
VIGESIMOCUARTO DOMINGO DESPUES DE PENTECOSTES
Termina hoy el Año Eclesiástico que, habiendo comenzado por el Primer Domingo de Adviento, concluye siempre por el Vigesimocuarto después de Pentecostés.
La Misa del Domingo Vigesimotercero de Pentecostés era considerada antiguamente como la última del Ciclo Litúrgico. La Iglesia, pues, detenía antiguamente allí la marcha de su Liturgia.
Tampoco volvía ya a anunciar la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo, que hizo durante el Adviento el objeto de sus meditaciones.
Sólo después de siglos, queriendo dar al Ciclo una conclusión más precisa y más al alcance de los fieles, se decidió a terminarlo con el relato profético de la Venida del Señor, que da fin al tiempo y también marca el principio de la eternidad.
Como ya desde tiempo inmemorial es San Lucas el encargado de anunciar esta Venida en los días del Adviento, se escogió el Evangelio de San Mateo para describirla de nuevo, y más ampliamente, en el último Domingo después de Pentecostés.
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Consideremos según las escrituras, con los comentarios del Padre Lacunza, ese día, el de la Venida del Señor (Venida del Mesías en Gloria y Majestad, Parte III, capítulos I y II):
Este día se llama en las Escrituras: el día grande y tremendo del Señor (Malaquías, IV).
Se llama día de la venganza del Señor… día de la ira de su furor (Isaías, XIII y XXXIV).
Se llama día de Madián, aludiendo a la célebre batalla de Gedeón (Isaías, IX, 4 y X, 33).
Se llama día de ira, aquel día, día de tribulación y de congoja, día de calamidad y de miseria, día de tinieblas y de oscuridad, día de nublado y de tempestad, día de trompeta y de algazara… (Sofonías, I, 15-16).
Se llama grande, aquel día, ni hay semejante a él (Jeremías, XXX).
Se llama aquel día repentino; el cual día, … así como un lazo vendrá sobre todos los que están sobre la faz de toda la tierra (S. Lucas, XXI, 34-35).
Se llama el gran día de la ira de ellos… sí por cierto, día de la ira del Dios Todopoderoso…y de la ira del Cordero (Apocalipsis VI, 17).
Se llama en suma, por abreviar, día del Señor, y se dice en Isaías: Porque el día del Señor de los ejércitos será sobre todo soberbio, y altivo, y sobre todo arrogante; y será abatido… Y entrarán en las cavernas de las peñas, y en las profundidades de la tierra por causa de la presencia formidable del Señor, y de la gloria de su majestad, cuando se levantare para herir la tierra (II, 12 y 19).
Todo lo cual lo comprende Daniel en estas breves palabras: cuando sin mano alguna se desgajó del monte una piedra; e hirió a la estatua en sus pies de hierro, y de barro, y los desmenuzó (II, 44-45).
Concluidos, pues, los tiempos y momentos, que puso el Padre en su propio poder,
estando todo el orbe de la tierra, y la Iglesia misma, exceptuando algunos pocos individuos, … así como en los días de Noé… (S. Mateo, XXIV, 37), y como fue en los días de Lot (S. Lucas, XVII, 28), llegará finalmente aquel día de que tanto se habla en los Profetas, en los Evangelios, en los escritos de los Apóstoles, y más de propósito y con noticias y circunstancias las más individuales, en la última profecía canónica, que es el Apocalipsis de San Juan: volverá, digo, del cielo a la tierra el Hombre Dios, y se manifestará en su propia persona con toda su majestad y gloria; amable y deseable, respecto de pocos; terrible y admirable respecto de los más: y verán al Hijo del Hombre, que vendrá en las nubes del cielo con grande poder y majestad… (S. Mateo, XXIV). He aquí que viene con las nubes, y le verá todo ojo, y los que le traspasaron. Y se herirán los pechos al verle todos los linajes de la tierra (Apocalipsis, I, 7).
Esta Venida gloriosa del Señor Jesús es una verdad divina, tan esencial y fundamental en el Cristianismo, como lo es su Primera Venida en carne pasible.
Dicen que esta Segunda Venida sucederá solamente al fin del mundo, cuando ya no haya en todo él viviente alguno, habiendo todo sido consumido por el fuego, y habiendo sucedido la resurrección universal; mas si la Escritura divina dice frecuentísimamente y supone evidentemente todo lo contrario, ¿a quién debemos creer?
Llegado, pues, este Gran Día, que espera con las mayores ansias el cielo y la tierra, el mismo Señor, con mandato, y con voz de Arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo (I Thess., IV, 15).
Acontecimientos
1º) Entonces al venir ya del cielo a la tierra, al punto mismo de tocar ya la atmósfera de nuestro globo, sucederá en él, en primer lugar, la resurrección de todos aquellos santos que serán juzgados dignos de aquel siglo, y de la resurrección de entre os muertos (S. Lucas, XX, 35), de los cuales, prosigue diciendo inmediatamente San Pablo, …los que murieron en Cristo, resucitarán los primeros (I Thes., IV, 16).
2º) Sucedida en un momento, en un abrir de ojos (I Cor., XV, 52), esta primera resurrección de santos (y santos no ordinarios o mediocres, sino grandes y a toda prueba); los pocos dignos de este nombre que entonces se hallaren vivos sobre la tierra por su fe y justicia incorrupta, serán arrebatados juntamente con los santos muertos que acaban de resucitar, y subirán juntamente con ellos en las nubes a recibir a Cristo en los aires (I Thes., IV, 17).
3º) Estando, pues, las cosas en esta situación, empezarán luego a verificarse en este orbe de la tierra, todas aquellas cosas grandes y horribles que para este día están anunciadas.
Todas las cuales las comprendo en estas cuatro palabras del más elegante de todos los Profetas, de quien se dice en el Eclesiástico (XLVIII, 27): Con espíritu grande vio los últimos tiempos, y alentó a los que lloraban en Sion:
Para ti, que eres morador de la tierra, está el espanto, y el hoyo, y el lazo. Y acaecerá: Que el que huyere de la voz del espanto, caerá en el hoyo; y el que escapare del hoyo, será preso en el lazo; porque las compuertas de los cielos fueron abiertas, y serán sacudidos los cimientos de la tierra. Totalmente será quebrantada la tierra; desmenuzada enteramente será la tierra; conmovida sobre manera será la tierra, será agitada muy mucho la tierra como un embriagado, y será quitada como tienda de una noche; y la agobiará su maldad, y caerá, y no volverá a levantarse (Is., XXIV, 17).
4º) Pues en esta conturbación de todo lo que hay en la superficie de nuestro globo, en esta conmoción y agitación, en esta oscuridad y tinieblas, en este espanto y pavor, en esta como lluvia de rayos, que el Evangelio llama estrellas, no hay duda que perecerá la mayor y máxima parte del linaje humano; aquellos, en primer lugar que, de algún modo, se hubiesen agregado a la cuarta bestia de Daniel, o pertenecieren a las dos bestias del capítulo XIII del Apocalipsis.
De estos tengo por ciertísimo que no quedará vivo uno solo, porque así lo veo expreso en ambas profecías.
Y vi (dice Daniel) que había sido muerta la bestia (la cuarta), y había perecido su cuerpo, y había sido entregado al fuego para ser quemado… Estos dos (dice San Juan de las dos bestias) fueron lanzados vivos en un estanque de fuego ardiendo, y de azufre. Y los otros murieron con la espada, que sale de la boca del que estaba sentado sobre el caballo.
Lo cual hallo confirmado de mil maneras en las Profecías y en los Salmos.
5º) Mas así como tengo por ciertísimo que de esta clase de gente no quedará vivo un solo individuo, así del mismo modo y con el mismo fundamento, me parece ciertísimo que quedarán vivos muchos individuos; no sólo de los que entonces pertenecerán al verdadero Cristianismo (como serán los que han de subir en las nubes, a recibir a Cristo, y los que han de componer la mujer solitaria), sino también de los pertenecientes a las tres primeras bestias, que de algún modo, pasiva o activamente, no se hayan agregado a la cuarta.
Los cuales vivos, comparados con los muertos, serán poquísimos. Así lo leo expreso en el mismo cap. XXIV, v. 13, de Isaías: Porque estas cosas serán en medio de la tierra, en medio de los pueblos; como si algunas pocas aceitunas, que quedaron, se sacudieren de la oliva; y algunos rebuscos, después de acabada la vendimia. Estos levantarán su voz, y darán alabanza.
En el cap. XIV del Apocalipsis, v. 19, se habla de esta vendimia metafórica, de un modo capaz de hacer temblar al más animoso: Y metió el ángel su hoz aguda en la tierra, y vendimió la viña de la tierra, y echó la vendimia en el grande lago de la ira de Dios.
Esta vendimia horrible, dejando intactos algunos racimos, que no serán dignos de la ira de Dios Omnipotente, ni de la ira del Cordero, parece necesaria e indispensable en la venida del Señor, y en el estado miserable en que se hallará, según las Escrituras, la viña de la tierra; así para evacuar todo principado, potestad y virtud, o lo que es lo mismo, para destruir y convertir en polvo la gran estatua; como para evacuar tanta iniquidad, para acabar con el pecado en toda la tierra, y para destrizar de ella a los pecadores; para plantar de nuevo la justicia, dando a aquellas pocas plantas que quedaron servibles el último y más excelente cultivo, y recoger por consiguiente aquellos frutos copiosísimos y óptimos, dignos de Dios, que hasta ahora no se han recogido, contra la intención del mismo Dios, y del Redentor, que murió por todos …y que quiere que todos los hombres sean salvos, y por culpa innegable de los colonos, que por la mayor y máxima parte, han atendido en primer lugar, a aquellas cosas que son propias, y no las que son de Jesucristo, según lo dejó anunciado Él mismo, ya expresamente, ya mucho más en parábolas.
Parábola explicativa
Imagínese por un momento, para que podamos entendernos mejor, que un gran monarca, habiendo estado por largo tiempo ausente de su reino, y siendo ya tiempo de volver a él, vuelve lleno de gloria al frente de un poderosísimo ejército.
Al llegar a los confines de su reino, lo halla todo en un sumo desorden y en una deplorable confusión: las leyes del estado, y aun las naturales y divinas, despreciadas y aun conculcadas; los tribunales corrompidos; oprimida la inocencia; la iniquidad protegida; la injusticia y la prepotencia entronizadas; y los grandes del reino que había dejado en su lugar con todas sus veces y autoridad, unos dormidos, descuidados o distraídos; otros que comen y beben con los que se embriagan; otros ocupados enteramente en bagatelas y puerilidades; y los más declarados contra su legítimo señor, diciendo formal y públicamente: No queremos que reine éste sobre nosotros.
En este caso, parece necesario que este monarca, que suponemos sapientísimo y potentísimo, entre en su reino con la espada desnuda; que empiece su juicio por los más culpados o por las cabezas principales de la rebelión, congregadas para pelear con él; que exterminados éstos, extermine del mismo modo a los infieles ministros, que en lugar de oponerse a ellos como un muro fortísimo, se coligaron con ellos, y les dieron un auxilio potentísimo, que ellos mismos apenas podían esperar; a estos ministros, digo, cuya ambición, cuya avaricia, cuya negligencia, cuyos intereses particulares fueron la causa principal de tantos desórdenes.
Que castigue del mismo modo a proporción la muchedumbre atrevida; perdonando al mismo tiempo benignamente una gran parte de ella, en quien la culpa había sido más de ignorancia que de malicia.
Que honre, en fin, y premie, como correspondía a la magnificencia de un rey, aquellos pocos siervos fieles, y verdaderos amigos que halla declarados por él, y por esta única causa perseguidos, oprimidos y atribulados.
Y hecho este primer acto de su juicio, que pertenece a la justicia vindicativa, parece también necesario, en el caso y circunstancias de que hablamos, que nuestro sabio y potentísimo rey empiece al punto a poner en el mejor orden y armonía todas las cosas; promulgando suave y pacíficamente nuevas leyes, renovando y perfeccionando muchas de las antiguas, y produciendo nuevos medios, nuevas y sabias precauciones para que estas leyes se observen en adelante con mayor perfección, en bien universal, sólido y verdadero de todo el estado.
Ahora, si estudiamos con mediana atención las Escrituras, así del Antiguo, como del Nuevo Testamento, nos será preciso decir y confesar, que de esta manera será el día, en que se manifestará el Hijo del Hombre (S. Lucas., XVII, 30).
Jesucristo hallará ciertísimamente toda nuestra tierra en la misma forma, pues así lo dejó anunciado Él mismo, y después de Él sus discípulos, confirmando lo que ya habían anunciado los Profetas. Hallará toda la tierra como estaba poco antes del diluvio, esto es, corrompida delante de Dios, e hinchada de iniquidad (Gen. VI, 11.);
por consiguiente, sin fe, sin justicia, sin religión, en un sumo desorden, y en un lamentable descuido.
Así le será, como inevitable y necesario, entrar en su reino como lo describe Isaías, cap. LIX: se puso vestidos de venganza, y se cubrió de celo como de un manto. Como para hacer venganza, como para retornar indignación a sus enemigos… y en el cap. LXIII, dice el mismo Señor: Y pisoteé a los pueblos en mi furor, y los embriagué de mi indignación, y derribé en tierra la fuerza de ellos; entrar, digo, en su reino con la espada desnuda: Y salía de su boca una espada de dos filos para herir con ella a las gentes.
Y como lo dice su padre, David, hablando con Él en espíritu: El Señor está a tu derecha, quebrantó a los reyes en el día de su ira. Juzgará a las naciones, multiplicará las ruinas; castigará cabezas en tierra de muchos.
6º) Concluido este primer y necesario acto del juicio de Cristo sobre los vivos, o esta especie de vendimia terrible (de que se habla de propósito en el cap. XXIV de Isaías, y en el cap. XIV del Apocalipsis), aunque la viña de la tierra, y la tierra toda quedará despoblada, casi tanto como quedó después del diluvio; no por eso dejarán de quedar dispersos acá y allá algunos pequeños racimos, así como sucede siempre en una gran vendimia: como si algunas pocas aceitunas, que quedaron, se sacudieren, de la oliva; y algunos rebuscos, después de acabada la vendimia.
Estos pocos residuos, pasada la gran borrasca levantarán la voz, y alabarán a su Señor. Cuando éste fuere glorificado con la destrucción y ruina de todos los inicuos, clamarán y suspirarán por Él, con deseo y ansia de conocerlo y adorarlo, aun los que se hallaren en los últimos fines de la tierra, separados de este continente por vastísimos mares.
Pues en estos pocos que quedarán vivos sobre la tierra, y en toda su numerosísima posteridad, proseguirá por muchos siglos (que San Juan llama con el número redondo de mil años) el juicio de Cristo sobre los vivos o, lo que parece lo mismo, su reino sobre los vivos, y viadores, hasta que éstos falten del todo.
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Idea general del Juicio de Cristo según las Escrituras
Estas dos palabras, reino y juicio, o rey y juez, en frase de todas las Escrituras canónicas, y en la inteligencia universal recibida de todos los que viven en sociedad, me parece a mí que no significan, ni pueden significar dos cosas diversas, sino una sola.
Un rey o príncipe soberano, recibido y reconocido por tal de todos sus respectivos súbditos, no es otra cosa que un juez en quien reside todo el juicio respecto de estos mismos súbditos, ni su reinado es otra cosa que su juicio.
Aunque no todo juez merece el nombre de rey, ni de príncipe, ni de soberano; mas todo rey, todo príncipe soberano, merece el nombre de juez, y se le debe de justicia, pues lo es en realidad.
Tú me escogiste, le decía a Dios el más sabio de los reyes, por rey de tu pueblo, y por juez de tus hijos, e hijas (Sab., IX, 7).
Y en el capítulo VI, hablando con todos los reyes de la tierra, les da promiscuamente el nombre de reyes y de jueces: Oíd, pues, reyes, y entended; aprended vosotros, jueces de toda la tierra.
Lo mismo hace su padre David en el salmo II: Y ahora, reyes, entended: sed instruidos los que juzgáis la tierra.
Y es bien fácil observar esto mismo casi a cada paso en las Escrituras.
La palabra misma rey, se deriva evidentemente del verbo regir, que significa gobernar, dirigir, ordenar, mandar, premiar, castigar, etc., todo lo cual supone el juicio que debe preceder.
Así, todos los reyes o príncipes soberanos (sean personas particulares, o cuerpos morales) son otros tantos jueces de sus respectivos dominios; de cuyo bien y felicidad deben velar, dando a todos y a cada uno, lo que merece según sus obras, o sea de premio o de castigo, y procurando siempre un buen orden, y una buena armonía en todo el cuerpo del estado.
Ahora, como los reyes y soberanos de la tierra no pueden juzgarlo todo por sí mismos, porque excede infinitamente la limitación del hombre; la razón natural, la experiencia y la necesidad les ha enseñado, de tiempos antiguos, aquel óptimo expediente que aconsejó a Moisés su suegro Jetro, es a saber, repartir entre muchos, temerosos de Dios, en quienes se halla verdad, y que aborrezcan la avaricia, aquel juicio que reside en ellos, dando a cada uno aquella parte determinada, o por tiempo determinado o indeterminado, según su voluntad; mas con la condición indispensable de que todos reconozcan su dependencia, pues el juicio no es suyo, sino prestado, y todos se reúnan al fin en un solo punto o centro de unidad, esto es, en el soberano mismo, de quien todos recibieron la porción de juicio, que cada uno tiene, o la potestad de juzgar dentro de los límites de su jurisdicción.
Estos conjueces son, propiamente hablando, los co-reinantes, y los que forman juntamente con el rey el reino activo, o la parte activa del reino, que es la principal.
Esta parece la verdadera idea sencilla y clara de un rey, y de una monarquía: y esta parece del mismo modo (guardando la debida proporción) la verdadera idea del juicio de Cristo que nos anuncian para su tiempo las Escrituras.
Este juicio no puede ser un juicio pasajero, ni limitado a algunas horas, días, ni años; como quien se sienta en un tribunal, y examinada y sustanciada la causa de un reo, da la sentencia definitiva. Esta idea, tomada confusamente de una parábola del Evangelio, no es tan justa, que no necesite de una más atenta consideración.
El juicio de Cristo, desde que empiece en el día de su poder, o en el día de su venida en gloria y majestad, debe ser un juicio tan permanente y tan eterno como el mismo Cristo.
Así como Cristo, en calidad de rey, ha de ser eterno; pues su reino ha de ser eterno; así ha de ser eterno en calidad de juez; pues el juicio es esencial al rey.
Ni puede concebirse un rey o soberano, como rey o como soberano, sin concebirse junto con él y en él mismo el juicio, o la potestad de juzgar, de ordenar, de mandar, de regir y gobernar, etc.
Cristo cuando vino la primera vez, no vino ciertísimamente como rey; ni por consiguiente como juez; ni hay en todas las Escrituras antiguas, ni en los Evangelios, ni en los escritos de los Apóstoles una sola palabra, que persuada o indique de algún modo esta idea; antes por el contrario, todo nos indica y persuade otra idea infinitamente diversa.
Por resumirlo todo en una palabra (que ciertamente vale por mil) el mismo Señor nos lo aseguró así expresamente con la mayor formalidad y claridad, que puede caber en el asunto, diciéndonos: … no envió Dios su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
Conque es cosa diversísima juzgar al mundo como rey o como juez, o salvar como salvador y redentor a los que creyeren en Él, y lo creyeren a Él, y conformaren sus obras con su fe, que es la verdadera creencia, sin la cual no puede haber salud.
Mas cuando venga la segunda vez (que creemos y esperamos con ansia todos los que le amamos), vendrá sin duda como Rey: Dice San Lucas: …volvió, después de haber recibido el reino. Por consiguiente vendrá como juez, porque el Padre... todo el juicio ha dado al Hijo... Y le dio poder de hacer juicio, porque es Hijo del Hombre.
En esta potestad consiste sustancialmente el Testamento Nuevo y Eterno de Dios, como que en Él renuncia, o deposita enteramente el Padre en el Hijo, y pone en sus manos todo el juicio.
Y esto porque se hizo hombre, y en cuanto hombre, le dio poder de hacer juicio, porque es Hijo del Hombre… Y le dio (dice Daniel) la potestad, y la honra, y el reino; y todos los pueblos, tribus, y lenguas le servirán a él; su potestad es potestad eterna, que no será quitada: y su reino, que no será destruido (Dan., VII, 14).
Este juicio de Cristo se ve frecuentísimamente en todas las Escrituras, no sólo santo, recto y justísimo, sino sumamente magnífico, admirable y lleno de todas aquellas perfecciones y excelencias que no ha tenido jamás, ni ha podido tener el juicio de los puros hombres.
Así, se dice de Cristo en el salmo IX, como una cosa nueva e inaudita en todo el orbe de la tierra: Preparó su trono para juicio. Y él mismo juzgará la redondez de la tierra en equidad, juzgará los pueblos con justicia.
Y en los Salmos XCV y XCVII son convidadas todas las criaturas, aun las irracionales e insensibles, a alegrarse y regocijarse, no sólo porque viene, sino expresamente porque viene a juzgar la tierra: Alégrense los cielos, y regocíjese la tierra, conmuévase el mar, y su plenitud. Se gozarán los campos, y todas las cosas que en ellos hay. Entonces se regocijarán todos los árboles de las selvas a la vista del Señor, porque vino; porque vino a juzgar la tierra. Juzgará la redondez de la tierra con equidad, y los pueblos con su verdad… Cantad alegres en la presencia del rey, que es el Señor. Muévase el mar, y su plenitud, la redondez de la tierra, y los que moran en ella. Los ríos aplaudirán con palmadas, juntamente los montes se alegrarán a la vista del Señor, porque vino a juzgar la tierra.
En la idea ordinaria que se tiene del juicio de Cristo y de su venida, no sé cómo pueda tener lugar esta exultación.
Hasta aquí el Padre Lacunza.
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Nuestro Señor vendrá entonces a librar a su Iglesia y vengar a Dios de los insultos que tanto se han prolongado.
¡Qué terrible será al pecador esa hora de la llegada del Señor! Entonces comprenderá claramente que el Redentor hizo todo por él.
Los insensatos inútilmente gritarán a las montañas que los aplasten para librarse así de la mirada del que estará sentado en el trono; el abismo se negará a tragarlos; antes bien, obedeciendo al que tiene las llaves de la muerte y del infierno, vomitará hasta el último de sus tristes habitantes al pie del terrible tribunal.
Por el contrario, ¡cuán grande parecerá a los elegidos el poder del Salvador, al verlo rodeado de las falanges celestes, que formarán su lúcida corte, y congregarlos de los cuatro ángulos del universo!
Los redimidos, miembros suyos por haberlo sido de su Iglesia muy amada, estarán allí ese día. Su lugar, ¡misterio inefable!, será el que el Esposo reserva a la Esposa.
¡Qué alegría sentirán entonces en aquel verdadero Día del Señor los que hayan vivido de Cristo por la fe y, sin verle, le hayan amado y servido!
No obstante la debilidad de la carne frágil, identificándose con Jesucristo, han continuado en el mundo su vida de dolores y humillaciones; ¡qué triunfo el suyo!, cuando, al verse libertados para siempre del pecado y revestidos de cuerpos inmortales, sean llevados a su presencia para estar ya siempre con Él.
Pero su gozo mayor consistirá sobre todo en asistir ese gran día a la exaltación de su amantísimo Capitán, cuando se haga público el poder que le fue concedido sobre toda carne.
Entonces aparecerá Jesucristo como el único Príncipe de las naciones, haciendo añicos la cabeza de los reyes y poniendo a sus enemigos por escabel de sus pies.
Y entonces, el cielo, la tierra y el infierno doblarán las rodillas delante del Hijo del Hombre, que vino antes en forma de esclavo, fue juzgado, condenado y muerto entre criminales…, cuando se siente para juzgar a los jueces inicuos, a quienes anunció esta venida sobre las nubes del cielo cuando se hallaba en lo más profundo de sus humillaciones.
El Apóstol San Pablo nos dice que entonces, vencedor de todos sus enemigos y rey indiscutible, pondrá en manos del Padre Eterno el reino conquistado a la muerte, como homenaje perfecto de la Cabeza y de los miembros.
Dios será todo en todos.
Será esto el cumplimiento de la oración sublime que nos enseñase a los hombres, y que sale más ferviente cada día del corazón de sus fieles, cuando, dirigiéndose al Padre que está en los Cielos, le piden incansables, a pesar de la apostasía general: sea santificado tu Nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.
¡Incomparable serenidad la de aquel día en que cesará la blasfemia, y la tierra será un nuevo paraíso, purificada por el fuego del fango del pecado!
¿Qué cristiano no saltará de gozo esperando ese último día?
¿Quién no tendrá en poco la agonía de la última hora, pensando que esos sufrimientos tan sólo significan, como dice el Evangelio, que el Hijo del Hombre está ya muy cerca, a la puerta?
¡Oh Jesús!, despréndenos cada vez más de este mundo, cuya figura pasa, con sus tareas inútiles, sus glorias falsificadas y sus falsos placeres.
Como en los días de Noé y como en Sodoma, según nos lo anunciaste, los hombres siguen comiendo y bebiendo, y dejándose absorber por el tráfico y el placer; no piensan en la proximidad de tu Venida, como tampoco sus antepasados se preocuparon del fuego del cielo y del diluvio hasta el momento en que todos perecieron.
Dejémoslos gozarse y hacerse regalos mutuamente, como dice el Apocalipsis, figurándose que Cristo y su Iglesia son cosa pasada.
Mientras de mil modos oprimen a la Ciudad Santa y le imponen pruebas que antes no conoció, no tienen la menor idea de que contribuyen a las Bodas de la eternidad; ya sólo le faltaban a la Esposa las joyas de estas pruebas nuevas y la púrpura esplendorosa con que la adornarán sus últimos mártires.
En cuanto a nosotros, prestando atención a los ecos de la Patria, percibimos la voz que sale del trono y que grita: Alabad a nuestro Dios todos sus siervos y cuantos le teméis, pequeños y grandes, aleluya, porque Nuestro Señor, Dios todopoderoso, ha establecido su reino. Alegrémonos y regocijémonos, démosle gloria porque han llegado las Bodas del Cordero y su Esposa está preparada.
Un poco más de tiempo para que se complete el número de nuestros hermanos, y diremos, juntamente con el Espíritu y la Esposa, con el entusiasmo de nuestras almas, tanto tiempo sedientas: ¡Ven, oh Jesús, ven a perfeccionarnos en el amor por la unión eterna, para gloria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, por los siglos sin fin!
¡VEN, SEÑOR, JESÚS!
