CUARTO DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Y aconteció que se agolpaban las gentes hacia Él, para oír la palabra de Dios, y Él estaba a la orilla del lago de Genesaret. Y vio dos barcas que estaban a la orilla del lago: y los pescadores habían saltado a tierra, y lavaban sus redes. Y entrando en una de estas barcas, que era de Simón, rogó que la apartase un poco de la tierra. Y estando sentado, enseñaba al pueblo desde la barquilla. Y luego que acabó de hablar, dijo a Simón: «Boga mar adentro, y soltad vuestras redes para pescar». Y respondiendo Simón, le dijo: «Maestro, toda la noche hemos estado trabajando, sin haber pescado nada; mas en tu palabra soltaré la red». Y cuando esto hubieron hecho, recogieron un tan crecido número de peces, que se rompía su red. E hicieron señas a sus compañeros, que estaban en el otro barco, para que viniesen a ayudarlos. Y vinieron, y de tal modo llenaron los barcos, que casi se sumergían. Y cuando esto vio Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús diciendo: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador». Porque él y todos los que con él estaban quedaron atónitos de la presa de los peces que habían hecho. Y asimismo, Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Y dijo Jesús a Simón: «No temas; desde aquí en adelante serás pescador de los hombres». Y llevadas las barcas a tierra, lo dejaron todo, y le siguieron.
¡Qué cuadro más sugestivo! La muchedumbre que se agolpa y Jesús que se aparta; se aleja, pero tan sólo unos pasos…; se aleja «un poco de la tierra»…
Por la orilla se apiñan las gentes; sobre el agua de poca profundidad, tibia, flotan cañas quebradas, paja, hojas podridas, inmundicias… Allí están los hombres, a la orilla, y miran el mar…
En tal ambiente, Jesús anhela el elemento puro; no dice: “abomino al vulgo profano”… ¡cómo va a decirlo, quien tanto ama a las gentes!; pero sabe que allí la vida es terriblemente pobre, pantanosa, turbia, sucia…; y Él es la verdad, su cátedra es pura y santa.
Esta santa diferencia entre el Evangelio y la vida mundana, entre la verdad y el mundo es lo que pone de manifiesto Nuestro Señor Jesucristo; nos habla desde otro ambiente, desde un mundo distinto.
Aunque nos encontremos en la orilla, en unas aguas de escasa profundidad, miremos el mar y escuchemos las palabras del Señor…
El Señor nos atrae también a nosotros, nos instiga, nos llama; su gracia es como el oleaje que va lamiendo las orillas…
¡Oh! ¡Movámonos al más leve toque!
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Boga mar adentro… Guía mar adentro…, hacia las profundidades…
Duc in altum… Es la contrapartida de la orilla, de las aguas turbias, tibias…
Estas profundidades se abren en nuestra propia alma. Nos encontramos en los atrios del infinito; son sublimes; en ellos levanta su trono la Sabiduría, y habla de la verdad y de la realidad; aquí rumorea la verdadera vida…
Boga…, boga… ¿Hacia dónde? A cualquier parte que se dirija la barca, cualquiera que sea su meta, no saldrá de los atrios del infinito…, se queda siempre en el vestíbulo…
Quien penetre en esos atrios y mire el infinito, sentirá que le envuelve el barrunto misterioso…, oscuro…, de la existencia infinita…, se sentirá presa de la humildad…, del sentimiento de dependencia que le producirá escalofrío…
Sentirá lo que sintió Job en tierra de Hus, y dirá:
Sé que todo lo puedes; para Ti ningún plan es irrealizable. ¿Quién es éste que imprudentemente oscurece el plan divino? Soy yo; he hablado temerariamente de las maravillas superiores a mí y que yo ignoraba. Sólo de oídas te conocía; mas ahora te ven mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento, envuelto en polvo y ceniza.
Sentirá lo que sintieron Tobías y su hijo, ante la revelación del Arcángel Rafael:
Cuando oyeron estas palabras, quedaron turbados y temblando cayeron en tierra sobre su rostro… Entonces, postrados sobre su rostro durante tres horas, bendijeron a Dios…
El alma humana no ha cambiado desde entonces; todos somos hermanos de Job, de Tobías, de los Profetas…
El hombre se postra a orillas de lo infinito y se reconoce finito…
Por tanto, busquemos a Dios con la mente que ama y anhela…
Humillémonos delante de Él con fe dedicada, consagrada.
Recibamos con alegría pronta a Dios que se inclina a nosotros en la Revelación; recibamos el hecho culminante y más edificante del mundo moral: Nuestro Señor Jesucristo.
Seamos fieles al Señor, aun sin comprenderle.
Amemos al Señor y vivamos de Él.
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Supongamos que echando la red, conforme a la palabra de Cristo, no hubiesen recogido nada… En tal caso, Pedro no se habría entusiasmado, pero su virtud habría sido irreprochable.
Jesús le ayudó, y él pudo experimentar, de un modo inmediato, con profunda convicción, el auxilio del Maestro.
La mano de Dios intervino en su vida…; y hondamente conmovido exclamó: Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.
¿Cómo se traduce esta expresión? ¡Ah!, cerca de mí andas, penetras en mi alma, me ayudas, me alientas…, me amas, me reconfortas…; y, al mismo tiempo, me haces ver cuán indigno soy de tus favores. No soy digno de tu mano, de tu ayuda, de tu amor fiel.
Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.
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Los milagros de Cristo tuvieron por fin mostrar su poder, que es el poder de Dios: son la confirmación divina de lo que Él enseñó.
Cristo mostró su poder sobre las cosas inanimadas (caminó sobre las aguas)…, sobre los productos del hombre (multiplicó el pan y transmutó el agua en vino)…, sobre las plantas (secó la higuera maldita)…, sobre los animales (pesca milagrosa)…, sobre el cuerpo humano (curó enfermos)…, sobre los demonios (los exorcizó y dominó)…, y sobre la muerte, resucitando tres muertos y resucitando Él mismo…
Pero ninguno de estos poderes podía impresionar tan inmediatamente sobre los Apóstoles, pescadores de profesión, como su poder sobre los peces.
Y de este modo, Simón Pedro se impresionó como nunca en su vida, y sintió el pavor de la presencia de la divinidad delante de él; que eso significa claramente su extraño grito: ¡Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador!
Hay un sentimiento profundo y primordial en el ser humano, consistente en que, delante de lo infinito (es decir, de lo divino) el hombre se queda chato. Es el sentimiento de reverencia, que en latín significa temer el doble, re-vereor.
Es lo que sintió San Pedro; sintió una sublimidad, una infinitud delante de él; y se espantó: él y todos los que con él estaban quedaron atónitos de la presa de los peces que habían hecho…
Lo mismo que habían experimentado Job y los Tobías…
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He aquí el nacimiento de la religiosidad en el hombre.
San Pedro se arroja a los pies de Cristo y dice: Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador.
El gesto de San Pedro es muy serio. Esta distorsión de rasgos responde al propósito de aludir al misterio, a lo teológico, a lo infinito.
Lo que hay de serio en San Pedro es el nacimiento de la religiosidad.
¿De dónde nace la religiosidad, ese afecto que es previo a la religión, y es inherente a la natura humana?
¿Del temor? ¿Del amor?
La religiosidad es un afecto más profundo y primitivo que las once pasiones: es una mezcla de temor con admiración, y a veces con amor.
Exactamente dicho, es una impresión de apocamiento, de anonadamiento o de indigencia, como la llama Santo Tomás:
Es natural al hombre buscar algo superior a sí en quien apoyarse, por las inferioridades que en sí mismo siente; en las cuales necesita ser ayudado y salvado por algo superior; y ese algo es lo que llamamos Dios.
Delante de una cosa grande, más grande que el hombre, inmensamente grande pero no terrorífica, nace la reverencia.
Este afecto nació en San Pedro al ver a un hombre que, sin decir una palabra, hizo que los peces se precipitaran a las redes.
San Pedro había ya visto otros milagros de Cristo, pero este milagro fue el que lo anonadó, lo hizo sentirse pecador y poca cosa…, nada…
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Es lo que había sucedido con Job y los Tobías.
Otro tanto y aun más aconteció con San José, el esposo virginal de la Madre de Dios.
Está escrito, José, su esposo, siendo justo y no queriendo delatarla quiso dejarla ocultamente.
¡Qué bien dicho, siendo justo y no queriendo delatarla!
Porque así como de ningún modo hubiera sido justo, si la hubiera consentido, conociéndola culpable; igualmente no sería justo, si la hubiese delatado, conociéndola inocente.
Como fuese justo, dice, y no quisiese delatarla, quiso dejarla ocultamente.
Pero ¿por qué quiso dejarla?
Responde San Bernardo: Oye también en esto, no mi sentencia propia sino la de los Padres. Por el mismo motivo por el que San Pedro apartaba de sí al Señor diciéndole Apartaos de mí, Señor, porque soy un pecador, y por la causa misma porque el Centurión no quería que entrase el Señor en su casa diciendo: Señor, no soy digno de que entréis bajo de mi techo.
San José, teniéndose por indigno y pecador, decía dentro de sí mismo que no debía concedérsele en adelante la familiar compañía de tal y tan grande criatura, cuya admirable dignidad consideraba sobre sí con asombro.
Miraba y se llenaba de pavor a la vista de quien llevaba en sí misma una ciertísima divisa de la presencia divina; y, porque no podía penetrar el misterio, quería dejarla.
Como miró Pedro con estupor la grandeza del poder de Cristo; y consideró con admiración el Centurión la majestad de su presencia, fue también San José poseído, como hombre, de un asombro sagrado a la novedad de tan grande milagro, a la profundidad de tan grande misterio, y por eso quiso dejarla ocultamente.
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Hay una emoción de insuficiencia y de indigencia muy primitiva en el hombre, que tiene raíces muy profundas en la naturaleza, y que lo ha hecho el más enfermizo de los animales.
Además de este sentimiento de indigencia (de naturaleza afectiva), la religiosidad tiene otra raíz, de naturaleza intelectual: la admiración.
Esto nos lleva a considerar la Incomprensibilidad divina.
Hay en Dios ciertas cosas que para nosotros son muy claras, y otras muy oscuras; en la doctrina revelada existen claroscuros.
Hablemos primero de lo que para nosotros hay de claro en Dios.
Aun prescindiendo de la fe podemos, por el ejercicio natural de nuestra razón, demostrar con toda certeza la existencia de Dios, primer Motor de los espíritus y de los cuerpos, Causa primera de todo lo existente, Ser necesario, Soberano Bien y Ordenador de todas las cosas.
En el espejo de las cosas creadas se reflejan las perfecciones absolutas de Dios; y por ahí le conocemos positivamente en lo que tiene de semejante o análogamente común con sus obras. Y así, decimos que Dios es un ser real y actual, bueno, justo, sabio y poderoso.
Mas al querer declarar lo que propiamente le conviene, nos servimos de expresiones negativas que digan relación al objeto observado; y así, decimos que Dios es el Ser infinito, o no-finito, inmutable.
Es absolutamente claro para nosotros que Dios no puede existir sin ser infinitamente perfecto, que no puede engañarse ni engañarnos, que no puede querer el mal ni ser en forma alguna causa del pecado.
Es claro que Dios no puede existir sin ser soberanamente justo y misericordioso, sabio y libre.
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Y no obstante estas claridades deslumbradoras, hay para nosotros en Dios cosas muy oscuras.
¿De dónde procede ello?
La oscuridad que hallamos en Dios viene de la excesiva luminosidad para ojos tan flacos como los de nuestra inteligencia, los cuales no pueden sufrir resplandores infinitos.
Dios es invisible e incomprensible, dice la Escritura, porque habita en la luz inaccesible (I Tim., 6, 16), la cual nos hace impresión de oscuridad.
Dios, pues, se nos hace invisible por ser excesivamente luminoso para la inteligencia.
Es evidente que, siendo Dios espíritu puro, no puede ser visto por ojos corporales, los cuales sólo perciben lo sensible.
Tampoco puede ser visto por la inteligencia creada, abandonada a sus propias fuerzas naturales.
Los mismos Ángeles, aun los más encumbrados, no le ven inmediatamente con las fuerzas naturales de la inteligencia; también para ellos es Dios una luz demasiado fuerte, imposible de sufrir naturalmente. Por sus fuerzas naturales sólo pueden conocerle en el espejo de las criaturas espirituales, las cuales constituyen el objeto propio de su inteligencia.
Conocen naturalmente a Dios como autor de su naturaleza; pero por vía natural no alcanzan la vida íntima de Dios, ni a verle inmediatamente cara a cara.
Para poderle ver, tanto los Ángeles como las almas de los hombres, necesitan recibir la lumbre de gloria, luz sobrenatural no exigida por su naturaleza, luz que fortalece la inteligencia para que pueda sufrir el resplandor de Aquel que es la luz misma.
En una palabra: Dios es invisible a los ojos de nuestra carne y a los de nuestro espíritu, por ser excesivamente luminoso.
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Mas, ¿de dónde viene que este Dios Invisible contenga a la vez tanta claridad y tanta oscuridad? ¿De dónde ese claroscuro tan atrayente y misterioso?
La causa de ello está en que nosotros conocemos las perfecciones divinas en el espejo de las criaturas; de ahí la posibilidad de ir enumerando una tras otra las divinas perfecciones, pero sin alcanzar jamás a ver por vía natural cómo todas ellas se unen en la vida íntima de Dios, en la eminencia de la Deidad.
Vemos, ciertamente, que Dios es infinitamente sabio y absolutamente libre; pero no llegamos a alcanzar cómo pueda la infinita Sabiduría componerse con el divino beneplácito, tan libérrimo, que a veces nos parece arbitrario. Sí, el divino beneplácito es soberanamente sabio, por sorprendente que ello nos parezca; lo creemos en la oscuridad, y lo veremos claramente en el Cielo.
Sabemos de cierto que Dios es infinitamente misericordioso e infinitamente justo, y que usa de la misericordia y de la justicia con soberana libertad y sin salirse en nada de la sabiduría.
Si al buen ladrón se le otorgó la gracia de la buena muerte, dice San Agustín, cosa fue de la misericordia divina; si al mal ladrón no le fue concedida gracia semejante, cosa fue de la justicia. Misterio…
No podemos ver cómo se componen íntimamente la infinita misericordia, la infinita justicia y la soberana libertad. Sería para ello preciso ver inmediatamente la esencia divina, la Deidad que, por manera eminente, funde y armoniza estas divinas perfecciones.
Resulta, pues, que en Dios descubrimos verdades extremadamente claras sobre cada atributo en particular; mas cierta oscuridad translúcida envuelve nuestro conocimiento cuando se trata de desentrañar la unión íntima de los distintos atributos.
Vemos con claridad que Dios, bueno y poderoso, no puede permitir el mal sino por un bien mayor; pero con frecuencia ese bien mayor es muy oscuro para nuestro entendimiento; y no lo veremos claramente sino en el Cielo.
De ahí el vehemente deseo sobrenatural de ver a Dios, deseo que nace de la esperanza y de la caridad infusas.
Por lo tanto, las cosas divinas para nosotros oscuras e incomprensibles son superiores a las cosas claras. La oscuridad de que hablamos es translúcida.
Así se entiende aquel dicho de Santa Teresa: Tanta más devoción tengo a los misterios de Dios, cuanto son más oscuros. Sabía la Santa que la oscuridad de los misterios no es la del absurdo o de la incoherencia, sino la de una luz demasiado clara para nuestros ojos débiles.
En el claroscuro divino es, pues, lo oscuro superior a lo claro. La fe nos dice que la oscuridad impenetrable es el soberano Bien en lo que tiene de más íntimo.
El justo vive de la fe y se alimenta, no sólo de las luces que de ella brotan, mas también de la divina oscuridad que corresponde a lo que hay de más íntimo en Dios: la fe versa sobre cosas que no se ven.
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En el claroscuro divino de que hablamos hay intensa luz para nuestra vida espiritual. Jesucristo lo declaró con estas palabras: Quien me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.
Pidamos con frecuencia a Dios nos ilumine con los dones del Espíritu Santo, para caminar sin tropiezo en este claroscuro interior. Sería un error y principio de desfallecimiento negar la claridad por causa de la oscuridad, y reemplazar el misterio con el absurdo.
Dejemos el misterio en su lugar. Pidamos al Señor la gracia de discernir la oscuridad translúcida superior de la oscuridad inferior, que es la de la muerte.
Así hallaremos la verdadera luz; y si todavía subsiste la oscuridad, será seguramente la superior, de la cual se alimenta el justo, porque para nuestras débiles inteligencias es un aspecto de la luz de vida y del soberano Bien.
Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador… ¡No!, responde Él ¡Sígueme! Quien me siga, no caminará en las tinieblas de la ignorancia, ni en las del pecado y de la condenación, sino en la luz, por ser yo el Camino, la Verdad y la Vida, y tendrá la luz de la vida, que jamás se apaga.

