
DOMINGO DE LAS MISIONES
Eclesiástico, 36: 1-10 y 17-19:
Oh, Dios de todas las cosas, ten compasión de nosotros; vuelve hacia nosotros tus ojos, y muéstranos la luz de tus misericordias. Infunde tu temor en las naciones, que no han pensado en buscarte; para que entiendan que no hay otro Dios sino Tú, y pregonen tus maravillas. Alza tu brazo contra las naciones extrañas, para que experimenten tu poder. Porque así como a vista de sus ojos demostraste en nosotros tu santidad; así también a nuestra vista mostrarás en ellas tu grandeza; a fin de que conozcan, como nosotros hemos conocido, que no hay otro Dios fuera de Ti, oh Señor. Renueva los prodigios, y haz nuevas maravillas. Glorifica tu mano, y tu brazo derecho. Despierta la cólera, y derrama la ira. Destruye al adversario, y abate al enemigo. Acelera el tiempo, no te olvides del fin; para que sean celebradas tus maravillas. Declárate a favor de aquellos que desde el principio son creaturas tuyas y verifica las predicciones que anunciaron en tu nombre los antiguos profetas. Remunera a los que esperan en Ti, para que se vea la veracidad de tus profetas; y oye las oraciones de tus siervos, según la bendición que dio Aarón a tu pueblo, y enderézanos por el sendero de la justicia. Sepan los moradores todos de la tierra que Tú eres el Dios que dispone los siglos.
San Mateo, 9: 35-38:
Y Jesús recorría todas las ciudades y las aldeas, enseñando en sus sinagogas y proclamando la Buena Nueva del Reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia. Y viendo a las muchedumbres, tuvo compasión de ellas, porque estaban como ovejas que no tienen pastor, esquilmadas y abatidas. Entonces dijo a sus discípulos: «La mies es grande, mas los obreros son pocos. Rogad pues al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies».
En febrero de 1926, se publicó la Encíclica Rerum Ecclesiae, en la que el papa Pío XI reafirmó la importancia y la urgencia de los objetivos misioneros programados al principio de su pontificado. La Iglesia —afirma en esta Encíclica— no tiene otra razón de ser sino la de hacer partícipes a todos los hombres de la redención salvadora, dilatando por todo el mundo el reino de Cristo.
En ese contexto, un breve rescripto de la Sagrada Congregación de Ritos, con fecha 14 de abril de 1926, fue el acta fundacional del Domingo Mundial de las Misiones.
Se fijó el penúltimo domingo de octubre como jornada de oración y propaganda misionera en todo el mundo católico; dicho día se puede rezar la Misa «Por la Propagación de la Fe»
Esta jornada tiene cinco grandes objetivos:
1º) Oración ferviente al Señor para acelerar su reinado en el mundo.
2º) Hacer comprender a todos los fieles el formidable problema misionero.
3º) Estimular el fervor misionero de los sacerdotes y de los fieles.
4º) Dar a conocer mejor la Obra de la Propagación de la Fe.
5º) Solicitar la ayuda económica en favor de las Misiones.
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La grande y santísima misión confiada a sus discípulos por Nuestro Señor Jesucristo, al tiempo de su partida hacia el Padre, por aquellas palabras:
Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a todas las naciones, no había de limitarse ciertamente a la vida de los Apóstoles, sino que se debía perpetuar en sus sucesores hasta el fin de los tiempos, mientras hubiera en la tierra hombres para salvar.
Pues bien: desde el momento en que los Apóstoles salieron y predicaron por todas partes la palabra divina, logrando que la voz de su predicación repercutiese en todas las naciones, aun en las más apartadas de la tierra, ya en adelante nunca jamás la Iglesia, fiel al mandato divino, ha dejado de enviar a todas partes mensajeros de la doctrina revelada por Dios y dispensadores de la salvación eterna, alcanzada por Cristo para el género humano.
Ya desde la aurora misma de nuestra Redención, los pensamientos y cuidados preferentes de los Papas se encaminaron a llevar, a una con la luz de la doctrina evangélica, los beneficios de la civilización cristiana a los pueblos que yacían en las tinieblas y sombras de muerte, sin detenerse jamás ante obstáculos ni dificultades algunas.
No podía ser de otro modo, ya que la Iglesia misma no tiene otra razón de existir sino la de hacer partícipes a todos los hombres de la Redención salvadora, por medio de la dilatación por todo el mundo del Reino de Cristo.
Incluso en los tres primeros siglos, cuando una en pos de otra suscitaba el infierno encarnizadas persecuciones para oprimir en su cuna a la Iglesia, y todo rebosaba sangre de cristianos, la voz de los predicadores evangélicos se difundió por todos los confines del Imperio romano.
Pero desde que públicamente se concedió a la Iglesia paz y libertad, fue mucho mayor en todo el orbe el avance del apostolado; obra que se debió sobre todo a hombres eminentes en santidad.
Los Sumos Pontífices, para dar cumplimiento al encargo que habían recibido de enseñar y bautizar a todas las gentes, siempre procuraron que los hombres por ellos enviados recorriesen Europa; después todas las tierras desconocidas, según se iban descubriendo, derramando siempre por todas ellas la luz de una misma fe.
Así, San Gregorio el Iluminador gana para la causa cristiana a Armenia; San Victoriano, a Styria; San Frumencio, a Etiopía; San Patricio conquista para Cristo a los irlandeses; a los ingleses, San Agustín; San Columbano y San Paladio, a los escoceses.
Más tarde hace brillar la luz del Evangelio para Holanda San Clemente Villibrordo, primer obispo de Utretch, mientras San Bonifacio y San Anscario atraen a la fe católica los pueblos germánicos; como San Cirilo y San Metodio a los eslavos.
Ensanchándose luego todavía más el campo de la acción misionera, cuando Guillermo de Rubruquis iluminó con los esplendores de la fe la Mongolia y el Beato Gregorio X envió misioneros a la China, cuyos pasos habían pronto de seguir los hijos de San Francisco de Asís, fundando una iglesia numerosa, que pronto había de desaparecer por completo al golpe de la persecución.
Llegó el turno para la evangelización de América, donde millares de misioneros y hombres apostólicos consagraron su vida a la propagación de la Fe.
San Francisco Javier, digno ciertamente de ser comparado con los mismos Apóstoles, después de haber trabajado heroicamente por la gloria de Dios y salvación de las almas en las Indias Orientales y el Japón, expiró a las puertas mismas del Celeste Imperio, adonde se dirigía, como para abrir con su muerte camino a la predicación del Evangelio en aquella región vastísima, donde habían de consagrarse al apostolado, llenos de anhelos misioneros y en medio de mil vicisitudes, los hijos de tantas Órdenes religiosas e Instituciones misioneras.
Por fin, Australia, último continente descubierto, y las regiones interiores de África, exploradas por hombres de tesón y audacia, han recibido también pregoneros de la Fe. Y casi no queda ya isla tan apartada en la inmensidad del Pacífico adonde no haya llegado el celo y la actividad de los misioneros.
Muchos de ellos, en el desempeño de su apostolado, han llegado, a ejemplo de los Apóstoles, al más alto grado de perfección en el ejercicio de las virtudes; y no son pocos los que han confirmado con su sangre la Fe y coronado con el martirio sus trabajos apostólicos.
Pues bien, quien considere tantos y tan rudos trabajos sufridos en la propagación de la Fe, tantos afanes y ejemplos de invicta fortaleza, admitirá sin duda que, a pesar de ello, son todavía innumerables los que yacen en las tinieblas y sombras de muerte.
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El deber de nuestro amor exige, sin duda, no sólo que procuremos aumentar cuanto podamos el número de aquellos que le conocen y adoran ya en espíritu y en verdad, sino también que sometamos al imperio de nuestro amantísimo Redentor cuantos más y más podamos, para que se obtenga cada vez mejor el fruto de su Sangre, y nos hagamos así más agradables a Él, ya que nada le agrada tanto como el que los hombres vengan al conocimiento de la verdad y se salven.
¿Qué mayor ni más perfecta caridad podremos mostrar a nuestros hermanos que el procurar sacarlos de las tinieblas de la superstición e iluminarlos con la verdadera fe de Jesucristo?
El que ejercita esta obra de caridad según sus fuerzas, muestra tener en todo el aprecio que se debe al don de la fe y manifiesta, al mismo tiempo, su agradecimiento al favor de Dios para con él, comunicando a los gentiles ese mismo don, el más precioso de todos, y los demás dones que a la fe acompañan.
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El Santo Evangelio describe el momento en que comenzó esta gran obra misionera:
Y los once discípulos se fueron a la Galilea al monte, a donde Jesús les había mandado. Y llegando Jesús les dijo: Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y enseñad a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: enseñándolas a observar todas las cosas que os he mandado. El que creyere y se bautizare se salvará; pero el que no creyere, será condenado.
San Ignacio de Loyola, gran misionero, en sus Ejercicios Espirituales tiene la famosa contemplación del Llamado de Cristo Rey. Allí insertó como un eco de las palabras de Nuestro Señor a sus Apóstoles:
Ver a Cristo Nuestro Señor y Rey Eterno, y ante Él a todo el universo, al cual, y a cada uno en particular, llama y dice: Mi voluntad es conquistar todo el mundo y todos los enemigos y así entrar en la gloria de mi Padre.
Cristo Rey quiere que todos los hombres abracen la verdadera religión, que todos sean bautizados, que todos los niños reciban la Primera Comunión, etc…
Si le queremos dar a la empresa un matiz más actual, podemos imaginarnos el estado caótico del mundo, bajo el dominio tiránico del liberalismo y sus consecuencias políticas, económicas y sociales…, todas las instituciones y las actividades del hombre infectadas por el liberalismo.
En este Domingo de las Misiones, pensemos que, gracias a la Iglesia Católica y a su doctrina, todo cambió en el mundo: la teología, el dogma, la moral, las costumbres, la filosofía, la ciencia, las artes (la literatura, la música, la pintura, la escultura, la arquitectura), la educación, el derecho, la política, la economía… todo… toda la vida del hombre quedó transformada…
«Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados», dice León XIII. Hubo un tiempo en que la doctrina católica iluminaba toda la vida del hombre y dirigía todas sus empresas. De este modo llegó a forjarse la Civilización Cristiana.
Dios mediante, el Domingo próximo, Fiesta de Cristo Rey, consideraremos cómo la Revolución Anticristiana realizó su trabajo y condujo las cosas al estado actual en que se encuentran.
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La Roma actual ha perdido el espíritu misionero, el espíritu de conquista…
La Roma apóstata y neoprotestante está animada por un espíritu ecumenista, por un espíritu pluralista, por un espíritu mundialista…
En efecto, el ecumenismo actual es la antítesis de la misión: si el «pueblo de Dios» tiene ahora las dimensiones de la humanidad, si todo hombre está ya, desde el comienzo, rescatado y justificado, si las religiones no católicas e incluso las no cristianas son medios de salvación, ¿para qué querer convertir a los otros, para qué intentar atraerlos al seno de la Iglesia Católica?
Si todos hombres se pueden salvar en cualquier religión y por medio de cualquiera de ellas, ¿para qué misionar?, ¿para qué abandonar familia y patria para sumergirse en medio de una sociedad pagana y hasta salvaje, a la cual, lejos de aportarle la civilización y el cristianismo, es uno el que va a recibir de ella su pseudo-cultura a través de la inculturación?
¡Sí!…, la ecumenimanía moderna es la muerte del espíritu misionero. Son espíritus irreconciliables.
«Recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando el Evangelio del Reino… «La mies es abundante pero los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe operarios a su mies»»…
Jesús no andaba con ecumenismos… La Iglesia católica no está animada por el ecumenicismo, sino por el celo apostólico. Por eso nos hace rezar de este modo con la colecta de esta Misa:
«Oh, Dios, que quieres que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad: envía obreros a tu mies, y concédeles el predicar con toda confianza tu palabra; para que tu doctrina se difunda y sea glorificada, y todos los hombres te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y al que Tú has enviado, Jesucristo, tu Hijo y Señor nuestro».
Es lo mismo que pedía el pueblo elegido en el Antiguo Testamento: «infunde tu temor sobre todas las naciones que no te buscan, para que reconozcan que no hay otro Dios sino Tú y pregonen tus maravillas. Alza tu mano sobre las naciones extranjeras, para que vean tu poder… para que te reconozcan, como también nosotros hemos reconocido que no hay otro Dios fuera de ti, Señor».
El celo apostólico de la Iglesia Católica le inspira no sólo el apostolado misionero para convertir a los paganos, sino también el celo por el regreso de los cristianos disidentes a su seno.
Frente a este celo católico, el ecumenismo se propone un fin netamente distinto: un diálogo teológico entre la Iglesia Católica y las otras confesiones cristianas, e incluso con las religiones no católicas.
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¿Cuáles son, pues los principios que rigen el verdadero celo apostólico y misionero de la Iglesia?
I. La identidad absoluta de la Iglesia instituida por Jesucristo con la Iglesia Católica. Es decir, la Iglesia Católica es la Iglesia de Jesucristo.
Todo está aquí, en este principio. Si se lo comprende, si se lo admite, se comprende el celo de la Iglesia por el retorno de los separados. Si se lo rechaza, se cae en el falso ecumenismo, cuyo principio fundamental, enunciado por el Concilio Vaticano II, es que la Iglesia Católica no se identifica con la Iglesia de Jesucristo, sino que la Iglesia de Jesucristo subsiste en la iglesia católica, una más entre otras.
II. La unidad es una nota o propiedad característica de la Iglesia, y consiste en una unidad sublime de fe, de sacramentos y de gobierno. Jesucristo quiso para su Iglesia esta unidad como nota, como marca de su esencia divina.
Por lo tanto, la Iglesia Católica es una y única, es decir, indivisible en sí misma, y no hay más que una sola Iglesia verdadera.
III. El tercer principio se sigue del segundo, y se enuncia así: la Iglesia católica no puede perder su unidad. Por lo tanto, son aquellos que se separan de la Iglesia Católica los que pierden la unidad querida por Jesucristo.
IV. Es un corolario del precedente: la unión de los cristianos (que no es lo mismo que la unidad de la Iglesia) no puede ser procurada sino favoreciendo el regreso de los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo, que ellos un día desgraciadamente han abandonado.
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Por lo tanto, el falso ecumenismo, la caricatura de unidad, el ecumenismo lato, es falso e ilegítimo, puesto que reconoce a las falsas religiones, en cuanto tales, como medios de salvación, o al menos supone en ellas la virtud o capacidad salvífica sobrenatural.
Su expresión en Asís, el 27 de octubre de 1986, es la demostración de su herejía subyacente:
« Asís es el reconocimiento de la divinidad del paganismo », declaró sin ambigüedades Su Excelencia Monseñor Antonio de Castro Mayer en Ecône, el 29 junio de 1988.
En cuanto al judaísmo y al islam en particular, ¿podemos decir que tenemos el mismo Dios que los judíos y los musulmanes?
Muchos católicos están turbados en su fe por afirmaciones tales como «Cristianos, judíos y musulmanes tenemos el mismo Dios» o «… creemos en el mismo Dios».
Esta frase, lanzada a comienzos del siglo XX por el famoso sacerdote apóstata Jacinto Loyson, es tema común hoy en día en alocuciones, discursos y diálogos en los encuentros ecuménicos.
Es cierto que, objetivamente, existe un solo verdadero Dios. En ese sentido, tenemos el mismo Dios que los judíos, los musulmanes; pero de este modo también lo tienen los minerales, las plantas y los animales…
El problema es sobre la fe.
Por eso es necesario afirmar que existe una sola Revelación de este único y verdadero Dios, de la cual el hombre no puede hacer abstracción alguna sin caer en el error.
En consecuencia, no puede haber más que una única fe en Dios, así como único es el verdadero Dios y única es su Revelación.
Por lo tanto, se tiene el mismo Dios cuando se creen las mismas cosas sobre Dios; y se puede creer en las mismas cosas sobre Dios solamente cuando se cree en su única Revelación.
Esto basta para demostrar que no tenemos el mismo Dios que los judíos y los musulmanes.
Existe una diferencia abismal entre la realidad divina, alcanzada en sí misma en su verdadera esencia, tal como la luz de la fe nos la revela, y las representaciones humanas de Dios que proponen las falsas religiones.
Pero hay algo más todavía: incluso el monoteísmo de judíos y musulmanes, no es el mismo monoteísmo católico.
En efecto, el monoteísmo cristiano profesa un Dios tal cual es: uno en la naturaleza y trino en las Personas.
En cambio, el monoteísmo judeo-musulmán profesa un dios uno en naturaleza y uno en persona.
No podemos decir que el Dios de la Revelación es el mismo dios que el de los judíos y musulmanes por el solo hecho que tienen en común la unidad de naturaleza, puesto que judíos y musulmanes no se limitan a afirmar la unidad de naturaleza, sino que afirman igualmente la unidad de la persona en Dios.
¡Precisamente esta es la base y el fundamento del deicidio cometido por los judíos!
Monseñor de Castro Mayer dijo con claridad y firmeza: «Sólo es monoteísta quien adora a la Santísima Trinidad, porque la Unidad de Dios es inseparable de la Trinidad de Personas. Es falso decir que los judíos o musulmanes son monoteístas. No lo son porque no adoran al Único Dios verdadero, que es Trino. Ellos son monólatras, o sea, que adoran un solo ídolo supremo. Ellos rechazan la adoración del verdadero Dios Trino, para inclinarse ante un ser inexistente, un ídolo. Sólo hay una religión monoteísta: es la Católica, que adora a la Santísima Trinidad».
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«Oh, Dios, que quieres que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad: envía obreros a tu mies, y concédeles el predicar con toda confianza tu palabra; para que tu doctrina se difunda y sea glorificada, y todos los hombres te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y al que Tú has enviado, Jesucristo, tu Hijo y Señor nuestro».
