
QUINTO DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Como recordarán, el domingo pasado comenzamos a comentar el pasaje de la Carta de San Pablo a los Romanos que sirve de Epístola para el Domingo Cuarto de Pentecostés.
Habíamos llegado al comentario del Padre Lacunza a la profecía de Isaías, que cita San Pedro cuando dice: nuevos cielos y otra nueva tierra, donde habitará en adelante la justicia.
Vimos los dos modos de eludir esta profecía:
* el primer modo dice que estos nuevos cielos y nueva tierra son para después de la resurrección universal.
* la segunda explicación se acoge a la pura alegoría, acomodándola a la Iglesia militante del presente.
El Padre Lacunza, como vimos, se pregunta:
* las cosas que aquí se tiende a acomodar a la Iglesia presente, bajo el nombre de Jerusalén, ¿le competen a ella en realidad?
* estas cosas, hablando de la Iglesia presente, ¿son verdaderas?, ¿no son todas visiblemente falsas?
* una profecía en que habla el Espíritu de Dios, ¿puede anunciar a la Iglesia presente, bajo el nombre de Jerusalén, cosas que no ha habido jamás en ella, ni las puede haber en la presente providencia?
Y concluye: Anuncios diametralmente opuestos hallamos a cada paso en los Evangelios.
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Sigamos hoy con el comentario del Padre Lacunza, que va más en profundidad, y dice:
San Pedro Apóstol, que sin duda entendía mejor todas estas cosas, cita evidentemente esta profecía de Isaías de que hablamos, de la cual únicamente constan las promesas de cielos nuevos y tierra nueva…
El Apóstol pone estos nuevos cielos y nueva tierra según las promesas, no ahora, sino después que perezca esta tierra y estos cielos presentes.
Estos nuevos cielos y tierra nueva, que Dios promete, no pueden ser metafóricos y figurados; no pueden ser la Iglesia de Cristo.
¿Por qué?
Pues hace mucho que está en nuestro mundo la Iglesia de Cristo; y el cielo y tierra presentes, que son los mismos desde Noé hasta el día de hoy, no han perecido por el fuego; lo cual es una condición esencial para que las promesas de Dios tengan lugar.
Luego, o los cielos nuevos y la tierra nueva no pueden ser la Iglesia de Cristo; o la Iglesia de Cristo no está todavía en el mundo…
¡A reflexionar, señores!
Sigue el Padre Lacunza:
Tampoco esta promesa de nuevos cielos y tierra nueva puede hablar para después de la resurrección universal.
¿Por qué?
Pues entonces ya no podrá haber muerte ni pecado, ya no podrá haber nuevas generaciones…; ya no habrá necesidad de edificar casas, ni plantar viñas, etc.; cosas todas expresas y claras en las promesas de Dios de nuevos cielos y tierra nueva.
Por lo tanto, son cosas evidentemente reservadas para otra época muy semejante a la de Noé, esto es, para la venida en gloria y majestad del Señor Jesús; pues Él mismo compara su venida con lo que sucedió en tiempo del diluvio.
Luego, después de esta época, en que creemos y esperamos que perezcan por el fuego estos cielos y esta tierra presentes, y antes de la resurrección general, deberán verificarse plenísimamente las promesas de Dios de nuevos cielos y nueva tierra, y sucederán las cosas que para esta época están reservadas según la profecía de Isaías.
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El Padre Lacunza pasa entonces a considerar los tiempos y las cosas que anuncia la profecía de Isaías. Y dice así:
Primeramente, los tiempos de que va hablando este gran Profeta, así en este capítulo LXV, como en los veinte y cuatro antecedentes, son evidentemente los tiempos próximos, y aun casi inmediatos a la venida del Señor, lo cual sería bueno y utilísimo tenerlo bien presente; los tiempos, digo, de la vocación, conversión y congregación, con grandes piedades, de las reliquias de Israel.
Dios vuelve otra vez los ojos a las reliquias preciosas del mismo Israel, a quienes anuncia y promete los nuevos cielos y nueva tierra, y todas las demás cosas particulares que deberán suceder en esos tiempos, así en Jerusalén y en Israel, como en todo el residuo de las gentes, a saber, la paz, la quietud, la seguridad, la justicia y santidad, la inocencia y simplicidad, las vidas largas de los hombres, como en los tiempos antediluvianos, etc.
En aquellos tiempos (en los cuales como dice San Pedro habitará la justicia) no morirá ninguno antes de la edad madura, dice Isaías: si alguno muriere de cien años, se dirá que ha muerto aún joven; si en esta edad muriere pecador, será maldito entonces, como lo es ahora, y como es necesario que sea en todo tiempo.
De donde se colige manifiestamente, que aun en medio de tanta justicia y conocimiento del Señor, que en aquel siglo venturo inundará toda nuestra tierra, no por eso faltarán del todo el pecado y los pecadores; pues al fin, todos serán entonces tan libres como lo son ahora, y todos podrán hacer un uso bueno o malo de su libre albedrío.
El llanto, y el clamor, prosigue Isaías, que ahora son tan frecuentes en toda clase de gentes, no se oirán, o se oirán rarísima vez en aquellos tiempos felices. El que edificare una casa, vivirá en ella; el que plantare un árbol o una viña, gozará de sus frutos; no sucederá entonces lo que tantas veces ha sucedido en los siglos anteriores, esto es, que quien no ha edificado una casa, ni plantado una viña, se haga dueño y poseedor de ella, o por prepotencia o por derecho que llaman de conquista.
Los días de mi pueblo, prosigue el Señor, serán iguales o mayores que los del árbol que ha plantado, y el trabajo de sus manos lo verá envejecerse delante de sus ojos. Mis escogidos no trabajarán en aquellos tiempos inútilmente, ni engendrarán hijos para la esclavitud y maldición; antes serán una generación bendita del Señor, y sus hijos y nietos como ellos, etc.
Es verdad que todas estas cosas y otras semejantes, difíciles de numerar por su prodigiosa multitud, se dicen expresa, directa y nominalmente de la Jerusalén futura, y de las reliquias preciosas de los Judíos; mas por otros muchos lugares de la Escritura y del mismo Isaías, que ya hemos apuntado, parece claro, que las reliquias de todos los otros pueblos, tribus y lenguas, participarán abundantísimamente de todos estos bienes naturales y sobrenaturales, que primariamente se prometen a las reliquias de Abrahán, de Isaac y de Jacob.
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Pasando a conjeturar sobre estos nuevos cielos y nueva tierra, el Padre Lacunza interpreta de la siguiente manera:
Parece algo más que probable, que esta nuestra tierra, o este globo terráqueo en que habitamos, no está ahora en la misma forma ni en la misma situación en que estuvo desde su principio, hasta la gran época del diluvio universal.
Esta proposición bien importante se puede fácilmente probar con el aspecto actual del mismo globo, y con cuantas observaciones han hecho hasta ahora, y hacen cada día los más curiosos observadores de la naturaleza; mucho más si este aspecto y estas observaciones se combinan con lo que nos dice la Sagrada Escritura.
De esto se sigue legítimamente, y se concluye evidentemente, que nuestro globo terráqueo no está ahora como estuvo en los primeros tiempos, o en los tiempos de su juventud.
Y, por consiguiente, que ha sucedido en él algún accidente, grande y extraordinario, o algún trastorno universal de todas sus cosas, que lo hizo mudar enteramente de semblante, que obligó a las aguas inferiores a mudar de sitio, que convirtió el mar en tierra árida y también la tierra árida en mar, que hizo formarse nuevos mares, nuevos ríos, nuevos valles, nuevas colinas, nuevos montes; en suma, una nueva tierra, o un nuevo orbe diversísimo de lo que había sido hasta entonces.
Este accidente no puede ser otro, por más que se fatiguen los filósofos, que el diluvio universal de tiempos de Noé; en el cual, como dice el Apóstol San Pedro: hace tiempo existieron unos cielos y también una tierra surgida del agua y establecida entre las aguas por la Palabra de Dios, y que, por esto, el mundo de entonces pereció inundado por las aguas del diluvio; y, como dice el mismo Jesucristo: vino el diluvio y los arrastró a todos.
La misma causa general que produjo en todo nuestro globo un nuevo mar y una nueva tierra árida, mudó también necesariamente todo el aspecto del cielo, es decir, no solamente el antiguo orden y temperamento de nuestra atmósfera, sino el antiguo orden y disposición del sol, de la luna, y de todos los cuerpos celestes, respecto del globo terráqueo.
¿Qué causa general fue esta? La misma mano omnipotente y sapientísima, aunque invisible, del Criador y Gobernador de toda la máquina; el cual, indignado con toda la tierra, extremamente corrupta, la hizo moverse repentinamente de un polo a otro: inclinó el eje de la tierra 23 grados y medio, haciéndolo mirar por una de sus extremidades hacia la estrella que ahora llamamos polar; o hacia la extremidad de la cola de la osa menor.
Con esta repentina inclinación del eje de la tierra se debieron seguir al punto dos consecuencias necesarias:
Primera, que todo cuanto había en la superficie del globo, así líquido como sólido, perdiese su equilibrio; el cual perdido, todo quedase en sumo desorden y confusión, no menos horrible que universal; que todo se desordenase, todo se trastornase, todo se confundiese, cayendo todas las cosas unas sobre otras, y mezclándose todas entre sí; rompiéndose, como dice la historia sagrada, las fuentes del grande abismo; rompiendo también el mar todos sus límites y, derramando sus aguas sobre lo que entonces era árida o tierra, quedase todo nuestro globo enteramente cubierto de agua, como lo estuvo en los primeros momentos de su creación.
La segunda consecuencia que debió seguirse necesariamente de la inclinación del eje de la tierra fue que el círculo o línea equinoccial, que hasta entonces había sido una misma con la eclíptica, se dividiese en dos; y que esta última cortase a la primera en dos puntos diametralmente opuestos, que llamamos nodos, esto es en el primer grado de Aries, y en el primero de Libra.
De lo cual resultó que nuestro globo no mirase ya directamente al sol por su ecuador, sino solamente dos días cada año, el 21 de marzo y el 22 de setiembre: presentando siempre en todos los demás días del año nuevos puntos de su superficie al rayo directo del sol.
Y de aquí, ¿que resultó? Resultaron necesariamente las cuatro estaciones, que llamamos primavera, verano, otoño e invierno; las cuales, desde los días de Noé hasta el día del Señor, han sido, son y serán la ruina de la salud del hombre, y como un castigo o pestilencia universal, que ha acortado nuestros días, y los ha hecho penosísimos y aun casi insufribles.
Antes del diluvio no había estas cuatro estaciones del año, que en lo presente son nuestra turbación y nuestra ruina; sino que nuestro globo gozaba siempre de un perpetuo equinoccio.
En esta hipótesis, todo es fácil y parece que lo entendemos todo; así las observaciones de los naturalistas, como todo lo que se lee en las Santas Escrituras.
En esta hipótesis:
1º- todos los climas debía cada uno ser siempre uniforme consigo mismo, lo mismo en el mes de marzo que en el de junio; y lo mismo en este, que en septiembre y diciembre,
2º- la atmósfera de la tierra, siendo en todas partes uniforme, debía en todas partes estar quieta, con aquella especie de quietud natural que compete a un fluido cuando no es agitado violentamente por alguna causa externa que le obligue a perder su paz, su quietud, su equilibrio; y cual equilibrio no impide, antes fomenta en todos los fluidos un movimiento interno, suave, pacífico y benéfico de todas sus partes.
3º- no había ni podía haber nubes horribles, densas, oscuras por el concurso y mezcla de diversos vapores y exhalaciones de toda especie, no había frotamiento violento de una con otras por la contrariedad de los vientos; no se encendía en este frotamiento el fuego eléctrico; por consiguiente no había las lluvias gruesas, ni los truenos, ni los rayos que ahora nos causan tanto pavor y daños y ruinas reales y verdaderas, así en los habitantes de la tierra, como en todas las obras de sus manos.
De aquí resulta y debía resultar, naturalmente, que los resfríos, las pestilencias, las enfermedades de toda especie, que ahora son sin número, eran entonces o pocas o ningunas, y que los hombres y aun las bestias, vivían naturalmente diez o doce veces más de lo que ahora viven, muriendo de pura vejez, después de haber vivido sanos y robustos.
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El Padre Lacunza retrocede ahora para explicitar aún más el texto analizado.
San Pedro dice expresamente que aquel antiguo mundo antediluviano pereció anegado en agua; y que este presente mundo, que le sucedió, perecerá del mismo modo y en el mismo sentido por el fuego: El mundo de entonces pereció inundado por las aguas del diluvio, y los cielos y la tierra presentes, por esa misma Palabra, están reservados para el fuego.
De aquí se sigue legítimamente:
1º- que del mismo modo, y en el mismo sentido verdadero, en que aquel antiguo mundo pereció por el agua, este presente perecerá por el fuego.
2º- que así como aquel antiguo mundo no pereció en lo sustancial, sino solamente en lo accidental, esto es, se deformó horriblemente, mudándose de bien en mal; así este mundo que ahora es, tampoco perecerá en lo sustancial por el fuego, sino que se mudará solamente de mal en bien; recobrando por este medio su antigua sanidad, y volviendo a aparecer, tal vez con grandes mejoras, con toda aquella hermosura y perfección, con que salió al principio de las manos de su Criador: esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y
tierra nueva, en los que mora la justicia…
Con que los nuevos cielos y nueva tierra que esperamos después del presente, deben ser sin comparación mejores que los presentes. Y esto no solamente en lo moral, sino también en lo físico y material.
En lo moral, porque en él habitará la justicia. Estas palabras generales no se pueden decir con verdad ni del mundo presente, ni mucho menos del antiguo.
También en lo físico y material, porque el mundo nuevo que esperamos, lo esperamos según las promesas de Dios; y estas promesas, que sólo constan del capítulo LXV de Isaías, hablan expresa y claramente de una bondad moral y también física y material.
Esta gran mudanza que esperamos de nuestro mundo presente de mal en bien debe comenzar por donde comenzó en tiempo de Noé, de bien en mal; es decir, por la restitución del eje de la tierra a aquel mismo sitio donde estaba antes del diluvio, o lo que es lo mismo por la unión de la eclíptica con el ecuador; sin la cual unión o identidad, así como no puede haber un perpetuo equinoccio, así no pueden faltar las cuatro estaciones del año, las cuales estaciones son enemigas perpetuas e implacables de la salud del hombre.
Sin la restitución del eje de la tierra a aquel mismo sitio donde estaba antes del diluvio no se concibe alguna felicidad natural, grande, extraordinaria y digna de una nueva tierra y nuevos cielos.
No se halla cómo puedan entonces volver naturalmente, sin un continuo milagro, las vidas largas de los hombres, que se acabaron con el diluvio; ni cómo puedan verificarse tantas otras cosas admirables y magníficas que sobre esta felicidad natural, acompañada ya de la justicia, se leen frecuentemente en los Profetas.
Dios mediante, el domingo próximo terminaremos este apasionante tema que hemos comenzado a tratar hace una semana.
