RELOJ DE LA PASIÓN – POR SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO

RELOJ DE LA PASIÓN

O sea reflexiones afectuosas sobre los padecimientos

 de nuestro Señor Jesucristo, por el bienaventurado obispo

SAN ALFONSO DE LIGORIO

***

CAPÍTULO IX.

Cristo_Coronado_de_Espinas-GuidoReni_c

***

De la coronación de espinas.

  1. Mientras que rendidos ya los soldados continuaban azotando cruelmente al inocente Cordero, se refiere que uno de los asistentes se acercó a ellos, y tuvo valor suficiente para decirles: Vosotros no tenéis orden de hacer morir a este hombre, como parece lo intentáis. Y al mismo tiempo cortó los cordeles con que el Salvador estaba atado [Tunc unus concitato in se spiritu quaesivit: Numquid interficietis eum sic injudicatum? Et statim secuít vincula ejus. Lib I Revelat. c. 11.]. Esta particularidad fue revelada a santa Brígida. Mas, apenas se acabó la flagelación, incitados aquellos bárbaros verdugos por las instigaciones, y corrompidos con el oro de los judíos, como lo asegura san Crisóstomo, hacen sufrir al Salvador un tormento de nuevo género. He aquí, pues, que los soldados le desnudan otra vez de sus vestidos, y tratándole como a un rey de comedia, le arrojan sobre las espaldas un vestido de púrpura, que no era otra cosa que un pedazo rasgado de la capa llamada clámyde, que usaban los soldados romanos, y le ponen en la mano una caña a modo de cetro, y un manojo de espinas sobre la cabeza en figura de corona [Tunc milites præsidissuscipientes Jesum in prætorium, congregaverunt universam cohortem: et exuentes eum, clamydem coccineam circumdederent ei; et plectentes coronam spinis, posuerunt super caput ejus, et arundinem in dextera ejus. Matth. 27, 28, 29.]

    ¡Ah Jesús mío! Pues qué ¿no sois Vos el verdadero Rey de del cielo y de la tierra? ¿Y cómo habéis llegado a ser un rey de dolores y de oprobios? ¡Ved aquí, pues, a donde os ha conducido el amor! ¡Oh Dios infinitamente amable! ¿Cuándo llegara el día en que yo me una con Vos de tal modo que nada pueda ya separarme de Vos ni pueda dejar de amaros?

    ¡Ay! Señor, mientras yo vivo en la tierra, siempre estoy en peligro de volveros la espalda, y de rehusaros mi amor, como desgraciadamente lo he hecho hasta aquí. ¡Ah Jesús mío! Si Vos veis que conservándome la vida he de caer en esta espantosa desgracia, hacedme morir en este momento en el que creo estar en vuestra gracia. Por vuestra pasión os conjuro que no me dejéis expuesto a caer en un tan gran mal. Yo lo merezco seguramente por mis pecados; más Vos no lo merecéis: escoged para mí cualquier otro castigo, menos este. No, Jesús mío, yo no quiero verme separado ya más de Vos.

  1. Y haciendo una corona con las espinas, se la pusieron sobre su cabeza [Et plectentes coronam de spinis, posuerunt super caput ejus. Matth XXVII, 29.]. El devoto Lanspergio observa con mucha razón que este suplicio de las espinas fue excesivamente doloroso; porque atravesaron por todas partes la sagrada cabeza del Señor, que es la parte más sensible, como que de la cabeza descienden todos los nervios y todas las sensaciones; y porque este tormento fue el más largo de su pasión, puesto que Jesús llevó hasta la muerte estas crueles espinas clavadas en la cabeza. Cada vez que se tocaban estas a su cabeza, se le renovaban todos los dolores. Según el común sentir de los autores, y particularmente de san Vicente Ferrer, la corona fue hecha de muchos ramos de espinas entrelazados y dispuestos en forma de capillo o redecilla; por manera que según la revelación hecha a santa Brígida, cubría toda la cabeza y descendía hasta la mitad de la frente [Corona spinea capitis ejus arctissime posita fuit, quæ médium frontis descendebat. Lib. Revel. c.70]. Y según dice san Lorenzo Justiniano con san Pedro Damiano, las puntas de las espinas eran tan largas que penetraron hasta el cerebro [Spinæ cerebrum perforantes. D. Laur. Just.  De Triump. Chr. C.14]. Y el mansísimo Cordero lleno de dulzura se dejaba atormentar a gusto de ellos sin articular una sola palabra, y sin dar un solo grito: sino que cerrando los ojos por el exceso del dolor, lanzaba frecuentemente agudos suspiros, como un hombre que se halla en la tortura a punto de espirar, como le fue revelado a la bienaventurada Águeda de la Cruz [Sæpius oculos clausit, et acuta edidit suspiria quasi morituri.]. La cantidad de sangre que corría de las heridas de su cabeza por sus cabellos, ojos y barba era tanta, que su semblante parecía todo de sangre, según la revelación de santa Brígida [Plurimis rivis sanguinis decurrentis per faciem ejus, et crines, et oculos, et barbam replentibus, nihil nisi sanguis totum videratur. Lib. IV Revel. c.70]. Y san Buenaventura añade, que no era ya aquel hermoso rostro del Señor el que se veía, sino el de un hombre desollado [Non amplius facies Domini Jesu, sed hominis excoriati videretur.].

    ¡Oh amor divino! exclama aquí Salviano, yo ignoro cómo pueda llamaros, si dulce, o cruel; pues que Vos parecéis ser al mismo tiempo uno y otro [¡O amor! Quid te apellem nescio: dulcem an asperum? Utrunque ese videris. Epost. 1.]. ¡Ah Jesús mío! sí, el amor os ha hecho para nosotros la misma dulzura, abrasándoos en un amor tan apasionado por nuestras almas; mas también os ha hecho cruel para Vos, haciéndoos padecer tormentos tan espantosos. Vos quisisteis ser coronado de espinas para alcanzarnos una corona de gloria en el cielo». ¡Oh Salvador mío dulcísimo! yo espero ser vuestra corona en el paraíso después de haberme salvado por los méritos de vuestros dolores: yo bendeciré allí eternamente vuestro amor y vuestras misericordias [Misericordias Domini in æternum cantabo. Psalm LXXXVIII, 2.].

 

  1. ¡Ah espinas crueles, ingratas criaturas! ¿por qué atormentáis así a vuestro Criador? ¿Más por qué, dice san Agustín, dirigir estas reconvenciones a las espinas? Ellas no fueron sino unos instrumentos inocentes; nuestros pecados, nuestros malos pensamientos, he aquí las espinas malditas que hirieron la cabeza de Jesucristo [Spinae quid nisi peccata?.]. Un día que se apareció Jesús coronado de espinas a santa Teresa, se puso esta a llorar compadeciéndose de sus tormentos; mas el Señor le dijo: Teresa, no te lamentes por causa de las heridas que me hicieron las espinas de los judíos, sino más bien por las heridas que me hicieron los pecados de los cristianos.

    ¡Oh alma mía! tu también atormentaste entonces la venerable cabeza de tu Redentor con tantos malos pensamientos en que has consentido. Abre ya tus ojos, y mira y llora amargamente el resto de tu vida el mal que has hecho abandonando con tanta ingratitud a tu Señor y tu Dios [Scito, et vide quia malum et amarum est reliquisse te Dominum Deum tuum. Jer. II, 19.]. ¡Ah Jesús mío! Vos no merecíais ser tratado por mí como yo os he tratado. Yo he hecho mal, yo me he engañado, mi corazón siente ya el mayor pesar; perdonadme y dadme un dolor tan grande que me haga llorar toda la vida mis injusticias para con Vos. Jesús mío, Jesús mío, perdonadme, porque ya quiero amaros siempre.

 

  1. Y doblando la rodilla delante de él, se le burlaban diciendo: Dios te salve, rey de los judíos; y escupiéndole, tomaron una caña y con ella le herían en la cabeza [Et genuflexi ante eum illudebant ei, dicentes: Ave, Rex Judaeorum, et expuentes in eum, acceperunt arundinem, et percutiebant caput ejus. Matth. XXVII, 29, 30.]. San Juan añade: Y ellos le daban bofetadas [Et dabant ei alapas. Joann. XIX, 3.]. Después que aquellos bárbaros hubieron colocado sobre la cabeza de Jesús esta cruel corona, no les bastó apretarla con todas las fuerzas de sus manos, sino que se valieron de una caña como de martillo para introducir más y más las espinas; y en seguida comenzaron a mofarse de él, como de un rey de teatro, saludándole primero con la rodilla doblada, rey de los judíos; y levantándose después le escupían en la cara y le daban bofetadas, con gran gritería y carcajadas de menosprecio. ¡Oh Jesús mío! ¿a qué estado tan lastimoso os habéis reducido? Si en este momento hubiera casualmente pasado alguno por allí, y hubiese visto a Jesucristo tan agotado de sangre y de fuerzas, cubierto con aquel harapo encarnado, con aquel nuevo cetro en la mano, con aquella corona en la cabeza, y abofeteado y maltratado de este modo por aquel populacho; ¿por quién le hubiera tenido, sino por el hombre más vil y más malvado del mundo? ¡Ved aquí, pues, al Hijo de Dios hecho en este momento el oprobio de Jerusalén! ¡Oh hombres! exclama aquí el bienaventurado Dionisio Cartujano , si no queremos amar a Jesucristo solo porque es bueno y porque es Dios, amémosle al menos por tantas penas como ha sufrido por nosotros [Si non amamus eum quia bonus, quia Deus, saltem amemus quoniam tanta pro nostra salute perpessus est. In cap. XVII Matth.]. ¡Ah mi tierno Salvador! recibid a un siervo rebelde que os ha abandonado, pero que arrepentido ahora se vuelve a Vos. Cuando yo huía de Vos, y menospreciaba vuestro amor, Vos no dejabais por eso de venir tras de mí para atraerme a Vos; por lo mismo, pues, no puedo temer que me desechéis ahora que os busco, que os estimo y que os amo más que a ninguna otra cosa; dadme a conocer lo que debo hacer para agradaros, porque estoy dispuesto a todo. ¡Oh Dios, que sois el mismo amor! yo quiero amaros verdaderamente, y no quiero desagradaros ya más. Ayudadme con el auxilio de vuestra gracia, no permitáis que jamás os abandone. María, esperanza mía, rogad a Jesús por mí.

 

 

CAPÍTULO X.

ecce-homo-03

Del Ecce Homo.

  1. Viendo Pilato al Salvador reducido a un estado tan digno de compasión, pensó que solo su vista enternecería a los judíos; le condujo, pues, a una especie de galería o balcón, levantó el pedazo de púrpura que le cubría, y mostrando al pueblo el llagado y despedazado cuerpo de Jesús, les dice: ¡Ved aquí el Hombre [Exivit iterum Pilatus foras, et dixit ets: Ecce adduco vobis eum foras, ut cognoscatis quia nullam invenio in eo causam. Exivit ergo Jesus portans coronam spineam et purpureum vestimentum, et dixit eis: Ecce Homo! Joann. XIX, 4, 5.]! Como si hubiera querido decir: Ved aquí el hombre a quien acusabais ante mí de que pretendía hacerse rey; por daros gusto lo he condenado, aunque inocente, a ser vilmente azotado [Ecce Homo non clarus imperio, sed plenus opprobio. S. Aug. Tract. XVI in Joann.]. Vedle aquí reducido ahora a tal estado que se asemeja a un hombre desollado, y que apenas puede ya vivir. Si no obstante pretendéis que le condene a muerte, os digo que yo no puedo hacerlo, porque no encuentro razón alguna para condenarle. Pero los judíos, viendo a Jesús tan maltratado, se enfurecieron todavía más y pidieron su muerte de cruz [Cum ergo vidissent eum Pontifices et ministri clamabant dicentes: Crucifige eum. Joann. XIX, 6.] Conociendo, pues, Pilato que no se aplacaban, se lavó las manos a vista del pueblo, diciendo: Yo soy inocente de la sangre de este justo: allá os lo veréis [Innocens ego sum a sanguine justi hujus: Vos videritis. Matth. XXVII, 24.] Y ellos respondieron: Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos [Sanguis ejus super nos et super filios nostros. Matth. XXVII, 25.]

    ¡Oh mi amantísimo Salvador! Vos sois el mayor de todos los reyes, mas ahora os veo el más indignamente vilipendiado de todos los hombres. Si este pueblo ingrato no os conoce, yo os reconozco, y os adoro como mi verdadero Rey y Señor; yo os doy gracias, ¡Oh Redentor mío! Por todos los ultrajes que habéis sufrido por mí, yo os pido me hagáis amar los menosprecios y sufrimientos, puesto que Vos los habéis abrazado con tanto afecto. Yo me sonrojo de haber hasta aquí amado de tal suerte los placeres y los honores, que por ellos haga llegado a renunciar tantas veces a vuestra gracia y de vuestro amor: yo me arrepiento de esto más que de todo otro mal: yo abrazo, Señor, todas las cruces, todas las afrentas que me vinieren de vuestra mano. Concededme la virtud de la resignación de que tengo tanta necesidad: yo os amo, mi Jesús, mi amor y mi todo.

 

  1. Mas como Pilato desde el balcón mostraba a Jesús al pueblo, así también el Padre eterno desde el cielo nos mostraba al mismo tiempo a todos nosotros su muy amado Hijo, diciéndonos igualmente: ¡Ved aquí el hombre! ¡Ved aquí este hombre que es mi Hijo único, a quien yo amo tanto como a mí mismo [Hic est Filius meum dilectus in quo mihi bene complacui. II Petr. 1, 17.]! Ved aquí el hombre, a vuestro Salvador, tan frecuentemente prometido por mí, y tan impacientemente esperado por vosotros. Ved aquí el hombre más noble y más hermoso de todos los hombres, hecho un varón de dolores; vedle aquí, ved a que estado tan lamentable se ha reducido por amor vuestro, y para ser, al menos por compasión, amado de vosotros. Miradle por merced y amadle, y si sus divinas cualidades nada os mueven, que por lo menos estos dolores e ignominias que padece por vosotros os exciten a amarle.

    ¡Ah! Dios mío y Padre de mi Redentor, yo amo a vuestro querido Hijo que tanto sufre por mi amor; y os amo también a Vos, que con tanto amor le habéis entregado por mí a tantos padecimientos. ¡Ay! Yo os suplico que no miréis ya a mis pecados con los que tantas veces he ofendido a Vos y a vuestro Hijo; mirad a este vuestro Hijo único [Respice in faciem Christi tui. Psalm. LXXXIII, 10.], cubierto de llagas y de oprobios para expiar mis iniquidades, y en nombre de sus méritos perdonadme, y no permitáis que yo os ofenda ya jamás. Que la sangre de este Hombre que os es tan amado, que os ruega por nosotros y os pide misericordia, descienda sobre nuestras almas [Sanguis ejus super nos. Matth. XXVII, 28.], y nos alcance vuestra gracia. ¡Oh mi Señor y mi Dios! yo maldigo todos los disgustos que os he dado, y os amo, bondad infinita, más que a mí mismo. Por el amor de este vuestro Hijo concededme vuestro amor, el que me haga triunfar de todas mis pasiones y sufrir toda especie de penas antes que desagradaros.

  1. Hijas de Sion, salid y ved a vuestro rey Salomón con la diadema que le ha ceñido su madre en el día de sus desposorios y en el día de gozo para su corazón [Egredimini et videte, flliæ Sion, regem Salomonem in diademate, quo coronavit illum mater sua in die desponsationis illius, et in die lætitiæ cordis ejus. Cant III, 11.]. Salid, ¡oh almas rescatadas, hijas de la gracia! salid para ver a vuestro Rey lleno de dulzura en el día de su muerte, que es el día de su alegría, porque en él os ha hecho esposas suyas dando por vosotras su vida sobre la cruz; coronado por la ingrata Sinagoga, su madre, con una corona, no ciertamente de gloria, sino de dolor y de ignominia. Salid, dice san Bernardo, y ved a vuestro Rey con la corona de la pobreza y de la miseria [Engredimini et videte Regem vestrum in corona paupertatis et miseriæ. Serm. III de Epiph.]. ¡Oh el más hermoso de todos los hombres! ¡oh el mejor de todos los esposos! ¿cómo os veo yo todo cubierto de heridas y de oprobios? Vos sois nuestro Esposo; pero esposo de sangre [Sponsus sanguinum tu mihi es. Exod. IV, 25.], pues que por medio de vuestra sangre y de vuestra muerte, os habéis querido desposar con nuestras almas. Vos sois nuestro Rey; pero rey de dolor y rey de amor, puesto que a fuerza de tormentos habéis querido conquistar nuestro amor.

    ¡Oh Esposo amantísimo de mi alma, que yo me acuerde siempre de todo lo que Vos habéis sufrido por mí, para que no cese jamás de amaros y de agradaros! Tened piedad de mí, que tanto os he costado: por premio de todo lo que habéis padecido por mi contentaos de mi amor; yo os amo, pues, amabilidad infinita, yo os amo más que a todas las cosas, pero con todo eso yo os amo poco. Mi muy amado Jesús, dadme más amor, si queréis ser más amado de mí. Miserable pecador como soy, yo debería arder en el infierno desde el momento en que os ofendí mortalmente; mas Vos me habéis sufrido hasta ahora, porque no queréis que me abrase en aquellas infelices llamas de dolor,  sino más bien en las dichosas llamas de vuestro amor. Este pensamiento, ¡oh Dios de mi alma! Me inflama del todo en el deseo de hacer todo cuanto pudiere para agradaros. Ayudadme, Jesús mío,  y pues que ya habéis hecho tanto, acabad vuestra obra, haced que yo sea todo para Vos.

  1. Entre tanto, los judíos continuando en resultar al gobernador gritaban: Quítalo, quítalo, crucifícalo; y Pilato les dice: ¡Queréis que crucifique a vuestro rey! Mas ellos responden: Nosotros no tenemos otro rey que al César [Tolle, tolle, crucifige eum. –Regem vestrum crucifigam? – Non habemus regem nisi Cæsarem. Joann. XIX, 15.]. También los mundanos, que más que todo aman las riquezas, los honores y los placeres de la tierra, niegan a Jesús por su rey, porque Jesús en este mundo no fue rey sino de la pobreza, de las humillaciones y de los dolores. Pero si ellos os niegan, ¡Oh Jesús mío! nosotros os elegimos por nuestro único rey; y protestamos que no tendremos otro rey que a Jesús [Non habemus regem nisi Jesum.]. Sí, amable Salvador, Vos sois mi rey [Rex meus es tu.]. Vos sois y habéis de ser siempre mi único Señor.

Con razón decimos que Vos sois el verdadero rey de nuestras almas, porque las habéis criado y rescatado de la esclavitud de Lucifer. Dominad, pues, y reinad siempre en nuestros pobres corazones; que ellos os sirvan siempre y os obedezcan [Adveniat regnum tuum.]. Sirvan otros a los monarcas de la tierra con la esperanza de alcanzar los bienes de este mundo; que nosotros no queremos servir sino a Vos, Rey paciente y menospreciado con la sola esperanza de agradaros y sin ninguna consolación terrena. En adelante los sufrimientos y los oprobios nos serán ya gratos, puesto que Vos habéis querido padecerlos en tanto número por nuestro amor. Nosotros os lo pedimos, concedednos la gracia de seros fieles, y para ello otorgadnos el gran don de vuestro amor. Si nosotros os amamos, amaremos también los menosprecios y los sufrimientos que Vos habéis amado tanto, y no os pediremos otra cosa que la que os pedía vuestro fiel y devoto siervo san Juan de la Cruz: Señor, sufrir y ser menospreciado por Vos [Domine, pati et contemni pro te. Domine, pati et contemni pro te.]. María, madre nuestra, interceded por nosotros. Amen.