MONSEÑOR OLGIATI – LA SANTÍSIMA TRINIDAD

EL SILABARIO DEL CRISTIANISMO

Capítulo Octavo

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Nos hallamos en la cumbre de la montaña.

El hombre, desde las alturas de la vida sobrenatural, había caído en las profundidades del valle fangoso. Jesucristo descendió hasta él para volverlo a conducir a la cima.

La historia de la humanidad, conforme lo hemos demostrado, tiene a Cristo como centro, Pero no podemos concebir ni a Cristo, ni nuestra unión sobrenatural con Dios, si el camino de ascensión a las alturas no estuviese iluminado por el sol de la Santísima Trinidad.

Levantemos la mirada hacia este sol. Aunque el débil ojo quede deslumbrado, lloverá gran luz sobre nuestras almas y sobre nuestra vida.

En línea general, los cristianos de hoy en día, poco se preocupan de la Santísima Trinidad; y en las explicaciones catequísticas, a menudo nos conformamos con el trillado episodio de San Agustín y el niño hallado a orillas del mar, el cual deseaba volcar toda la inmensa cantidad de agua en un pequeño agujero, símbolo de quien pretende volcar en la minúscula cabeza humana el océano infinito de la divinidad.

A lo sumo, se recurre a alguna comparación. Dícese, por ejemplo, que Dios es semejante al sol; pues el sol brilla por sí mismo, ilumina con los rayos que provienen de él, y además calienta, no obstante ser un solo sol; igual que Dios —el verdadero sol que nunca se pone—, el cual es el Padre que brilla; del Padre fue engendrado el Hijo, rayo suyo; del uno y del otro proviene el fuego del Espíritu Santo; y estos tres son un Dios único.

Lo peor de todo, es el hecho doloroso de que la Santísima Trinidad nada significa prácticamente en la vida de muchísimos cristianos.

¿El Padre?… ¿Pero quién se interesa en el Padre Eterno? ¿Su no existencia repercutiría en algo en la conciencia de muchos pretendidos creyentes?…

¿Y tiene mejor acogida el Espíritu Santo? Cuando San Pablo llegó a Éfeso, halló a algunos discípulos y les preguntó: «¿Habéis recibido al Espíritu Santo?» Los discípulos respondieron: «¡Ni siquiera hemos oído que exista el Espíritu Santo!»

Se entiende: la propagación de la fe se hallaba entonces en sus primeros pasos; no hay que maravillarse, pues la verdad se difundía lentamente. Pero ¿es lícito hoy, después de veinte siglos de Cristianismo, conocer sólo de nombre al Espíritu Santo e ignorar por completo su obra en la Iglesia y en las almas?

Dejando a un lado las disputas teológicas y las sutiles disquisiciones acerca de este misterio principal de la fe —la Unidad y la Trinidad de Dios—, nosotros:

  1. —expondremos brevemente el dogma;
  2. —investigaremos qué relación existe entre esta verdad y nuestra vida sobrenatural;
  3. —consignaremos de un modo especial la importancia del dogma trinitario en nuestra oración.

    ***

    1

    El dogma trinitario

Dice el Símbolo de San Atanasio:

La fe católica es ésta, que veneremos un solo Dios en la Trinidad y la Trinidad en la Unidad. 

No confundiendo las personas, ni separando la substancia.

Porque una es la persona del Padre, otra la del Hijo y otra la del Espíritu Santo; pero una es la divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; igual su gloria y coeterna su majestad.

Lo que es el Padre, eso es el Hijo, eso es el Espíritu Santo; increado el Padre, increado el Hijo, increado el Espíritu Santo; inmenso el Padre, inmenso el Hijo, inmenso el Espíritu Santo; eterno el Padre, eterno el Hijo, eterno el Espíritu Santo; y, sin embargo, no son tres eternos sino un solo eterno.

Como tampoco hay tres increados o tres inmensos, sino que es uno el increado y uno el inmenso.

Igualmente es omnipotente el Padre, omnipotente el Hijo, omnipotente el Espíritu Santo; y, sin embargo, no hay tres omnipotentes, sino un solo omnipotente.

Así el Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios; y con todo no hay tres dioses, sino un solo Dios.

Así Señor es el Padre, Señor es el Hijo, Señor es el Espíritu Santo; y, sin embargo, no hay tres señores, sino un solo Señor.

Puesto que como en nombre de la verdad cristiana estamos obligados a reconocer singularmente a cada persona como Dios y Señor, así, en nombre de la religión católica, se nos prohíbe hablar de tres dioses o señores.

El Padre no ha sido hecho, ni creado, ni engendrado por nadie.

El Hijo es sólo del Padre, pero no es hecho, ni creado por Él, sino engendrado.

El Espíritu Santo es del Padre y del Hijo, pero no hecho, ni creado, ni engendrado, sino que procede de Ellos.

Por tanto uno es el Padre, y no tres padres; uno es el Hijo y no tres hijos; uno es el Espíritu Santo, y no tres espíritus santos.

Y en esta Trinidad no hay nada de anterior o posterior, nada de mayor o de menor, sino que todas las tres personas son coeternas y coiguales.

De modo que por medio de todas las cosas como ya se dijo antes, se ha de venerar la Unidad en la Trinidad y la Trinidad en la Unidad.

Quien quiere, pues, salvarse, es menester que crea esto de la Trinidad.

Este símbolo, que, como escribe el Cardenal Newman en su Grammar of Assent, es también un salmo, un himno de alabanzas, de profundo homenaje, como de quien se postra en el polvo, y «el formulario más simple, sublime y devoto del Cristianismo», enuncia límpidamente los términos de nuestro misterio: en Dios hay tres personas en una sola naturaleza.

Si contemplo a los hombres, veo que entre ellos hay muchas personas (Fulano, Zutano, Mengano), pero en todos ellos es igual la naturaleza humana.

La naturaleza, como dijimos, es lo que hace que una cosa sea tal y no otra; y en el caso del hombre, la naturaleza es lo que determina que el hombre sea hombre y no una planta, un mineral, un ángel. Por lo tanto, la naturaleza humana es idéntica en todos los hombres. Si Fulano, Zutano y Mengano no tuviesen la misma naturaleza humana, no serían hombres.

En la enunciación del misterio de la Trinidad —podernos hacer enseguida la aplicación de este ejemplo— no se dice que en Dios hay tres Personas y que estas tres Personas son una sola Persona, ¡no se dice que hay tres naturalezas que constituyen una sola naturaleza!; esto involucraría una contradicción y estaría justificada, en este caso, la afirmación del escéptico poeta Heine al recomendar que no se entregue a los niños el catecismo junto con la tabla pitagórica. Esta última enseña que el uno no es el tres, y que el tres no es el uno, mientras que —según Heine— ¡el misterio enseñaría la identidad del uno y del tres!

¡No!; el misterio afirma solamente que en Dios hay una sola naturaleza en tres personas: La naturaleza es una; las personas son tres.

Esto mismo sucede con los hombres, en los que se distingue la identidad de la naturaleza humana en la multiplicidad de las personas.

Nótese, sin embargo, una diferencia; en nosotros, la naturaleza humana está multiplicada en las varias personas; en cambio, en Dios, ella es única, aun cuando sea poseída por las tres personas divinas.

Por esto, las personas humanas se hallan separadas entre sí y pueden ser numeradas, de modo que podemos decir dos, tres, cuatro hombres, a diferencia de las Personas divinas, las cuales no son tres Dioses, sino un solo Dios, precisamente porque les es común la misma, idéntica e indivisible naturaleza divina.

2

Una palabra de dilucidación

¿Cómo puede concebirse —se preguntará— una naturaleza única poseída por tres personas?

Respondemos:

  1. No debemos creer que la mente humana pueda comprender y explicar la divinidad, porque lo finito no puede agotar lo infinito, y es claro —para el que admite a Dios— que en Él tiene que haber misterios para nuestra razón.

La contradicción y el absurdo no pueden existir ni en Dios ni en los seres; pero el misterio, o sea la obscuridad, es demasiado evidente que existe para nuestra pequeña inteligencia.

Dios es el Ser infinito por esencia; y nosotros, cuando hablamos de Dios o expresamos los misterios de su vida íntima, disgregamos necesariamente lo que en sí se halla unido y formulamos varias proposiciones como, por ejemplo: «En Dios hay una sola naturaleza. En Dios hay tres Personas. El Padre engendra al Hijo. Del Padre y del Hijo procede el Espíritu Santo».

A este propósito —escribe el Cardenal Newman— así como nosotros no estamos en condiciones de abarcar con una sola mirada todas las estrellas del firmamento, sino que para ello tenemos que volvernos ora a oriente, ora a occidente, de nuevo a oriente, mirando primero una constelación y después otra, y perdiendo de vista a una y otra para mirar a una tercera; así, cuando fijamos la mirada en el cielo de Dios, en su esencia, conocemos una u otra verdad en particular acerca de Él, pero no podemos captar, con un solo acto de nuestro espíritu, la síntesis de esas verdades de una realidad única. Aún más. Si dividimos un rayo de luz en la multiplicidad de colores de que se compone, cada uno de estos colores es ciertamente bello y agrada; pero si se trata de unirlos, quizás no se logre sino producir un blanco grisáceo. La luz pura e invisible sólo es vista por los afortunados habitantes del cielo; acá abajo no tenemos más que simples reflejos, como la que atraviesa un medio traslúcido.

  1. Aun sin tener la necia pretensión de comprender y explicar la Trinidad, podemos, no obstante, tener una pálida idea de la única naturaleza, poseída por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo, de manera que las tres divinas Personas sean distintas, pero no separadas entre sí, y, aun siendo Dios cada una de ellas, no sean tres dioses, sino un solo Dios.

Desde San Agustín hasta Santo Tomás, desde Lacordaire a Monsabré, todos han buscado un reflejo de la Trinidad en el alma humana, ya que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios.

Dios —así discurren los teólogos— es un espíritu. De donde, su primer acto es el pensamiento.

Pero, a diferencia del pensamiento de los seres finitos, que es múltiple, accidental, imperfecto y que por lo mismo nace y muere a cada instante, en Dios —cuya actividad es infinita y perfecta— el espíritu engendra en un instante un pensamiento igual a Él mismo, que lo representa todo entero sin que necesite un segundo pensamiento, puesto que el primero ya ha agotado el abismo de las cosas cognoscibles, equivale a decir, el abismo de lo infinito.

«Este pensamiento único y absoluto, primero y último nacido del espíritu de Dios —continúa Lacordaire— permanece eternamente en su presencia como una representación exacta de sí mismo, o, para usar del lenguaje de los Libros Santos, como su imagen, el esplendor de su gloria y la figura de su substancia. Él es su palabra, su verbo interior, como nuestro pensamiento es nuestra palabra y nuestro verbo, pero es, a diferencia del nuestro, el verbo perfecto y dice todo a Dios en una sola palabra, lo dice siempre sin repetirse nunca, como San Juan lo había oído en el cielo, al comenzar de esta manera su evangelio sublime: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios». Y como en el hombre es distinto el pensamiento del espíritu, sin que estén separados, así en Dios es distinto el pensamiento, sin estar separado del espíritu divino que lo engendra. El Verbo es consubstancial al Padre, de acuerdo a la expresión del Concilio de Nicea, que no es más que, la enérgica expresión de la verdad».

He ahí al Padre y al Hijo en la naturaleza divina; he ahí el significado de las palabras: «el Hijo es engendrado por el Padre», es su pensamiento eterno, substancial. He ahí la unidad en la distinción, y la distinción en la unidad. He ahí las dos primeras Personas.

Mas esto no basta. Tampoco en nosotros la generación del pensamiento es el término en que se detiene nuestra vida espiritual. Cuando hemos pensado, se produce en nosotros un segundo acto: el amor, que nos arrastra, nos empuja hacia el objeto conocido; y en nosotros el amor, aun siendo distinto del espíritu y del pensamiento, procede, sin embargo, de entrambos y forma una sola cosa con ellos.

Es lo que acontece en Dios. De las relaciones entre Dios y su Pensamiento eterno resulta el Amor, con el cual se aman las dos primeras Personas; y este amor infinito, perfecto, substancial entre el Padre y el Hijo, se llama el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, es distinto de Ellos, y sin embargo, es un solo Dios con Ellos.

Las personas en Dios no son otra cosa que las relaciones subsistentes mutuas entre Dios, su Pensamiento y su Amor (no comunes a dos Personas, como la espiración propia del Padre y del Hijo respecto al Espíritu Santo).

Por consiguiente, no sólo el Padre, sino también el Hijo es Dios, porque el Pensamiento de Dios se identifica con Dios; lo mismo debe decirse del Espíritu Santo, porque el Amor eterno de Dios es Dios mismo; y, sin embargo, no son tres dioses, sino un solo Dios.

Se entiende, por lo demás, que el Padre que engendra, no es el Hijo engendrado, ni el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo, como de único principio; engendrar, ser engendrado y proceder por vía de amor, son tres propiedades diferentes y no confundibles.

Pero —dejando aparte estas propiedades y relaciones— todo es común a las tres Personas: la naturaleza divina y, por consiguiente, la inteligencia, la voluntad, la potencia, la majestad y las operaciones al exterior de su vida íntima, tanto en el mundo de la materia, como en el mundo del alma.

Sólo por apropiación se atribuyen al Padre las obras de la potencia, al Hijo las de la sabiduría y al Espíritu Santo las obras de la santificación; esto es, solamente para recordar más fácilmente las propiedades personales del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, para honrar de ese modo y adorar a las tres divinas Personas.

3

La Trinidad y los demás dogmas cristianos

Tal es, brevemente expuesto, el dogma de la Santísima Trinidad, que no fue revelado de un modo explícito en el Antiguo Testamento, sino que fue como un sol cubierto de nubes, que sólo con la venida de Nuestro Señor Jesucristo fue claramente puesto de manifiesto.

Llegada que hubo la hora de la revelación completa, Dios enseñó a la humanidad este altísimo misterio. El dogma de la Santísima Trinidad no nos habría sido revelado en el orden puramente natural, porque no hubiera existido razón alguna para hacerlo; pero en el orden sobrenatural y la vida cristiana, si se prescinde de este dogma, no se entiende nada.

¿Cómo enunciar, por ejemplo, el dogma de la Encarnación, prescindiendo de la Trinidad, desde el momento que no se ha encarnado ni el Padre, ni el Espíritu Santo, sino sólo el Hijo?

¿Cómo se puede describir Pentecostés o la venida del Espíritu Santo, sin una noción de la Trinidad?

¿Cómo se puede pensar en el Paraíso, o sea, en la visión de Dios como es en sí mismo, sin tener que admitir la conveniencia de la revelación de este misterio, que comienza a indicarnos en la tierra con la fe, lo que un día contemplaremos cara a cara?

4

La Trinidad y la vida sobrenatural

Pero hay más. La vida cristiana es inconcebible sin la Trinidad; y cuanto más sobrenaturalmente vivamos, tanto más comprenderemos lo que significa que Dios es Padre, es Hijo, es Espíritu Santo.

  1. Cuando el cristiano piensa en Dios Padre, no puede olvidar que el Padre es aquél «del cual depende toda paternidad en el cielo y en la tierra», como dice San Pablo. Dios Padre ha comunicado su vida divina al Hijo, a su Hijo natural, desde toda la eternidad, y, en el tiempo, nos la comunica también a nosotros, hijos suyos adoptivos, mientras nos eleva al estado sobrenatural.

Por ello, cuando oramos así: «Padre nuestro, que estás en los cielos», con la palabra Padre, recordamos sí la primera persona de la Trinidad, pero también toda nuestra vida sobrenatural. Por lo tanto, el que descuida al Padre, descuida por lo mismo su divinización, o sea, su verdadera grandeza.

  1. Cuando el cristiano piensa en Dios Hijo, no puede menos que conmoverse.

La vida divina que deriva del Padre al Hijo, pasa del Hijo a la humanidad —que Él une personalmente en la Encarnación—, y del Hombre-Dios se vuelca en todas las almas. No había nada más conveniente que esto: que para otorgarnos el don de convertirnos en hijos adoptivos del Padre, no se encarnase la primera o la tercera Persona, sino el Hijo Natural de Dios, el cual, de este modo, como lo observa San Pablo, se convertía en «el primogénito entre muchos hermanos».

Otra cosa más: los que nunca piensan en la Santísima Trinidad, no pueden vivir sobrenaturalmente; porque ¿cómo se puede concebir la vida sobrenatural de la gracia, en el que olvida al autor de la misma gracia, al único mediador entre Dios y el hombre?

  1. Finalmente, el verdadero cristiano no puede menos que pensar en el Espíritu Santo, en el Amor substancial entre el Padre y el Hijo.

Si somos hijos de Dios por los méritos de Jesucristo, también nosotros estamos unidos al Padre y lo amamos. Pero el nuestro es y no puede ser sino un amor natural. Nos une a Dios el amor sobrenatural, que nos es infundido por el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, como Cristo es su cabeza. Él une a la Esposa de Cristo con el Padre. Es Él el que obra en nuestras almas por medio de la gracia, con la caridad, con sus virtudes y con sus dones. El Espíritu Santo es el huésped divino del alma justa; y ¿cómo podríamos ignorar su presencia, si amamos de veras al Señor? ¿Qué es nuestro amor, si estamos en gracia, sino un efecto del Espíritu divino?

Y cuando amamos sobrenaturalmente a nuestro prójimo, ¿qué otra cosa hacemos sino tomar a la Santísima Trinidad por modelo? Como las tres Personas de la Trinidad son un solo Dios, así todas las personas verdaderamente cristianas deben ser una sola cosa y un solo corazón. El mismo Jesucristo ha desarrollado este pensamiento en el discurso de la Última Cena, y oró de esta manera: «que ellos (mis discípulos) sean una sola cosa, como yo y Tú, Padre, somos uno».

Con mucha razón, pues, exclamaba San Agustí: «El misterio de la Trinidad es un gran misterio y un arcano saludable».

Nada más fecundo para la vida cristiana: nada más esencial, por último, para nuestras preces.

5

La Trinidad y la oración cristiana

La oración de la Iglesia y la Liturgia Sagrada son un reclamo continuo de la Trinidad.

Hago la Señal de la Cruz y digo: «En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

Canto el Gloria in excelsis o el Te Deum: y alabo, adoro, agradezco y suplico al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

Recito el Credo: y proclamo mi creencia en Dios Padre, en el Hijo, en el Espíritu Santo.

Digo el Pater Noster: y, si lo digo bien, necesariamente debo pensar en la Trinidad.

Resuena un vagido en una casa: ha nacido un niño. Se lo conduce a la fuente sagrada y se lo bautiza en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Cuando el Obispo impone sus manos sobre el confirmando en la Confirmación, es la tercera Persona de la Trinidad que se invoca y el nuevo soldado de Cristo es signado con la señal de la Cruz, es confirmado con el crisma de la salud, pero siempre en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

La Misa es otra continua invocación de la Trinidad. A la Santísima Trinidad es ofrecido el Sacrificio, la Hostia pura, santa e inmaculada, el Pan santo de la vida eterna y el Cáliz de la perpetua salvación.

Si nos presentamos al tribunal de la Penitencia, el ministro de Dios nos absuelve en Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

El Orden constituye al que lo recibe ministro de Dios uno y trino; en el Matrimonio, es la Trinidad que bendice y sella el juramento de los esposos; y hasta en el lecho de la muerte, después de la Extrema Unción, el sacerdote recomienda el alma que se halla próxima a partir de este mundo, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

¿Qué más? Todo himno de la Iglesia, termina cantando: «Sea gloria a Dios Padre, a su único Hijo y al Espíritu Paráclito por todos los siglos de los siglos». Todas las oraciones del Breviario y del Misal imploran gracias «por la intercesión de Nuestro Señor Jesucristo, que, con el Padre y el Espíritu Santo, vive y reina en los siglos de los siglos». Millares de veces, tanto en las preces de la Liturgia, como en las privadas, cantamos: «¡Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo! —Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto«

¡Y quizás nuestro corazón no tiene ni siquiera un saludo o una palpitación de amor para la Trinidad! El mismo Gloria Patri lo mascullamos y lo destrozamos distraída e ignominiosamente… ¡Ay! Nos interesamos en tantas cosas, quizás hasta de la política y del deporte; pero ignoramos «los misterios principales de nuestra santa fe»; o, si los sabemos de memoria, los repetimos como loros.

A menudo, el que contempla el mar o admira el océano, siente una fuerza misteriosa que lo subyuga: es la voz de las olas. El ojo forcejea por lanzar la mirada más adelante; pero inútilmente quiere dominar, en vano busca el término de las aguas, que se extienden en lontananza, y dan la sensación del infinito. Es lo que sucede en el misterio de la Trinidad.

Dios nos toma y nos conduce frente al océano de su Esencia, grande, inmensa, infinita. Creemos abarcarla con la ávida mirada de la frágil razón humana; pero sentimos la nada de nuestra inteligencia y la vanidad de nuestra soberbia. Y como un día, en las alturas del Palacio Doria, de Génova, arrobados José Verdi y Josué Carducci en la contemplación del mar de la Liguria, como abrumados por la inmensidad exclamaron: «¡Creo en Dios!»; así nosotros, ante el misterioso mar del Dios uno y trino, adoremos en recogimiento y cantemos Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

RECAPITULACIÓN

  1. El dogma trinitario nos enseña que en Dios hay tres Personas en una sola naturaleza. La teología ilustra el misterio y ve un reflejo de la Trinidad sacrosanta en el alma humana, creada a imagen y semejanza de Dios.
  2. No puede prescindir de este dogma el que aspira a poseer una fe, una vida y una oración verdaderamente cristiana:
    a) En cuanto a la Fe, no se podrían comprender las otras verdades (p. ej. la Encarnación y Pentecostés) sin la Trinidad.
    b) En la Vida, nosotros —hijos adoptivos de Dios por los méritos de Cristo, Hijo de Dios por naturaleza— estamos por su intermedio unidos al Padre, mediante el amor sobrenatural, que nos es infundido por el Espíritu Santo. Por lo tanto, una vida cristiana que descuida la Trinidad, es un absurdo.
    c) Las Oraciones de la Iglesia y la Liturgia Sagrada se inspiran en la Trinidad.