Siempre a tus Pies, Señor…

A LOS PIES DEL MAESTRO…

Hay una mujer, llamada María, de la que se habla ocasionalmente en el Evangelio, y siempre aparece a los Pies de Jesús. Tenía dos hermanos mayores que ella —Martha y Lázaro. Esta familia vivía en Betania, una aldea que estaba a dos kilómetros y medio de Jerusalén.

De esta mujer han debatido los Padres de la Iglesia desde el principio. A veces pensaron que se trataba de cuatro figuras diferentes, otras veces opinaron que eran tres o dos mujeres con el mismo nombre, pero si nos unimos al criterio de la mayoría de los Padres Latinos —como por ejemplo, San Agustín, San Gregorio y otros más…, incluso Santa Teresita— se trata de una sola figura.

Lo que más nos llama la atención a nosotros es que en esta mujer se pone de relieve la obra maravillosa de la gracia santificante. Lo primero que sabemos de ella es que era una mujer de vida pública que arrepentida de sus pecados, bañó los pies del Señor con sus lágrimas y los enjugó con sus cabellos, y el Señor la perdonó y echó de ella siete demonios. Estas historias las recoge San Lucas en el largo pasaje que comienza en el versículo 36 del capítulo 7 de su Evangelio y llega hasta el versículo 3 del capítulo 8.

Es acerca de esta mujer ya convertida y libre de las ataduras del enemigo que vamos a hablar… Sí, de la María, discípula de Jesús, que nos ofrece con su vida un símbolo de santidad, de consagración y de amor al Señor.

Después de su conversión, la encontramos por primera vez en Lucas 10:38-42, donde leemos lo siguiente:

“Jesús siguió su camino y llegó a una aldea, donde una mujer llamada Marta lo hospedó. Marta tenía una hermana llamada María, la cual se sentó a los Pies de Jesús para escuchar lo que Él decía. Pero Marta, que estaba atareada con sus muchos quehaceres, se acercó a Jesús y le dijo: —Señor, ¿no te preocupa nada que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude. Pero Jesús le contestó: —Marta, Marta, estás preocupada y te inquietas por demasiadas cosas, pero sólo una cosa es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y nadie se la va a quitar”.

Estaba absorta escuchando a Jesús.  Y ése es el primer paso para la oración.

La oración para algunos no es más que un monólogo en el que se expone toda una letanía de problemas. Sin embargo, la verdadera oración es un diálogo, en el cual, nosotros somos los interlocutores de Dios —Él habla y nosotros Le respondemos. Y Dios nos habla preferentemente en Su Palabra. Por ejemplo, el Profeta Daniel, en Babilonia, nos cuenta su propia experiencia en el capítulo 9 del Libro de Daniel, versículos 1 y 2, donde leemos lo siguiente:

“… yo, Daniel, estaba estudiando en el libro del profeta Jeremías acerca de los setenta años que debían pasar para que se cumpliera la ruina de Jerusalén, según el Señor se lo había dicho al profeta.  Y dirigí mis oraciones y súplicas a Dios el Señor…”

Fíjense que antes de formular su oración a Dios, Daniel estudió primero la Palabra. Y cuando terminó de leer y estudiar la Palabra, comenzó a orar.

En las primeras horas de la mañana (o en cualquier momento del día en que te sientas tranquilo o tranquila), abre el Evangelio, o los Salmos, o una porción de alguna epístola de un Apóstol, o algún otro pasaje de la Escritura y lee. Lee atentamente, porque esa porción que estás leyendo es una carta de tu Padre Celestial para ti. Escucha con diligencia y luego, responde. Esa respuesta es “oración”. Y ahí hay crecimiento espiritual.

Ésa misma es la esencia del Santo Rosario. El Rosario no es una seguidilla de oraciones dichas con rapidez. Sobre la trama de las Ave Marías y los Padrenuestros que pronuncias hay un trabajo mental, que es la meditación de los misterios de la vida de Jesús y de la vida de Nuestra Señora. De otro modo, el Rosario se vuelve estéril. Mientras rezas el Rosario, debes hacer pausas reflexivas sobre el misterio en cuestión, aplicarlo a tu vida, pedir a Dios y a Su Santísima Madre que te ayuden a alcanzar las virtudes que se ponen de relieve en ese misterio, etc.

Pues bien, en este pasaje del Evangelio de San Lucas, María de Betania aparece escuchando las palabras de Jesús en una adoración silenciosa y contemplativa.

María escuchando

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La segunda vez que nos encontramos a la convertida María de Betania es en el Evangelio según San Juan, capítulo 11.

Su hermano Lázaro había fallecido y tanto ella como su hermana Martha estaban consternadas. Le habían enviado a Jesús un mensaje cuando todavía Lázaro estaba enfermo, pero Jesús —“a propósito”— se había quedado en el lugar donde estaba y no había acudido al llamado. Él sabía lo que iba a hacer y quería probarlas con aquella demora. (A propósito, recuerden siempre que las dilaciones de Dios a nuestras oraciones no tienen por qué ser negaciones).

Finalmente apareció el Maestro, cuando hacía ya cuatro días que Lázaro había muerto. Martha fue la primera que le salió al encuentro y le saludó, conversó con Él un ratito, y acto seguido, fue a llamar a María y le dijo que el Maestro estaba allí preguntando por ella.

En Juan 11:29-33, leemos:

“Tan pronto como lo oyó, María se levantó y fue a ver a Jesús. Jesús no había entrado todavía en el pueblo; estaba en el lugar donde Marta se había encontrado con él. Al ver que María se levantaba y salía rápidamente, los judíos que estaban con ella en la casa, consolándola, la siguieron pensando que iba al sepulcro a llorar. Cuando María llegó a donde estaba Jesús, se puso de rodillas a sus Pies, diciendo: —Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Jesús, al ver llorar a María y a los judíos que habían llegado con ella, se conmovió profundamente y se estremeció”.

Allá fue María a ocupar, pues, su lugar favorito “a los Pies del Maestro”, y comenzó a derramar su alma ante Jesús. Fue tan sincera, tan sentida y tan fervorosa su oración, que su llanto conmovió a Jesús, y Éste a su vez, según nos dice el versículo 35, también “lloró”. ¡Sí, Jesús lloró! Las largas escuchas al Maestro habían hecho de María de Betania una intercesora tan poderosa que era capaz de conmover el Corazón de Cristo.

Jesús llorando

Aquí, pues, la vemos orando por otros, derramando como agua su corazón ante la Presencia del Dios Vivo y recibiendo una respuesta a su oración “mucho más abundante que lo que pedía o entendía” (Efesios 3:20).

Creo que esto es a lo que se refirió el Profeta Jeremías en el Libro de las Lamentaciones 2:19 cuando escribió:

Levántate, grita por las noches,
    grita hora tras hora;
vacía tu corazón delante del Señor,
    déjalo que corra como el agua;
dirige a él tus manos suplicantes
    y ruega por la vida de tus niños,
que en las esquinas de las calles
    mueren por falta de alimentos”.

Esos “niños” son los que todavía no conocen a Jesús, o lo que no han alcanzado aún la madurez espiritual, los que vienen a la iglesia un tiempo y luego se apartan, son los enfermos que están solos en los hospitales, los ancianos de los que nadie se ocupa, los niños abandonados, etc. Y el Profeta nos dice que es por ellos que tenemos que “vaciar nuestro corazón delante del Señor y dejarlo correr como el agua”.

Cuando yo me despierto durante mis horas de descanso, siempre rezo un Ave María porque no sé por quién quiere el Señor que alguien interceda en ese momento. Ese súbito despertar (como todo lo que sucede en el universo) no es casual, y en la vida de los cristianos, tiene un propósito más que marcado.

Pues bien, aquí tenemos a la María de Betania intercesora —no una intercesora de labios para fuera sino una intercesora que es capaz de llorar, de gemir y de derramar el alma por aquellos que ora.

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Y por último, encontramos a María de Betania en medio de un banquete. Jesús resucitó finalmente a Lázaro, y Martha, Lázaro y María decidieron dar un banquete para celebrar el acontecimiento. El Señor Jesús, ¡claro está!, era el homenajeado.

Y en Juan 12:1-8, leemos:

Seis días antes de la Pascua, Jesús fue a Betania, donde vivía Lázaro, a quien él había resucitado. Allí hicieron una cena en honor de Jesús; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa comiendo con él.  María trajo unos trescientos gramos de perfume de nardo puro, muy caro, y perfumó los Pies de Jesús; luego se los secó con sus cabellos. Y toda la casa se llenó del aroma del perfume. Entonces Judas Iscariote, que era aquel de los discípulos que iba a traicionar a Jesús, dijo: —¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios, para ayudar a los pobres? Pero Judas no dijo esto porque le importaran los pobres, sino porque era ladrón, y como tenía a su cargo la bolsa del dinero, robaba de lo que echaban en ella. Jesús le dijo: —Déjala, pues lo estaba guardando para el día de mi entierro. A los pobres siempre los tendrán entre ustedes, pero a mí no siempre me tendrán”.

¡Ay, qué mujercita ésta! ¡Qué adicción a los Pies del Maestro! Allá está, a los Pies de Jesús, perfumándolos. Es decir, está sirviendo a su Maestro.

María besando pies

Nosotros tenemos al Jesús físico entre nosotros, en la Sagrada Eucaristía, presente verdadera, real y substancialmente. Ante el Sagrario podemos perfumar los Pies de Jesús, con nuestro culto y servicio eucarístico, tal como nos enseña el Beato Pedro Julián Eymard.

Tenemos, además, una promesa del Señor, que nos dice que “cada vez que hacemos algo con nuestro prójimo necesitado estamos haciéndoselo a Él”. Cuando compartes tu tiempo tan precioso para ti con un anciano, con un enfermo, con un joven, con un niño, con alguien que está falto de compañía y de afecto, estás perfumando los Pies del Maestro y ese perfume “llena de aroma toda la casa”.

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Pues bien, aquí vemos a la discípula María. Sus tres funciones eran “escuchar la Palabra de Jesús en adoración silenciosa y reflexiva”, “interceder derramando el alma” y “servir”.

¿Fue criticada?

¡Oh sí! Cuando estaba absorta oyendo a Jesús, su propia hermanita Martha vino a reñirla porque no estaba dedicada a los quehaceres domésticos.

Cuando estaba a los Pies de Jesús intercediendo, los judíos que estaban en el velorio salieron tras ella para fisgonear qué iba a hacer.

Y cuando estaba sirviendo a Jesús, Judas comenzó a despotricar contra aquella acción y a pedir cuentas del desperdicio que estaba haciendo.

Y, ¿qué hizo ella? – ¡Callar! Dejó que su Maestro sacara la cara por ella y la defendiera.

Hizo lo que nos enseña el Salmo 38:12-15:

Los que me quieren matar, me ponen trampas; los que me quieren perjudicar, hablan de arruinarme y a todas horas hacen planes traicioneros. Pero yo me hago el sordo, como si no oyera; como si fuera mudo, no abro la boca. Soy como el que no oye ni puede decir nada en su defensa. Yo espero de ti, Señor y Dios mío, que seas tú quien les conteste”.

UNA PALABRA FINAL…

La última vez que aparece la discípula María en los Evangelios también se halla a los Pies del Señor, y la vemos en el pasaje de San Juan 20: 1-18:

El primer día de la semana, de madrugada, siendo todavía oscuro, María Magdalena llegó al sepulcro; y vio quitada la losa sepulcral. Corrió, entonces, a encontrar a Simón Pedro, y al otro discípulo a quien Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto.

(…)

Pero María se había quedado afuera, junto al sepulcro, y lloraba. Mientras lloraba, se inclinó al sepulcro, y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados el uno a la cabecera, y el otro a los pies, donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: “Mujer, ¿por qué lloras?” Les dijo: “Porque han quitado a mi Señor, y yo no sé dónde lo han puesto.” Dicho esto se volvió y vio a Jesús que estaba allí, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dijo: “Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?” Ella, pensando que era el jardinero, le dijo: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré.” Jesús le dijo: “Mariam.” Ella, volviéndose, dijo en hebreo: “Rabbuní”, es decir: “Maestro.” Jesús le dijo: “No me toques más, porque no he subido todavía al Padre; pero ve a encontrar a mis hermanos, y diles: voy a subir a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.” María Magdalena fue, pues, a anunciar a los discípulos: “He visto al Señor”, y lo que Él le había dicho.

Sepulcro vacío

Repleta de bendición espiritual después de adorar, interceder y servir, María se convierte en una testigo viva de Cristo y comienza a compartir su experiencia con los demás…

Éste es el punto climático… la explosión hacia afuera de lo que llevamos dentro, y como dijo un teólogo: Si el Evangelio que llevamos dentro no explota hacia afuera… ¡SE PUDRE!

Queridos lectores,

María de Betania es un símbolo de vida espiritual. En cuatro pasajes del Evangelio se sintetiza todo un programa de vida.

Es, pues, hora de propósitos y de resoluciones firmes del corazón. ¿Qué vas a hacer? ¿Qué tienes qué cambiar? ¿Qué metas te vas a trazar?

Reynaldo