
SAN MATEO, APOSTOL Y EVANGELISTA
San Mateo fue uno de los doce afortunados Apóstoles que Jesucristo escogió para ser íntimos confidentes suyos durante su vida pública, y para continuar su obra evangelizadora después de su admirable Ascensión a los Cielos.
Entre los doce elegidos del Señor, tan sólo dos, San Mateo y San Juan, dejaron por escrito la vida, los dichos y los hechos del Divino Salvador.
Su testimonio es directo, mientras que los otros dos Evangelistas, San Marcos y San Lucas, narran lo que oyeron de María Santísima, de los Apóstoles y de otros testigos inmediatos.
San Mateo fue el primero de los autores divinamente inspirados que puso por escrito lo que los Apóstoles acostumbraban predicar sobre Jesucristo.
La primacía cronológica de su Evangelio, afirmada por la tradición de los Santos Padres, pero impugnada por los modernistas, fue proclamada verdadera por la Comisión Bíblica el 19 de junio de 1911; de donde resulta que San Mateo es ciertamente el primero de los Evangelistas, y que su obra, redactada en arameo, pero cuyo texto original se ha perdido, se conserva fielmente en la traducción griega que aún existe.
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San Mateo, hijo de Alfeo —como afirma San Marcos—, era oriundo de Galilea. Se llamaba también Leví; pero desde su vocación al Apostolado, no se le conoce más que por el de Mateo, que en hebreo significa dado por Dios.
Dos de los cuatro Evangelistas dan a San Mateo el nombre de Leví, mientras que San Marcos lo llama «hijo de Alfeo». Posiblemente, Leví era su nombre original y se le dio o adoptó él mismo el de Mateo («el don de Dios»), cuando se convirtió en uno de los seguidores de Jesús. Alfeo, su padre, no fue el del mismo nombre que tuvo como hijo a Santiago el Menor.
Antes que Jesús le llamase, era recaudador de impuestos, oficio sobremanera aborrecido entre los judíos, quienes designaban a estos funcionarios con el nombre despectivo de publicanos, considerándolos paganos, excomulgados y pecadores públicos.
Los judíos los aborrecían hasta el extremo de rehusar una alianza matrimonial con alguna familia que contase a un publicano entre sus miembros, los excluían de la comunión en el culto religioso y los mantenían aparte en todos los asuntos de la sociedad civil y del comercio.
San Mateo tenía el despacho en Cafarnaúm, importante centro de tráfico, a orillas del lago de Genezaret, por el que pasaban las caravanas de mercaderes que, desde Damasco y ciudades de Mesopotamia, iban a Palestina, a Egipto y a los puertos del Mediterráneo.
Su empleo —y más siendo el jefe de oficina, según dicen los historiadores— era, pues, suficiente para que Mateo fuese mal conceptuado entre los de su nación.
Entre los judíos, agravaba esta impopularidad de los agentes del fisco, la sensibilidad excesiva del orgullo nacional; porque los tributos que se veían obligados a pagar a Roma les recordaban que eran pueblo conquistado y condenado a servidumbre afrentosa y detestable; y, además, porque juzgaban que, en su calidad de pueblo escogido de Dios, debían estar exentos de los impuestos y exacciones que otros pagaban.
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Plugo a Nuestro Señor, sapientísimo, escoger en clase tan despreciada a uno de sus amados Apóstoles.
Después de la milagrosa curación del paralítico, que habían llevado ante Él descolgándolo por el techo de la casa en que se encontraba con sus discípulos y hablaba al pueblo, fue el divino Salvador al lago.
De camino vio a Mateo, sentado en la oficina de los impuestos y tributos y le dijo: Sígueme. Al punto, se levantó Mateo y le siguió.
En esta palabra de Jesús había autoridad y cariño. Leví tenía un alma recta; e iluminada por Dios lo dejó todo y siguió a Jesús. Desde entonces mereció con razón ser llamado Mateo: el donado…
¡Pero cuánto mayor fue el don que Dios le hizo, que el que Mateo hacía a Dios! El Maestro vino a escoger lo que en el mundo había de más bajo, lo más despreciado en el orden social, para convertirlo en príncipe de su pueblo y elevarlo a la dignidad más alta que existe en la tierra, después de la dignidad de la Maternidad divina: la dignidad de Apóstol.
Este Apóstol, a la primera invitación, rompió todas las ataduras; dejó sus riquezas, su familia, sus preocupaciones del mundo, sus placeres, y su profesión.
Su conversión fue sincera y perfecta. San Mateo nunca regresó a su oficio porque era una profesión peligrosa, y una ocasión de avaricia, opresión, y extorsión.
San Jerónimo dice que la llamada de Jesús a Mateo es una lección para que todos los pecadores sepan que, sea cual fuere la vida que han llevado hasta el momento, en cualquier día y en cualquier hora pueden dedicarse a servir a Cristo, y que Él los acepta con gusto.
Al convertirse, para mostrar que no estaba descontento con su cambio, sino que lo miraba como su más grande felicidad, entretuvo a Nuestro Señor y sus discípulos en una gran comida en su casa, a donde invitó a sus amigos, especialmente los de su antigua profesión, como si esperase que, por medio de la divina conversación con Nuestro Salvador, ellos también quizás fuesen convertidos.
Por cierto que fue este caso motivo de gran escándalo para los escribas y fariseos. Muy irritados estaban ya contra Jesús porque había elegido para discípulos suyos a pobres y despreciables pescadores como Pedro, Andrés, Santiago y Juan, y he aquí que, al pasar por delante de la oficina de los desprestigiados publicanos, se lleva al que es cabeza de ellos.
Pero aún creció su asombro cuando vieron a Jesús entrar en casa de Mateo y sentarse a la mesa con él y otros muchos publicanos.
No pudiendo contener más su indignación, se dirigieron a los Apóstoles con intento de avergonzarlos.
¿Cómo es —les dijeron— que vuestro Maestro come con publicanos y pecadores?
A lo que no supieron ellos qué responder.
Mas, oyéndolos Jesús, les dijo: No son los que están sanos, sino los enfermos los que necesitan de médico.
De modo que el Señor es médico; médico de los cuerpos y, sobre todo, médico de las almas.
Si los que se sienten enfermos, voluntariamente recurren a Él: ¿quién puede reprochárselo? El médico se ofrece a aquellos para quienes vino; ¿qué cosa más natural? Jesús vino a este mundo a curar y dar vida, a curar a los que tienen conciencia de que necesitan curación. Los que están sanos o, al menos, lo creen, no necesitan de médico: el Señor no vino para ellos. Los que se creen justos no necesitan de sus misericordias; Él se debe a los pecadores, a quienes vino a invitar a hacer penitencia. ¡Ay de los que por sí solos se bastan!
Y añadió Jesús, para llevarlos a considerar la preeminencia que tiene la caridad con el prójimo sobre los sacrificios y ritos legales: Id, pues, a aprender lo que significa: «Más estimo la misericordia que el sacrificio»; palabras que se leen en el libro del Profeta Oseas.
Allí leemos: Pues misericordia quiero, y no sacrificio, y conocimiento de Dios más bien que holocaustos.
Este versículo es la clave de toda la doctrina que el Profeta quiere inculcar. Misericordia y conocimiento de Dios son el fundamento de la religión que los Profetas oponen al ritualismo judaico.
Esta enseñanza, tan fundamental en la espiritualidad cristiana, mereció ser citada dos veces por el mismo Jesús, la primera en esta ocasión, y la otra al defender a sus discípulos ante el ataque de los fariseos porque habían arrancado espigas para comer en día de sábado.
Para redondear su idea, Jesús declaró la misión que había venido a cumplir en este mundo, diciendo: No he venido a llamar a los justos a penitencia, sino a los pecadores.
A partir de ese día, Mateo fue contado entre los Apóstoles del Señor.
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Nada sabemos de su vida antes de este llamamiento, sino que era publicano, como él dice de sí mismo. Parece verosímil que conociese ya al Divino Maestro por la fama de los milagros que había obrado en Galilea y en la propia Cafarnaúm, donde él vivía; que le había oído predicar en la sinagoga de dicha ciudad y se había conmovido por la palabra de aquel hombre que hablaba como nunca jamás hombre alguno había hablado.
Por lo tanto, no es de maravillar que, al ser llamado inesperadamente por Jesús, no vacilase un instante en dejarlo todo para ir en pos de Él; con lo cual nos dio ejemplo de la presteza con que debemos obedecer a la voz de Dios, y dejar de lado todas las cosas de la tierra para seguirle cuando nos llama.
No era Mateo persona inculta. Todo lo contrario; las frecuentes citas que del Antiguo Testamento trae en su Evangelio prueban que conocía las Sagradas Escrituras.
Todo hace creer que también tenía una fortuna holgada, ya que poseía casa propia, la cual fue sin duda, desde entonces, la predilecta del Salvador mientras residía en Cafarnaúm.
Muy poco se habla de San Mateo en el Evangelio. Tan sólo tres veces se hace mención de él: la primera, cuando Jesucristo le llamó al apostolado; la segunda, cuando el Apóstol agasajó al Maestro con un banquete; y la tercera, en la enumeración de los doce que componían el grupo Apostólico.
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De cuatro fuentes sacamos la lista completa de los doce Apóstoles del Señor: son los Evangelios de San Mateo, San Marcos y San Lucas, y los Hechos de los Apóstoles.
En todas estas listas forman los doce tres grupos de cuatro personas. San Mateo forma parte del segundo grupo. Es de notar que mientras San Marcos y San Lucas le nombran en tercer lugar, es decir, antes que Santo Tomás, que figura el último de ese grupo, en la lista que el propio San Mateo da se coloca después de Santo Tomás, sin duda por humildad; y así aparece el postrero en el segundo grupo, acompañando su nombre con el epíteto humillante de publicano, para manifestar más la gracia del Señor, que de tan despreciable estado le había llamado a ser discípulo suyo.
Como queda ya señalado, el Evangelio de San Mateo es, en el orden cronológico, el primero de los cuatro. Si bien resulta imposible precisar con documentos contemporáneos la fecha y el lugar de su publicación, se puede afirmar que fue escrito en Jerusalén, antes de la dispersión de los Apóstoles, la cual se efectuó a lo que parece el año 42, consumada ya la degollación de Santiago el Mayor.
San Mateo escribió su Evangelio en arameo, o sirocaldaico, dialecto hebreo que se hablaba en Palestina desde la vuelta del cautiverio de Babilonia.
Lo dedicó especialmente a los cristianos prevenientes del judaísmo. Esto, que la Tradición asegura, queda confirmado por los caracteres intrínsecos del escrito. Así, por ejemplo, el autor hace referencia a usos civiles y religiosos de su nación, pero sin entrar en pormenores ni explicarlos; menciona ciudades y lugares sin cuidar de fijar su posición topográfica, como quien escribe para lectores perfectamente informados de la geografía de Palestina.
Hay fundamento sólido para afirmar que, al separarse los Apóstoles, cada uno se llevó un ejemplar del texto primitivo del Evangelio según San Mateo, pues se hallan indicios o rastros del mismo en varios países.
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Quien lea con espíritu observador el Evangelio según San Mateo, pronto se dará cuenta de que en todo el relato, desde el principio hasta el fin, domina una idea: la de probar a los judíos que Jesucristo es verdaderamente el Mesías prometido, esperado por ellos.
De continuo trae citas del Antiguo Testamento, sobre todo de los libros de los Profetas, para demostrar el cumplimiento de los vaticinios en la persona del Divino Redentor.
A menudo confirma los hechos que refiere valiéndose de estas o parecidas formulas: Todo lo cual se hizo en cumplimiento de…, De suerte que se cumplió…, tal oráculo o profecía de las Sagradas Escrituras.
Empieza San Mateo su libro dando primero la genealogía temporal de Jesucristo, con la cual demuestra perfectamente que el Mesías desciende en verdad de David y de Abrahán, conforme habían anunciado los Profetas.
Al revelamos el misterio de la concepción del Hijo de Dios en el seno purísimo de María por obra del Espíritu Santo, tiene cuidado de recordar la profecía en que el Profeta Isaías anunciaba que el Mesías nacería de una Virgen.
Al referir la huida a Egipto, no se olvida de decir que así se realizó para que se cumpliese lo que había escrito el Profeta Oseas: De Egipto llame a mi Hijo.
Cuando habla de la vuelta de la Sagrada Familia, que fue a vivir a Nazaret y no a Belén, declara que con ello tuvieron plena realización las profecías según las cuales el Ungido del Señor sería llamado Nazareno.
Más adelante manifiesta San Mateo que el Profeta Isaías anunció al Precursor del Mesías llamándole Voz del que clama en el desierto; que de este mismo libro profético sacó Jesús la respuesta que dio a los discípulos de Juan el Bautista, cuando le preguntaron quién era Él; que si Jesús usaba las parábolas para enseñar, era para que se cumpliese otro oráculo del mismo Profeta Isaías; que el Salvador se manifestaba manso y humilde de corazón, porque era aquél misterioso siervo de quien el Profeta Isaías había dicho que no contendería con nadie, no quebraría la caña cascada, ni acabaría de apagar la mecha aún humeante.
En la entrada triunfal de Jesucristo en Jerusalén ve San Mateo el cumplimiento de una profecía del Profeta Zacarías; en las particulares circunstancias de la Pasión: su prendimiento en el huerto, la huida de los Apóstoles, la traición de Judas, las treinta monedas de plata, las últimas palabras del Salvador…; en todas y en cada una insiste en que se realizaron para que se cumplieran las Escrituras.
Este cuidado de comparar y sostener con las profecías los hechos que refiere, es el sello característico del primer Evangelio. También lo es la sencillez del relato, al par que su majestad y grandeza.
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El velo de la oscuridad envuelve la labor apostólica de San Mateo. ¿A
qué naciones llevó la luz del Evangelio?
Está dado por cierto que San Mateo, ardiendo en santo celo como los demás Apóstoles, llevó la luz de la fe a varias naciones, pero no es posible precisar con exactitud cuáles fueron las evangelizadas por él.
Según San Ambrosio, fue apóstol de Persia; según San Isidoro, lo fue de Macedonia; y Simón Metafrastes dice que predicó a los medos y partos.
En las Constituciones de San Clemente se lee que San Mateo fue el que introdujo entre los fieles el uso del Agua Bendita.
El Breviario Romano nos narra que fue víctima del hacha homicida al pie del altar, cuando celebraba los Sagrados Misterios, que murió mártir en Etiopía por haber defendido los derechos de la virginidad que se ofrece a Dios.
En efecto, habiendo resucitado a Egipa, la hija menor del rey, éste, su esposa y toda esa región se convirtieron a la fe de Cristo.
Lo que más consoló al Apóstol fue que Epigenia, la primogénita del rey, habiendo escuchado un sermón, consagró su virginidad y, junto con ella, otras muchas jóvenes de la corte.
Muerto el rey, su hermano y sucesor, Hirtaco, para asegurar la corona quiso desposar a Epigenia. La cual, horrorizada de la propuesta de su tío, perseveró en su santo propósito de guardar la virginidad.
Hirtaco hizo llamar a San Mateo para que persuadiese a la princesa de contraer el matrimonio. Como San Mateo hizo todo lo contrario, Hirtaco lo mandó degollar. Los esbirros lo encontraron al pie del altar al terminar de rezar la Santa Misa. Allí unió su sacrificio y su sangre a la del Divino Cordero.
Por esto, tanto la Iglesia latina como la griega honran al Apóstol y Evangelista San Mateo con el título de mártir; la primera, el 21 de septiembre, la segunda, el 15 de noviembre.
Sus reliquias, llevadas en 954 de Etiopía a Salerno, Italia, fueron tan cuidadosamente ocultadas que se perdió todo rastro de ellas durante 120 años.
Por el testimonio de San Gregorio VII, que lo escribe a Alfano, obispo de dicha ciudad, sabemos que fueron nuevamente descubiertas en un sepulcro secreto durante el pontificado del mencionado Papa.
Allí mismo, en Salerno, después de consagrar la iglesia dedicada a San Mateo, murió santamente este ilustre Pontífice, perseguido y desterrado de Roma por el emperador Enrique IV de Alemania.
El cuerpo de San Mateo sigue siendo reverenciado en Salerno con gran devoción.
Su sagrado cráneo fue donado a la catedral de Beauvais, Francia, de donde desapareció durante la funesta revolución, en 1793. Felizmente había sido cedida una parte a la diócesis de Chartres; y allí se conserva en el convento de la Visitación.
