Las Parábolas de Cristo – P.Leonardo Castellani

PARÁBOLA DE LA VID Y LOS SARMIENTOS

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«Yo soy la Vid y vosotros los Sarmientos… Sin mí, nada podéis hacer» (Jo.XV, 1).

Esta es la palabra única que Cristo nos reveló el misterio de la Gracia, sobre el cual se han escrito tantas bibliotecas; y es una palabra sanjuanina; quiero decir que la trae san Juan. Verdad es que Cristo había aludido a ella en el coloquio a Nicodemos («de verdad te digo que si el hombre no naciere de nuevo, no puede entrar en el Reino»); a la Samaritana («te daré del agua viva… fuente de agua corriente hacia la vida eterna») y en las otras parábolas del Agua y de la Luz. Pero aquí directamente.

Después san Pablo glosó esta palabra en todas direcciones; después vinieron san Agustín y los Pelagianos y escribieron sobre ella como para cubrir un lienzo de pared; después santo Tomás y los Maniqueos; después Calvino y Belarmino; después Jansenio, Pascal y Luis de Molina; después Hegel y Kierkegaard; y en este tiempo, ya no se cuántos más. La cristología, la gracia y la Iglesia son los puntos capitales de las contiendas teológicas de veinte siglos: los que han ocasionado más herejías y más sabias discusiones. La larga Despedida de la Ultima Cena, salido ya Judas, es interrumpida por este brusco mandato: «Levantaos, vámonos de aquí», después del cual sigue esta parábola; lo cual indica que se pronunció en el camino al Oliveto, quizás entre las ralas viñas que entrecortaban los olivos. Ella dice así:

«Yo soy la vid verdadera
Y mi padre es el viñador
Todo sarmiento que en mí no lleve fruto
Lo cortaré
Y todo el que lleve fruto
Lo limpiaré
Para que lleve pleno fruto
Mas vosotros ya estáis limpios
Por las palabras que Yo os hablé».

(En el griego hay un juego de palabras (paranomasia) con los verbos airei y kat’airei, cortar y limpiar. Como si dijéramos: «al que lleve fruto lo podaré; al que no lo lleve, lo perderé).

«Permaneced en mí, y Yo en vosotros
Como el sarmiento no puede llevar de sí fruto
Si no permaneciere en la vid
Así tampoco vosotros
Si no permanecéis en mí
Yo soy la Vid
Vosotros los Sarmientos

Quien en Mí permanece y Yo en él
Éste llevará mucho fruto
Pues SIN MÍ NADA PODÉIS HACER.
Si alguien no permanece en mí
Será echado fuera como sarmiento podado
Se secará y será amontonado
Y arrojado al fuego
Y arderá».

Al llamarse «Vid verdadera» Cristo alude a la «vid perversa», «vid sin fruto», «vid amarga» como llamaron muchas veces los profetas al Israel prevaricador; y en la última parte de la parábola recuerda al recitado XV de Ezequiel, que amenaza con el fuego a los moradores de Jerusalén recalcitrante.

«El palo de la vid, ¿es más que un palo? ¿Habrá madera en él para hacer obra? ¿Servirá tan siquiera para percha? ¿Para colgar las ollas? Alimento del fuego. El fuego prende en él de parte a parte. Y su meollo lo hace polvo el fuego…»

El sarmiento arrojado al fuego es el hombre que no permanece injertado en Cristo, ni Cristo por tanto en él, por la gracia santificante: no solamente no lleva fruto, más se seca y es desechado; no solamente se vuelve inútil, mas al final estorba y es aniquilado. Temerosa palabra.

Misterioso injerto éste que nos incorpora al Dios humanado y edifica el «cuerpo místico» de Cristo: la solidaridad de la raza humana el completada y substituida por una solidaridad más alta, invisible, sobrenatural y milagrosa. Cristo no salvó a la «Humanidad»; el hombre no se salva por su incorporación a la Humanidad. Cristo salvó a las almas individuales una a una, si con su albedrío »permanecen en Él». Nos salvamos por nuestra incorporación a Cristo.

«Permanecer»: a nosotros nos toca solamente mantenernos, no entrar: Dios nos hace entrar. Incluso el inicio de la fe pertenece a la moción de la gracia de Dios. Toda nuestra salvación, del principio al fin, depende omnímodamente de Dios; pero Dios la desea mucho más que nosotros mismos. Entonces, ¿qué culpa tengo yo de no creer? Si Dios es el que tiene que hacerme creer, que me haga creer; y arrepentirme y justificarme y llevar fruto y perseverar hasta la muerte. Eso no puede ser. Yo me salvo por mi libre albedrío. Dios me ayuda después de yo decidido. Eso dice mi conciencia (Pelagio).

La salvación del hombre es su adopción como hijo de Dios, su injerto o incorporación en Cristo. Eso es algo que está más allá de las fuerzas y méritos de toda natura: su efección, pues, y su iniciativa pertenece a Dios: es una «gracia»; pero no temáis, a nadie puede faltar la gracia. Es tan imposible a Dios dejar de difundir la gracia como al sol suspender su luz. La gracia es el amor de Dios y Dios es el Amor por esencia (san Agustín).

«Como anda el desarrollo de los conceptos apriori fundamentales, así anda en la esfera del cristianismo la oración. Pues aquí habría que creer que el hombre se coloca del modo más libre, con el gesto más subjetivo, en una relación con lo divino, y sin embargo nos enseñan que es el Espíritu Santo la causa de la oración, de tal modo que la única oración que nos restaría libre sería el «poder orar»; bien que, mirándolo de más cerca, eso mismo es en nosotros el efecto de una causa que no somos nosotros… » (Kierkegaard, Diario, 2 dic. 1838).

(Me sorprende la ortodoxia de Kierkegaard. Si hubo un hombre expuesto por su espíritu y la circunstancia a caer en errores dogmáticos, fue él. Y sin embargo no veo que haya errado en ningún dogma; mal grado su oscura deducción del Pecado Original a partir de la «Angustia»; y malgrado muchas proposiciones sueltas dialécticamente exageradas, que se equilibran, no obstante, dos a dos).

Hay una posición central en teología: o san Agustín o Pelagio, o la afirmación o la supresión de la gracia de Dios, de la cual depende toda la doctrina cristiana. Las dos posiciones han sido llevadas al extremo después; una, por Calvino (supresión del libre albedrío); y la otra por el naturalismo moderno (identificación de la gracia con la natura). Pero necesariamente todo filósofo se pone en una dellas, pues todo filósofo tiene un juicio de valor acerca de la naturaleza humana -y por ende del camino moral del hombre- o bien no merece llamarse filósofo. Más aun, todo hombre está en una de ellas; o confía en Dios para obrar el bien, o confía en sí mismo para obrar el bien; o desespera de obrar el bien. Es irrupción de la desesperación en el problema, es un fenómeno moderno; y es la posición del llamado «existencialismo» ateo francés, pecado contra las virtudes teologales, y última prolongación del «enciclopedismo» francés del siglo XVIII, que era deísta y no ateo, que era optimista y no desesperado; pero era igualmente lúbrico, frívolo y anárquico.

En el melodrama diderotiano y victorhuguesco llamado «El Diablo y el Buen Dios», el autor o el protagonista, después de tratar de vivir en perverso, haciendo «el mal por el mal mismo», decide por capricho (tirándolo a los dados) hacer el Bien y se vuelve de golpe santo -para producir sólo dolores y quebrantos mayores, según el autor. Se vuelve santo sin empezar por el arrepentimiento y la penitencia, se cuela de rondón en el amor místico de Dios, termina antes de haber empezado; y al fin decide que no hay Dios, o que «Dios ha muerto» (cosa que había escrito Nietzsche en 1890) que es todo el «mensaje» del confuso dramón. Realmente merece que le den el Premio Nobel. Una vez que ha retratado así la doctrina cristiana, ya puede blasfemar en grande a costa de ella por toda la pieza. Hace como esos teólogos escolásticos de quienes cuenta Unamuno que se fabrican un «maniqueo» a su gusto y después lo refutan victoriosamente, mientras el maniqueo real sigue tan campante: «teólogos escolásticos» con quienes puede ser Unamuno esté haciendo lo mismo que reprocha: fabricándoselos.

Quiero decir que la exageración de la gracia por Calvino ha llevado a la negación de la gracia unida a la desesperación y al odio formal a Dios, pecado de poseídos: a una especie satánica de pelagio-calvinismo. Bien, ¿para qué preocuparse de ellos? ¡Que se preocupe Victoria Ocampo! San Pedro ya los conoció en su tiempo: «nubes sin agua, hinchados de fábulas de vieja, que van desatados hacia la tempestad de las tinieblas», con Premio Nobel y todo.

Nosotros cantemos los dones del amor de Dios al hombre, la creación, el libre albedrío, la gracia santificante y la gloria del cielo; que no es sino la gracia al fin triunfante y manifiesta para siempre, por Cristo Nuestro Señor -en medio de la confusa batahola de diez mil errores que no son sino uno solo; y habrán de amontonarse un día en uno solo, como los sarmientos secos, para ser arrojados al fuego.

Creo en lo que reveló el Hijo de Dios: que sin Él yo nada puedo, y en Él lo puedo todo en orden a la salvación, que es el todo en todo. «Credo quidquid dixit Dei Filius» cantó santo Tomás con voz de querube. Creo pues en lo siguiente:

Que el hombre fue creado en estado de justicia sobrenatural y adopción divina; que cayó por su culpa; y que fue reparado por la Encarnación y la muerte del Verbo de Dios;
Que la gracia de Dios o unión mística con Cristo es absolutamente necesaria para toda obra buena salvífica;
Que aunque sin la gracia el hombre puede conocer algunas verdades, poner algunos actos naturalmente honestos e inventar la «Moral Laica» de Agustín Álvarez, aunque no cumplirla; sin embargo no puede guardar la Ley Natural mucho tiempo; no puede ni creer con fe sobrenatural ni convertirse a Dios; no puede resistir por siempre a las tentaciones graves, no puede sin especial privilegio (como el concedido a María Santísima) eliminar la concupiscencia, y evitar todos los pecados leves.
Que Dios no manda nada imposible, que su gracia está ofrecida a todos, incluso a los infieles.
Que el endurecimiento en el pecado no se da sino como castigo del pecado; que Dios no niega la gracia suficiente ni siquiera a los endurecidos (en cuyo albedrío está volverla de «suficiente», «eficaz»); y que al que hace lo que está en sí, no le puede fallar la gracia.
Que aunque sea gratuita, hay que orar por la gracia; y que aun los que están perfectamente santificados, necesitan de la gracia: más que los demás, a osadas.
Que todos los justos pueden perseverar si quieren, no empero mucho tiempo sin el auxilio de la gracia; y que la perseverancia final es un gran don de Dios; el cual en el cielo corona lo que Él mismo ha hecho -y que el hombre ha hecho al mismo tiempo con Él.
Que la gracia de Dios así coopera con la voluntad humana; que ninguna cosa buena hace el hombre que no la haga Dios juntamente, como los colores los hace la luz a la vez y el cuerpo que la refracta, en causalidad recíproca.
Que la gracia habitual es un don sobrenatural permanente, que no sólo reviste al alma más la penetra; por el cual se borran los pecados, el hombre es renovado internamente, en él habita el espíritu de Dios, se hace consorte de la natura divina, hijo de Dios adoptivo, heredero del Reino Celeste, y amigo de Dios.
Que los justos por la cooperación a la gracia realmente merecen el Reino Celeste, que ganan realmente la vida eterna así como el aumento de la gracia y el éxito de sus peticiones, aunque no la justificación misma; y que las condiciones del mérito son el estado de gracia, el libre albedrío, y la promesa de Dios.
Que estoy lleno de gozo de que mi salvación dependa de Dios principalmente y no de mí solo.

Después de este Credo que al fin todos saben, pero que repetir no está de más, contaré una anécdota verídica: un religioso viejo me dijo un día: «yo he dicho ya 12.638 misas (pues las he contado), he dado 56 tandas de ejercicios y todas a mujeres casadas, y he escrito 18 libros devotos; me parece que me he ganado el cielo…» ¡No lo creas! ¡Siervos inútiles somos! El cielo es un don gratuito de Dios, que corona nuestras buenas obras que son también de Dios. A lo cual un protestante que estaba presente se levantó, me dio la mano y me dijo: «Usted es de los nuestros».

No lo creas tampoco.
Ningún hombre puede saber de cierto que está justificado, si no por expresa revelación de Dios.

Ningún justo puede estar seguro de perseverar sino por expresa revelación de Dios.
Ninguno puede gloriarse de lo que ha hecho, pues ¿qué cosa tienes que no hayas recibido?
Al parangón del cielo, todas nuestras obras, en cuanto nuestras, son basura; y es la luz de la gracia que hay en ellas lo que las hace luminosas a Dios; o sea «meritorias». No te gloríes de la luz que puede haber en ti, que no es tuya; sobre todo, si es la luz que ven los hombres, o que dan los hombres, triste luz. Alégrate de la luz invisible que estallará en ti un día más allá de este mundo. Escóndela por las dudas. No andes buscando ruido por tus dineros. Deja que Dios la manifieste, si quiere.
Una persona que está tremendamente en cruz, me dijo: «Dicen que el dolor eleva; a mí no me ha elevado». La única respuesta es:

«Nosotros como somos sensitivos, quisiéramos sentir la elevación; pero la elevación a veces no se siente (de momento) pues la gracia es invisible e insensibilible. El sarmiento injertado puede que no se sienta crecer; o que no crezca; pero ha sido elevado al ser injertado. Nadie ve a una raíz crecer; y es preciso crezca ella primero para que se vea crecer el árbol. La gracia trabaja primero «para abajo».

La gloria del cielo es simplemente la prolongación de ese «accidente de orden sobrenatural que pertenece a la categoría Cualidad» (como dicen los pedantes) que es la gracia de Dios; la cual «se hará manifiesta», y estallará como por todos los poros del alma ante la mirada de Dios, consumando nuestra semejanza definitiva con Él «pues seremos como Dios cuando le veamos como Él es»; consortes de la natura divina, y más suyos que los sarmientos lo son de la vid; y más nuestro Él que el Padre, el Amigo y el Esposo; tan nuestro como el Sol lo es del rayo de sol; connaturalizado con nosotros más que la cepa lo está con el injerto. Y ésto es lo que el Apóstol dice que «ni ojo vio, ni oído oyó, ni en corazón de hombre pudo caber, ni fantasía soñar, ni palabra decir», que estallará en nosotros: el fruto al fin pleno del celestial Viñador. Porque «Yo os puse para que vayáis y acrecentéis y llevéis más fruto, y vuestro fruto permanezca». Todo está contenido en esa breve palabra de Cristo; en torno de la cual giran todas las otras excelsas palabras que forman esta Despedida de la Última Cena, la cual Cristo interrumpió bruscamente con el duro acto de Voluntad de ir a los tormentos y a la muerte, y expresó con estas palabras: «Mas para que conozca el mundo que amo a mi Padre, levantaos, vámonos de aquí». ¿Adónde? Al Monte Oliveto, a la cita con el Traidor, al encuentro del Príncipe de este Mundo.

Y esta breve palabra de Cristo: «Sin Mí nada podéis hacer» sobrevuela hoy la olla podrida de la Humanidad, por sobre esta civilización triste y engreída, por sobre el sordo ruido de armas, las arrogancias de los políticos, la soberbia de la falsa Ciencia, las hueras payasadas del arte descentrado, las mentiras de los pseudoprofetas, las amenazas y los gemidos de los oprimidos, la fútil cháchara de las multitudes sin norte, las efímeras construcciones de los demagogos, las blasfemias de los demoníacos y las preces aparentemente incontestadas de los justos; como la paloma con la hoja de olivo sobre las aguas del Diluvio. ¡Dichosos los que están en el Arca! Sin Mí nada podéis hacer. El chiste del «Te» de san Agustín: «Qui creavit te sine te, non salvabit te sine te». «El que te creó a ti sin ti, no te salvará a ti sin ti».

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