
SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO ROSARIO
Siguiendo a los Santos Padres y a los grandes Doctores marianos, la Santa Liturgia nos ha hecho ver muchas veces desde el principio del año que en el plan divino de la Redención María Santísima está tan unida a Jesús, que los encontramos siempre juntos y que resulta imposible separarlos, tanto en el culto público como en nuestra devoción privada.
La Iglesia, que proclama a María Medianera de todas las gracias, la invoca continuamente para conseguir los frutos de la Redención que con su Hijo también nos mereció Ella.
La Liturgia ha querido comenzar todos los años litúrgicos por el tiempo de Adviento, que es un verdadero mes de María. Ha invitado a los fieles a consagrarle el mes de mayo; ha mandado que el de octubre fuese el mes del Rosario y las fiestas de la Santísima Virgen María son tan numerosas en el Calendario Litúrgico, que no hay un día siquiera en el año en que no sea María festejada en algún punto de la tierra con una u otra advocación, sea por la Iglesia universal, sea por una Diócesis, sea por alguna Orden religiosa.
La Iglesia resume hoy en una sola Fiesta todas las Solemnidades del año: con los misterios del Señor y de su Madre Santísima forma como una inmensa guirnalda para unirnos a estos misterios; y para hacernos vivir esos misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, esculpe una triple diadema, que coloca en la cabeza de la que Cristo-Rey coronó como Reina y Señora del mundo entero el día de su entrada en la gloria celestial.
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Aun cuando esta devoción fuese ya familiar hacía mucho tiempo a todas las personas piadosas, no estaba, sin embargo, todavía establecida como fiesta particular.
Como lo recuerda el Martirologio Romano en esta fecha, San Pío V ordenó, en 1572, que se conmemorase anualmente a Nuestra Señora de las Victorias para obtener la misericordia de Dios sobre su Iglesia, para agradecerle sus innumerables beneficios y, en particular, para darle gracias por haber salvado a la Cristiandad del dominio de los turcos en la victoria de Lepanto.
El motivo o la ocasión de la Solemnidad de este día fue uno de los más grandes favores que recibió la Cristiandad por la poderosa intercesión de la Madre de Dios, en tiempos en que los turcos, orgullos de sus grandes conquistas que hacían cada día sobre los cristianos, propusieron apoderarse de toda Europa, y enarbolar su media luna sobre la cúpula de la iglesia de San Pedro en la capital del cristianismo y del mundo.
Hacía más de un siglo que los turcos amenazaban la Cristiandad. El año 1521 se apoderó Solimán II de la plaza de Belgrado; en 1522 se hizo dueño de la isla de Rodas; y pensando ya únicamente en dilatar sus conquistas hasta donde se extendía su ambición, entró en Hungría en el año 1526; ganó la batalla de Mohacs; se apoderó de Buda, de Pest, de Gran y de algunas otras plazas; penetró hasta Viena de Austria; tomó y saqueó Tauris; y por medio de sus generales rindió por las armas otras provincias de Europa.
Su hijo y sucesor, Selim II conquistó la isla de Chipre en el año 1571; puso en el mar la más numerosa y más formidable armada jamás vista.
La salvación de la Cristiandad dependía de un triunfo en una sola batalla.
El Papa San Pío V, aliado del Rey de España Felipe II y de la República de Venecia, les declaró la guerra. Don Juan de Austria, que llevaba el mando de la flota, recibió órdenes de trabar batalla lo más pronto posible y, por eso, al saber que la flota turca se encontraba anclada en el golfo de Lepanto, fue allí a atacarla.
Estaban los turcos anclados cuando tuvieron aviso de que los cristianos, saliendo del puerto de Corfú, venían a echarse sobre ellos a velas tendidas.
Tenían tan bajo concepto de la armada cristiana, que nunca creyeron tuviese atrevimiento a presentarles el combate. Sabían a punto fijo el número de navíos de que se componía; pero ignoraban que venían a pelear bajo la protección de la Santísima Virgen, en quien tenían colocada toda su confianza; y por eso quedaron extrañamente sorprendidos cuando fueron informados de que la armada naval de los cristianos había ganado ya la altura de la isla de Cefalonia.
Acostumbrados los turcos después de tanto tiempo a vencer a los cristianos, celebraron su intrépida cercanía como presagio seguro de una completa victoria.
Superiores en tropas y en navíos, levantaron anclas para cerrarles el paso con intención de cortarlos y de envolverlos; de manera, que ni uno solo escapase para llevar la noticia de su derrota.
El encuentro ocurrió el 7 de octubre de 1571. En aquel instante, en todo el mundo las cofradías del Rosario oraban con confianza. Los soldados de Don Juan se pusieron de rodillas para implorar el auxilio del Cielo y, aunque eran muchos menos, empezaron el combate.
Apenas se dejó ver la armada otomana, comandada por Halí-Bajá, cuando la armada cristiana, que con título de Generalísimo mandaba Don Juan de Austria, hermano natural de Felipe II, rey de España, juntamente con Marco Antonio Colona, general de la escuadra pontificia, levantando un esforzado grito, invocó la intercesión de la Santísima Virgen, su soberana protectora.
Se hallaban las dos armadas a distancia de doce millas, cuando se dio la señal de combatir, y se enarboló el estandarte que los dos comandantes habían recibido en Nápoles de parte de Su Santidad. Apenas se descubrió la imagen de Cristo crucificado, que estaba bordada en el estandarte pontificio, cuando le saludó toda la armada con grandes gritos de alegría; y haciendo señal a adoración, todos los oficiales y todos los soldados adoraron de rodillas la imagen del Crucifijo: espectáculo verdaderamente tierno, religioso y varonil ver al oficial y al soldado armados para pelear a los pies de Jesucristo, implorando su asistencia para vencer a los infieles por intercesión de su Madre, la Santísima Virgen, cuya imagen se veneraba a bordo de todas las embarcaciones.
No bien hubo la armada cristiana, inferior en todo a la armada otomana, reclamado públicamente el auxilio de la Madre de Dios, cuando el viento que arrojaba los navíos turcos sobre la flota cristiana cambió milagrosamente en un momento, y le entró de popa a toda la armada cristiana.
Después de cuatro horas de combate, los cristianos, contando más con la protección de la Santísima Virgen que con su valor, viendo arriar velas a los enemigos, gritaron victoria; y en efecto, fue completa.
El general de los turcos fue muerto a bordo de su navío, que fue tomado. Perdieron los turcos más de treinta mil hombres; hicieron los cristianos cinco mil prisioneros, entre los cuales se hallaron los dos hijos del general Halí, y se hicieron dueños de ciento treinta galeras; más de noventa se estrellaron contra la tierra, y se fueron a pique o fueron abrasadas. Más de veinte mil esclavos cristianos recobraron la libertad, y la armada cristiana apenas perdió quinientos hombres.
Europa se había salvado.
Al mismo tiempo, y conforme se iban desarrollando estos sucesos, San Pío V tuvo la visión de la victoria; se arrodilló para dar gracias a Dios, quedando tan persuadido de que era efecto de la protección particular de la Madre de Dios, que instituyó en acción de gracias una fiesta particular en su honor, el año de 1572, bajo del nombre de Nuestra Señora de las Victorias, la cual dispuso que fuese al mismo tiempo la Solemnidad del Rosario.
El Papa Gregorio XIII concedió a la Cofradía que celebrase esta fiesta el primer domingo de octubre.
En fin, otras dos victorias conseguidas sobre los turcos por la omnipotente protección de la Madre del Dios de los ejércitos, movió al Papa Clemente XI a que la hiciese fiesta en toda la Iglesia.
La primera de estas dos señaladas victorias conseguidas sobre los turcos por una protección especial de la Santísima Virgen es la que se llama la victoria de Selim, conseguida por las tropas del Emperador Carlos Francisco el día de la Fiesta de Nuestra Señora de las Nieves, el 5 de agosto del año 1716.
Los cristianos, mandados por el príncipe Eugenio, infligieron esta importante derrota a los turcos en Peterwardein de Hungría, en la cual perdieron los otomanos más de treinta mil hombres, sin contar los prisioneros, todos sus cañones, sus tiendas, todo su bagaje, sus banderas y sus estandartes. A esta victoria tan importante se siguió la toma de Belgrado.
Diez y siete días después de este insigne favor del cielo dispensó Dios otro no menos significativo, que fue el levantamiento del sitio de Corfú, el 22 del mismo mes, día de la Octava de la Asunción.
El Papa, en reconocimiento de esta doble protección de la Madre de Dios, mandó que la Solemnidad del Santísimo Rosario, que hasta entonces había estado circunscrita a las iglesias de los Reverendos Padres Dominicos, fuese en adelante una fiesta universal para toda la Iglesia, fijándola al primer domingo de octubre, bien persuadido aquel gran Pontífice que la devoción del Rosario era el medio más a propósito para dar gracias a
la Santísima Virgen por los favores recibidos por su protección singular, y para obtener otros nuevos.
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Nadie ignora que el Rosario, compuesto materialmente de quince decenas de cuentas para rezar otras tantas Ave Marias en honor de la Santísima Virgen María, es una de las prácticas más santas de devoción que hay entre los fieles.
Es al gran Santo Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Predicadores, a quien se debe este piadoso método de orar, que él ensenó como consecuencia de una aparición de la Santísima Virgen que tuvo en el año de 1208, cuando estaba predicando contra los Albigenses.
Este gran Santo, en lugar de detenerse principalmente, como lo había hecho hasta entonces, en las disputas y en las controversias contra los herejes, se sirvió de este método con gran fruto para la conversión de aquellos herejes.
Después de dicha celestial visión, Santo Domingo se aplicó a predicar las grandezas y las excelencias de la Madre de Dios, y a explicar a los pueblos el mérito y las ventajas del Santísimo Rosario.
Más de cien mil herejes convertidos y un número incalculable de insignes pecadores retirados del pecado, hicieron ver bien lo que puede para con Dios esta santa oración.
Esta fue propiamente la primera época de esta insigne devoción y del establecimiento de esta santa Cofradía, célebre después en todo el mundo cristiano, la cual han autorizado con tantos y tan singulares privilegios un gran número de Soberanos Pontífices, y ha llegado a ser como una señal de salvación para todos los piadosos y celosos cofrades.
Si la costumbre de recitar Padrenuestros y Avemarias remonta a remotísima antigüedad, la oración meditada del Rosario, tal como hoy la tenemos, se atribuye, pues a Santo Domingo.
Él y sus hijos trabajaron mucho en propagarle y de él hicieron su arma principal en la lucha contra los herejes Albigenses, que en el siglo XIII infectaban el sur de Francia.
Tiene por fin su práctica hacer revivir en nuestras almas los misterios de nuestra salvación acompañando la meditación de los mismos con la recitación de decenas de Ave Marías, precedidas del Padre nuestro y seguidas del Gloria al Padre…
A primera vista, la recitación de tantas Ave Marías puede parecer monótona, pero en realidad, con un poco de atención y costumbre, la meditación siempre nueva y más honda de los misterios de nuestra salvación da variedad y abundancia.
De todos modos se puede decir, sin exageración, que en el Rosario se encuentra toda la Religión y como un resumen de todo el cristianismo. En efecto:
El Rosario es el resumen de la fe:
es decir, de las verdades que tenemos que creer. El Rosario nos las presenta de una forma sensible y viva, y a la exposición de esas verdades junta la oración en que se implora la gracia de comprenderlas mejor para gustarlas más todavía.
El Rosario es el resumen de la Moral cristiana:
pues toda la Moral se resume en seguir e imitar a Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. Ahora bien, precisamente por la oración del Rosario obtenemos, de María la gracia y la fuerza de imitar a su divina Hijo.
El Rosario es el resumen del culto: porque, uniéndonos a Cristo en los misterios meditados, tributamos al Padre la adoración en espíritu y en verdad que espera de nosotros; y nos unimos a Jesús y a María para pedir con Ellos y por Ellos las gracias de que tenemos necesidad.
Finalmente, el Rosario nutre las virtudes teologales
y nos ayuda a intensificar nuestra caridad fortaleciendo las virtudes de esperanza y de fe, pues, por la meditación frecuente de estos misterios, el alma se inflama de amor y de agradecimiento por las pruebas de dilección que Dios nos ha dado; desea con ansia la recompensa celestial que Jesucristo ganó para los que se unan a Él imitando sus ejemplos y participando de sus dolores.
El Rosario une nuestra oración con la de María, Nuestra Madre. Al saludo respetuoso del Ángel, que repetimos humildemente, añadimos en seguida la súplica de nuestra confianza filial. Si la divinidad, aun encarnada, sigue siendo algo temible, ¿cómo vamos a temer a esta Mujer, cuyo oficio es siempre comunicar a las criaturas las riquezas y las misericordias del Altísimo?
Confianza filial: en efecto, si la omnipotencia de María proviene de ser la Madre de Dios, que es Omnipotente, su título a nuestra confianza deriva de que es también Madre nuestra; y esto, no tan sólo en virtud del testamento que dictó Jesús en la cruz al decir a Juan: «Ahí tienes a tu Madre», y a María: «Ahí tienes a tu hijo», sino, porque en el mismo instante de la Encarnación la Virgen concibió con Jesús a toda la raza humana a la que entonces Jesús se unía.
Como miembros del Cuerpo Místico, cuya Cabeza es Jesucristo, fuimos formados con Jesús en el seno de la Virgen María, y en él permanecemos hasta el día de nuestro nacimiento a la vida eterna.
Maternidad espiritual, pero verdadera, que nos pone con nuestra Madre en relación de dependencia e intimidad; las mayores que pueden existir: la intimidad del niño en el seno de su madre.
Y aquí está el secreto de nuestra devoción hacia María: es nuestra Madre y como tal sabemos que podemos pedir cualquier cosa a su amor; ¡somos sus hijos!
Pero, si la madre, porque es madre, necesariamente piensa en sus hijos, éstos, por razón de su edad, fácilmente se distraen.
El Rosario es el instrumento bendito que mantiene nuestra intimidad con María y que nos hace penetrar en su Corazón cada vez más hondamente.
Instrumento divino que la Santísima Virgen lleva consigo en todas sus apariciones de dos siglos acá, y que no se cansa de recomendarnos.
Instrumento de la devoción católica por excelencia, con la que se sienten confortados y a gusto la anciana que no tiene instrucción y el sabio teólogo, porque en ella encuentran el camino luminoso y espléndido, el camino mariano que lleva a Cristo y por Cristo al Padre.
De este modo se cumplen en el Rosario todas las condiciones de una oración eficaz; y, como esa oración es la misma de Jesucristo y contiene en su divina perfección todo lo que Dios ha querido que le pidamos, estamos seguros de ser oídos.
Los misterios del Hijo y de la Madre son enseñanza y esperanza nuestra. Sean también la regla de nuestra vida mortal y garantía de nuestra eternidad: eso es lo que pide la Iglesia en la Oración Colecta:
Oh Dios, cuyo Unigénito nos alcanzó, por medio de su vida, de su muerte y de su resurrección, los premios de la salud eterna: haz, te suplicamos, que, al recordar estos Misterios en el Sacratísimo Rosario de la Virgen Santa María, imitemos lo que contienen y consigamos lo que prometen
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PLEGARIA A NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO
Te saludo, María, en la suavidad de tus misterios gozosos, y primeramente en la Santa Encarnación, que te hizo Madre de mi Salvador y Madre de mi alma, y te doy gracias por la dulce claridad que has traído al mundo.
¡Oh Nuestra Señora de la alegría! Enséñanos las virtudes que hacen mansos los corazones y haz que, en este mundo, donde abundan los dolores, caminen tus hijos en la luz de Dios para que, aferrados de tu mano maternal, logren alcanzar y poseer un día de modo completo el término con que los sostiene tu Corazón, es decir, el Hijo de tu amor, Jesucristo Señor Nuestro.
Te saludo, María, Madre de los Dolores, en los misterios de más amor, en la Pasión y en la muerte de mi Señor Jesucristo; y, juntando mis lágrimas con las tuyas, querría amarte tanto, que mi corazón, traspasado con el tuyo por los clavos que desgarraron a mi Salvador, sangrase con la misma Sangre de los Corazones Sagrados del Hijo y de la Madre.
Y te bendigo, oh Madre del Redentor y Corredentora, en el rojizo esplendor del Amor crucificado, te bendigo por este sacrificio, que ya antes aceptaste en el Templo y que hoy consumas, ofreciendo en perfecto holocausto a la justicia de Dios a ese Hijo de tu cariño y de tu virginidad.
Te bendigo por la Sangre preciosa que ahora corre para lavar los pecados de los hombres, la cual tuvo su origen en tu Corazón purísimo; y te ruego, oh Madre, que me lleves a las cumbres del amor a que sólo se puede llegar mediante una íntima unión con la Pasión y con la muerte de Nuestro muy amado Señor Jesús.
Te saludo, oh María, en la gloria de tu Majestad Real. Los dolores de la tierra han dado paso a los goces infinitos, y su púrpura de sangre te ha tejido el manto maravilloso que conviene a la Madre del Rey de reyes y a la Reina de los Ángeles.
En el esplendor de tus triunfos, Señora digna de nuestro amor, permíteme simplemente levantar mis ojos hacia Ti.
Mejor que las palabras, te dirán ellos el amor de este hijo tuyo y las ansias que tiene de pasar su eternidad mirándote con Jesús, porque eres bella y eres buena.
¡Oh Clementísima, oh Piadosa, oh Dulce Virgen María!
