la esperanza de su misericordia. Tiene luz para confundirse ella misma y para alabar a Dios, que tanto la ha sufrido. Mas en la humildad falsa, que da el demonio, no hay luz para cosa alguna buena. Parece que Dios pone todo a sangre y fuego. Es ésta una invención del demonio de las más perniciosas, sutiles y disimuladas, que yo he entendido de él»
Por eso, perturbarse después del pecado es un mal muy corriente. «Humillarse por las propias miserias, ha dicho un santo sacredote, es muy bueno y pocas personas o comprenden; inquietarse y perder la paciencia es cosa que todo el mundo hace, pero es cosa mala, porque en esta especie de inquietud y de enfado es el amor propio el que tiene la mayor parte»
Federico Ozanan añade: «Hay dos clases de orgullo: el que está contento de sí mismo, que es el más corriente y el menos peligroso; y el que está descontento de sí, porque esperaba mucho de él mismo y se ha visto defraudado en su esperanza. Esta segunda especie de orgullo es mucho más refinada y peligrosa.»
Nuestro buen Santo persigue en todos sus ardides a este amor propio disfrazado con la máscara de la humildad: esas prisas que quiere darse el alma, no tanto para curarse como para convencerse de que está curada; esas secretas decepciones, que no permiten hacer las paces con la propia conciencia, porque resulta más cómodo considerarla como incorregible; esas melancolías que nos invaden; esa incesante y exclusiva contemplación de nuestras faltas y de nosotros mismos; esa especie de necesidad de lamentarse ante los hombres más que ante Dios, con el solapado deseo de que nos compadezcan y nos consuelen: todo esto lo pone de manifiesto el santo Doctor, y demuestra que «todo ello se produce por instigación de un cierto padre espiritual llamado amor propio»
«Uno de los principales ejercicios de la mansedumbre es el que practicamos interiormente, no impacientándonos ni contra nosotros mismos, ni contra nuestras imperfecciones. Porque, aunque es razonable sentir disgusto y pesar por haber cometido algunas faltas, este disgusto no debe ser amargo, ni enfadoso, ni despechado, ni colérico; por eso, es un gran defecto el de quienes, al impacientarse, se impacientan de su misma impaciencia, se enfadan de su mismo enfado, y mantienen de esta forma el corazón como anegado en cólera. Aunque parezca que el segundo enfado destruye al primero, es al revés, pues se deja la puerta abierta para un nuevo enfado en cuanto se presenta la primera ocasión. Aparte de que, además, la cólera, el enfado y la amargura contra sí mismo dan paso al orgullo y nacen del amor propio, que se resiente e inquieta al ver que no somos perfectos»
«No debemos sentir confusión con inquietud y tristeza; esta clase de confusión la origina el amor propio, porque nos disgustamos de no ser más perfectos, no tanto por amor de Dios como por amor de nosotros mismos[49].¡Sentimos tanto alivio al llorar nuestras faltas halagando a nuestro amor propio!»
«El excesivo cuidado que tenemos de nosotros mismos hace que nuestro espíritu pierda la tranquilidad, y nos lleva a tener un humor extravagante y desigual. Así nos sucede que, en cuanto tenemos alguna contradicción, en cuanto nos damos cuenta de nuestra falta de mortificación, cuando caemos en alguno de nuestros defectos, por pequeño que sea, nos parece que todo se ha venido abajo»
«Nuestro primer mal es que nos estimamos demasiado a nosotros mismos. Si caemos en algún pecado o en alguna imperfección, nos quedamos atónitos, desconcertados, nos sublevamos; y es porque nos creíamos ser algo bueno y sólido: al ver que no somos nada, al vernos caídos por tierra, nos enfadamos con disgusto, decepcionados acerca de nuestras propias fuerzas»
«Tened mucho cuidado con no perder la paz cuando cometáis alguna falta, ni os dejéis llevar por la autocompasión, porque todo esto proviene de la soberbia»
5. Esta es la línea de conducta que nuestro Bienaventurado propone, contra las agitaciones y las solicitudes estériles que el amor propio engendra. Tanta es la compasión que el corazón humano le inspira, que parece que se pone de su parte, cuando ha flaqueado, y en vez de apabullarlo y turbarlo más, nos dice: «No atormentéis vuestro corazón, aunque en algo se haya extraviado; tomado y volvedo a meter en vereda suavemente»
«Hija mía muy amada, cuando caigamos en alguna falta, examinemos inmediatamente nuestro corazón y preguntémosle si no sigue teniendo una viva y entera decisión de servir a Dios; es seguro que os contestará que sí, y que antes pasaría por mil muertes que abandonar esta resolución. Hacedle otra pregunta: ¿Por qué, entonces, has tropezado? ¿Por qué eres tan cobarde? —He sido atacado por sorpresa, y no sé cómo;
pero ahora me duele. ¡Hija mía! Hay que perdonarle: no ha sido infiel, sino débil. Es necesario corregirle suavemente, sin zozobra, para no irritarlo ni perturbarlo más»[55]. «Disponed vuestra alma para el sosiego, ya desde por la mañana; en el transcurso del día, procurad recordarlo con frecuencia. Si tenéis alguna desazón, no os alteréis ni os aflijáis, sino que, sin perderla de vista, humillaos serenamente ante Dios y tratad de recobrar la tranquilidad de vuestro espíritu. Decid a vuestra alma: ¡Adelante!, hemos dado un mal paso, vayamos despacito y con cuidado. Y cada vez que caigáis, haced lo mismo»
«Debemos tener sentimiento por nuestras faltas, pero con paz y serenidad; porque así como un juez castiga más acertadamente a los delincuentes dictando sentencia conforme a razón y con dominio de sí mismo, y no cuando se deja llevar por la impetuosidad y la pasión —porque el arrebato no castiga los delitos conforme a o que son, sino conforme a él le parece—, así también uno se castiga a sí mismo mucho mejor con arrepentimiento tranquilo y duradero, que con dolor amargo, impetuoso y colérico; estos arrepentimientos no son a la medida de nuestras faltas, sino de nuestras inclinaciones… »Créeme, Fiotea: igual que a un hijo le hacen más efecto las reprensiones serenas y cordiales de su padre, que las airadas y secas, así también, si nosotros, cuando nuestro corazón comete alguna falta, le reprendemos con suavidad, serenamente, usando más de compasión que de enojo y estimulándole a que rectifique, conseguiremos que dé cabida a un arrepentimiento mucho más profundo y penetrante que el que pudiera sentir por medio del despecho, la ira y la turbación»
En cuanto a mí, puedo decir que, aun teniendo grandes deseos de no incurrir por ejemplo en vanidad, si cayera y tratase de reprender a mi corazón, no le diría: ¿Es posible que, a pesar de tantos propósitos, seas tan despreciable que te dejes arrastrar por la vanidad?; muérete de vergüenza, no te atrevas a levantar os ojos al Cielo, ciego, orgulloso, traidor y desleal a tu Dios. No le diría nada de eso ni otras cosas semejantes, sino que echaría mano de consideraciones razonables, para corregirle, y le diría compasivamente: ¡Vamos, pobre corazón mío!, hemos acabado por caer en el hoyo que tantas veces nos propusimos evitar; levantémonos y huyamos para siempre; acudamos a la misericordia de Dios y esperemos que nos asista, para ser más firmes en lo sucesivo; volvamos al camino de la humildad; vigilemos mejor desde ahora, que Dios nos ayudará. Apoyado en esta reprensión, trataría de formular un firme y decidido propósito de no volver a cometer más aquella falta, poniendo los medios necesarios y siguiendo el consejo de mi director.
»De todas formas, si alguno ve que las correcciones suaves no sirven para mover su corazón, deberá emplear reprensiones más exigentes y severas, con el fin de moverlo a un profundo arrepentimiento; pero, después de haberle corregido ásperamente, no deje de ofrecerle algún estímulo, para que todo termine con una santa y filial confianza en Dios, imitando a aquel gran penitente que, viendo afligida su alma, la alentaba: ¿Por qué estás afligida, alma mía, por qué me conturbas? Espera en Dios, pues todavía le bendeciré y le confesaré, ya que es la alegría de mi rostro y mi Dios verdadero(Salm 42)»
6. Sobra decir que en todos estos consejos tan caritativos no hay ni una palabra encaminada a adormecer el alma en su pecado. A nadie se le podría aconsejar que se durmiese con una serpiente en su seno. Y sobre todo, ¿cómo podría uno no estremecerse, estando en pecado grave, ante la idea de la muerte, que puede hacer eternos el remordimiento y el castigo? ¿Cómo no quitarse de encima a un enemigo que, con su abrazo, puede arrastrarnos en cualquier instante al abismo de la eterna desgracia? Y aunque sólo se trate de pecados veniales, no podemos conservar el alma con esa
suciedad tan desagradable a Dios y cuyo peso nos irá llevando fatalmente, poco a poco, hasta el pecado mortal. Precisamente para que podamos apartarnos mejor del pecado, es por lo que el santo Doctor nos prohibe que perdamos la paz. Sabe muy bien que nada bueno se hace, cuando se obra con inquietud y enfado. Como hábil médico, sabe que para llevar a cabo una amputación difícil, hay que acariciar al enfermo y no tratarlo bruscamente: el éxito de la operación será tanto más rápido y seguro, cuanto con mayor tranquilidad se haga. Por eso, ante todo, hay que restablecer la tranquilidad y la calma.
Lo que aconsejaba a otros, él lo practicaba consigo mismo en las imperfecciones que se le escapaban: «Un día que tuve la dicha de hablar con él de cosas espirituales, dije que os pecados veniales, si bien pequeños, causaban cierta perturbación e inquietud en el corazón; pero apenas hube yo dejado de hablar, me replicó: Dispensadme, los pecados veniales no deben perturbarnos ni causarnos inquietudes, aunque sí los debemos detestar; porque la inquietud es causada por el amor propio, el cual siente enfado por el trabajo que tiene en el ejercicio de las virtudes, y porque todos los días hay que volver a empezar; mientras que el desagrado es un efecto de la gracia, que nos inspira aversión a todo o que desagrada a nuestro Creador»
»Esta era su manera de sentir en lo que se refiere al dolor que debemos tener por las ofensas diarias; esto era lo que él practicaba en semejantes ocasiones, pidiendo la gracia a nuestro Redentor, pero sin amargarse ni irritarse lo más mínimo. Anteo, luchando contra Hércules, según nos lo representan os griegos, no caía jamás en tierra sin que inmediatamente se levantase con nuevo vigor, con mayores fuerzas. De la misma manera, este hombre magnánimo luchaba continuamente con sus pasiones; si en algún momento daba un paso en falso, se levantaba con nuevo y mayor ánimo y continuaba su tarea con paciencia y tranquilidad, sin irritación y sin disgusto»
( Continuará)

