PADRE JUAN CARLOS CERIANI: SERMÓN DE PENTECOSTÉS

Sermones-Ceriani

FIESTA DE PENTECOSTÉS

Resumen de las Sagradas Escrituras:

En aquel tiempo, Jesucristo dijo a sus discípulos: He aquí que yo envío sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Mas vosotros estaos quedos en la ciudad hasta que desde lo alto seáis revestidos de fuerza. Porque Juan bautizó con agua, mas vosotros habéis de ser bautizados en el Espíritu Santo, no muchos días después de estos.

Ellos entonces le preguntaron, diciendo: Señor, ¿es éste el tiempo en que restableces el reino para Israel? Mas Él les respondió: No os corresponde conocer tiempos y ocasiones que el Padre ha fijado con su propia autoridad; recibiréis, sí, potestad, cuando venga sobre vosotros el Espíritu Santo; y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea y Samaria, y hasta los extremos de la tierra.

Y los sacó fuera hasta Betania, y alzando sus manos les bendijo; y aconteció, que mientras los bendecía, se apartó de ellos, y era llevado al cielo.

Después de esto regresaron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos que esta cerca de Jerusalén, distante la caminata de un sábado. Y luego que entraron, subieron al cenáculo.

Al cumplirse el día de Pentecostés, se hallaban todos juntos en el mismo lugar, cuando de repente sobrevino del cielo un ruido como de viento que soplaba con ímpetu, y llenó toda la casa donde estaban sentados. Y se les aparecieron lenguas divididas, como de fuego, posándose sobre cada uno de ellos. Todos fueron entonces llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, tal como el Espíritu les daba que hablasen.

Habiendo Jesucristo consolado a sus discípulos, les dijo: He aquí que Yo envío sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Mas vosotros estaos quedos en la ciudad hasta que desde lo alto seáis investidos de fuerza.

En estas palabras les promete la venida del Espíritu Santo, pero de un modo muy misterioso.

Consideremos cada palabra por separado.

En primer lugar les dice que estén quedos, para enseñarles que la quietud del cuerpo y del espíritu, con sosiego de corazón, es importante para recibir este don celestial.

También les avisa que la esperen con paciencia, sin apresurarse más de lo que conviene, dejando el cuidado de esto a Dios.

Por esta razón no les quiso señalar el día en que les pensaba enviar el Espíritu Santo, para que cada día le esperasen, le pidiesen y se preparasen para recibirle. Solamente les dijo que serían bautizados con el Espíritu Santo no de aquí a muchos días, para que tuviesen algún consuelo de que no sería muy larga la dilación.

De aquí hemos de sacar la lección de que debemos saber esperar, con quietud y paciencia, la venida del divino Espíritu, remitiendo a la divina Providencia el día de su venida.

Nuestro Señor les dijo que no se marchasen y estuviesen en la ciudad de Jerusalén; y aunque parecía más a propósito que se fueran al desierto o a algún monte apartado para esperar allí con quietud la venida del Espíritu Santo, no quiso sino que le esperasen en la ciudad.

La razón es porque el Espíritu Santo no se les daba para ellos solos, sino para bien de todos los hombres, y así, convenía se les diese en lugar público, de donde pudiesen salir luego a predicar la ley de Cristo, conforme a la profecía de Isaías, que dice: De Sión saldrá la ley, y la palabra del Señor de Jerusalén.

Agregó y les exhortó que se estuviesen allí hasta que fuesen revestidos de la virtud de lo alto, esto es, de la fortaleza del Espíritu Santo.

Con esto les dio a entender que, de su cosecha, estaban desnudos y desarmados, que eran flacos, pusilánimes y vacíos del espíritu que es necesario para salir por el mundo a predicar el Evangelio.

Por eso debían estar quedos hasta que viniese sobre ellos el Espíritu Santo, el cual los revestiría con su gracia, y los armaría con sus dones, y los fortificaría con sus virtudes celestiales, dándoles fortaleza y virtud para esta empresa.

Destaquemos que al decirles Nuestro Señor que se estén quedos hasta que sean revestidos con la virtud de lo alto, les dio a entender que, en recibiéndola, luego han de salir a cumplir su misión, pues así como es vicio de temeridad salir antes de recibir esta virtud, así también es vicio de pusilanimidad no salir después de recibirla.

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Luego de la Ascensión del Señor, los Apóstoles se recogieron diez días en el Cenáculo, apartándose del bullicio y tráfago de la gente, ejercitándose en oración fervorosa para preparar la venida del Espíritu Santo.

Y como Nuestro Señor no les había señalado el tiempo para enviarles el Espíritu Santo, cada día oraban y le pedían, multiplicando la oración con tanto fervor, como si aquel día le hubieran de recibir.

Y se estaban orando en compañía de la Virgen Santísima, Madre de Jesús, a la cual, sin duda, tomarían por patrona e intercesora, sabiendo que podía Ella sola mucho más con su Hijo y con el Padre Eterno que todos ellos.

Y así, la Virgen oraba fervorosamente; y con su ejemplo animaba a los demás a que orasen con fervor y perseverancia.

Y su oración fue tan eficaz que podemos decir de Ella que, así como alcanzó con sus oraciones la Encarnación del Hijo de Dios, así también alcanzó la venida del Espíritu Santo, para bien de los Apóstoles y de todo el mundo.

A imitación de estos santos varones, hemos de avivar en nuestra alma semejantes deseos, pues nos consta la gran necesidad que tenemos de este divino Espíritu.

Hemos de decir: Envía, Señor, tu Espíritu y seré renovado, pues con él renuevas la faz de la tierra.

Y al Espíritu Santo rezaremos muy a propósito el Himno Veni Creator y la Secuencia Veni Sancte Spiritus, repitiendo con mucho fervor aquellas palabras: Ven, Padre de los pobres; ven, Dador de los dones; ven, Lumbre de los corazones.

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Podemos preguntarnos por qué Nuestro Señor dilató diez días el cumplimiento de su promesa y el envío del Espíritu Santo.

La respuesta es que fue para enseñarnos la longanimidad con que hemos de esperar y pretender tan soberano don.

Quiere, pues, Nuestro Señor que entendamos que la venida del Espíritu Santo es tan soberano beneficio, que se ha de pretender y esperar muchos días, sin cansancio ni fatiga, porque todo tiempo es poco para tan preciado don.

Finalmente, el Padre Eterno, llegado el día para esto señalado, se determinó enviar al mundo la Persona del Espíritu Santo.

Y esto lo hizo por su infinita bondad y caridad, la cual, así como le movió para que nos diese a su Hijo por Redentor, también le movió a que nos diese el Espíritu Santo por Santificador, sin ningún merecimiento de parte nuestra, antes desmereciéndolo por mil títulos, pues habiendo el mundo tratado tan mal a la Persona del Hijo, no merecía recibir la Persona del Espíritu Santo.

Fue nuestra propia necesidad y miseria la que movió a compasión las entrañas de este Padre de las misericordias para enviar el último remediador de todos los males, que es el Espíritu Santo; de suerte que la justicia y la misericordia se concertaron para negociar esta venida.

La justicia, de parte de Jesucristo Nuestro Señor, que la mereció; la misericordia, de parte de la bondad del Padre, atendiendo a nuestra miseria.

Y el motivo que tiene, además de su bondad y misericordia y de nuestra necesidad, es para que el Espíritu Santo concluya y perfeccione la obra que comenzó el mismo Señor, como lo dijo en el Sermón de la Cena.

Se ha de tener en cuenta que, aunque el Padre y el Hijo nos envían al Espíritu Santo, también el mismo Espíritu Santo se nos da a Sí mismo. Él es el don y el dador: porque procede del Padre y del Hijo como amor, y por el grande amor que nos tiene; dándonos su amor se nos da a Sí mismo.

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¿Con qué fines nos envían el Padre y el Hijo al Espíritu Santo?

Nuestro Señor mismo nos da la respuesta en el largo Sermón de la Cena.

En primer lugar, es enviado el Espíritu Santo para que suceda a Nuestro Señor en el oficio de protector, abogado y consolador, haciendo esto invisiblemente con sus Apóstoles, como Él solía hacerlo visiblemente con ellos.

Y así les dijo: Yo rogaré a mi Padre, y Él os dará otro Paracleto, que quiere decir patrón, abogado y consolador, el cual tendrá cuidado de vosotros y os será padrino y protector en vuestros trabajos, consolador en vuestras tristezas, abogado e intercesor en vuestras necesidades.

En segundo lugar, nos envía Jesucristo el Espíritu Santo para que le suceda en el oficio de maestro, enseñando dentro de nuestro corazón la doctrina que Él predicó de boca viva.

De este modo dijo a sus Apóstoles: Cuando viniere el Espíritu Santo, que os enviará mi Padre en mi nombre, Él os enseñará todas las cosas, y os traerá a la memoria todo lo que os he dicho.

Es decir, os enseñará todas las cosas que os conviniere saber para vuestra salvación y perfección, y para cumplir vuestro oficio, muchas de las cuales exceden ahora a vuestra capacidad. Y además de esto, las que hubieres oído, o leído y aprendido de mi doctrina, os las traerá a la memoria cuando fuere menester, y os las repetirá dentro de vuestro espíritu, para que ni por ignorancia ni por olvido faltéis en lo que os conviene.

En tercer lugar, envió el Espíritu Santo a los Apóstoles para que interiormente les diese testimonio de quién era Cristo, y enseñándoles con este testimonio a que ellos le diesen públicamente al mundo, ofreciéndose al martirio como testigos de esta verdad, muriendo por el testimonio de ella, si fuere menester.

Sobre este tema hemos hablado el domingo pasado.

En cuarto lugar, viene el Espíritu Santo para reprender y corregir los vicios del mundo, y convencerle de ellos y de la victoria que el Salvador ganó contra el demonio.

Y así, dijo Él a sus Apóstoles: Cuando viniere el Espíritu consolador, argüirá al mundo de pecado, de justicia y de juicio.

Esto es, revistiéndose en vosotros, por vuestro medio reprenderá al mundo de sus pecados e infidelidades, convenciéndole que hace mal en no creer en Mí y en no guardar mi ley.

Y también le convencerá, con razones y testimonios, de la justicia y santidad de mi vida, de mi ley y de mi doctrina.

Y últimamente, le convencerá y dará a entender el juicio que Yo he hecho contra el pecado, condenando al demonio, echándole del mundo, reprobando la maldad y aprobando la justicia.

Y esto mismo hace interiormente el Espíritu Santo en el breve mundo de cada hombre, porque su oficio es reprenderle lo malo que hace, y exhortarle a lo bueno y justo que debe hacer, y descubrirle el juicio que es razón que haga entre lo bueno y lo malo, para que abrace lo bueno, siguiendo a Cristo, y aborrezca lo malo, huyendo del demonio.

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Como aplicación espiritual, consideremos que el Espíritu Santo infunde a los justos siete Dones, que llamamos: don de Sabiduría, de Entendimiento, de Ciencia, de Consejo, de Fortaleza, de Piedad y de Temor de Dios.

El oficio de los Dones es inclinar al justo a que se rinda y sujete al impulso y movimiento que le viene de fuera, esto es, del Espíritu Santo, cuando, con el viento de la inspiración, mueve a bien obrar.

El Espíritu Santo, con los siete Dones, por medio de sus inspiraciones, nos aparta del mal, ayudándonos a vencer los vicios y tentaciones, lo cual declaró San Gregorio Magno por estas palabras:

Contra la necedad nos arma la sabiduría; contra la rudeza, el entendimiento; contra la precipitación, el consejo; contra la ignorancia, la ciencia; contra la pusilanimidad, la fortaleza; contra la dureza, la piedad, y contra la soberbia, el temor.

De modo que estos siete Dones son armas ofensivas y defensivas que nos da el Espíritu Santo contra las principales raíces de las tentaciones que combaten la vida espiritual para que no la destruyan.

Lo primero, unas tentaciones proceden del tedio o desgana que tenemos de las cosas de Dios, y se llama desidia, porque la carne no gusta ni halla sabor en las cosas del espíritu, ni tiene estima de las cosas eternas, y enfadada de ellas, las deja y busca los deleites sensuales.

Contra estas tentaciones nos arma el Espíritu Santo con el Don de la Sabiduría, inspirándonos razones que nos aficionen a los bienes celestiales, dándonos dulzura en ellos, y hastío de los terrenos.

Otras tentaciones proceden de la rudeza y oscuridad que tenemos en las cosas de la fe, de donde nacen dudas, perplejidades, nieblas, desconfianzas y tibiezas, así en el creer y esperar, como en el obrar.

Contra las cuales nos favorece el Espíritu Santo con el Don del Entendimiento, arrojando en nuestro espíritu ilustraciones y rayos de luz que deshagan estas tinieblas y nos den paz y gozo en el creer.

Otras tentaciones nos vencen por ser indiscretos y precipitados en nuestras cosas, o por la cortedad de nuestra prudencia, que no halla traza para salir bien de ellas, o porque nos vienen de repente, sin darnos tiempo para pensar lo que hemos de hacer.

En tales casos suele acudir el Espíritu Santo con el Don del Consejo, inspirándonos con especialísima providencia el medio que hemos de tomar para vencerlas.

Contra las tentaciones que nos pueden derribar por ignorancia, por engaño, olvido o inadvertencia, nos socorre el Espíritu Santo con el Don de la Ciencia, ilustrándonos con sus inspiraciones para conocer las astucias de Satanás, los encantamientos del mundo y los engaños de la carne, y trayéndonos a la memoria las verdades que son más a propósito para vencerlos.

A otras tentaciones más terribles nos rendimos por flaqueza de ánimo, cuando nos ponen en tal aprieto, que si no hacemos lo que es pecado mortal, hemos de perder la hacienda, honra o vida, o padecer otro grave daño.

Entonces acude el Espíritu Santo con el Don de Fortaleza, sosteniendo con sus impulsos nuestro cobarde corazón, y animándole a padecer cualquier daño temporal por salvar el bien eterno.

De la dureza de nuestro corazón procede no tener compasión de nuestros prójimos, ni aplicarnos a hacerles bien, ni querer sufrir el mal que nos hacen; antes brotan tentaciones de iras, impaciencias, injurias, injusticias, venganzas y crueldades, contra las cuales nos ayuda el Espíritu Santo con el Don de Piedad, ablandando nuestros corazones con el toque de su tierna inspiración, y moviéndonos a usar de misericordia en las ocasiones que nos mueven a venganza.

Finalmente, contra las tentaciones que nacen de soberbia, presunción, ambición y vanidad, nos arma con el Don de Temor, infundiendo con su ilustración algunos sentimientos de verdades que repriman nuestro orgullo y nos hagan temblar de sus espantosos y secretos juicios, o nos humillen y deshagan la rueda de nuestra vanidad.

Consideremos la grandeza de nuestra necesidad y la eficacia de estas ayudas. Comparando una con otra, glorifiquemos al Espíritu Santo que, con tan amorosa providencia, proveyó de tales remedios a los que tan necesitados estaban de ellos.

Y cuando seamos molestados con algunas de estas tentaciones, acudamos a Él, pidiéndole que nos ayude, pues por esta razón nos ofreció estos Dones.