P. CERIANI: SERMÓN PARA EL QUINTO DOMINGO DE PASCUA

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QUINTO DOMINGO DE PASCUA

En verdad, en verdad os digo: que os dará el Padre todo lo que le pidiereis en mi nombre. Hasta aquí no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido. Estas cosas os he hablado en parábolas. Viene la hora en que ya no os hablaré por parábolas: mas os anunciaré claramente de mi Padre. En aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, porque el mismo Padre os ama, porque vosotros me amasteis, y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre y vine al mundo: otra vez dejo el mundo, y voy al Padre.

Sus discípulos le dicen: «He aquí ahora hablas claramente y no dices ningún proverbio. Ahora conocemos que sabes todas las cosas, y no es menester que nadie te pregunte: en esto creemos que has salido de Dios».

Con razón habían suplicado los Apóstoles a Jesús: Señor, enséñanos a orar. Y Él les enseñó el Padrenuestro.

Con razón le rogaron también: Acrecienta nuestra fe.

Sin embargo, hasta ahora ellos no han pedido nada al Padre en Nombre de Jesús, por amor de su muerte, de su Sangre, derramada por nosotros.

Antes era preciso que el Señor ofreciese sobre la Cruz el sacrificio de su vida. Antes era preciso que Él, como Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento, obrase la eterna Redención y penetrase en el santuario, revestido de su propia Sangre.

El Señor no ejercerá sus funciones de Mediador hasta después de su Ascensión a los cielos. Por eso los Apóstoles no han pedido nada hasta ahora al Padre en Nombre de Jesús.

También hubo otro motivo. Hasta ahora…, hasta antes de su pasión y muerte…, Cristo no ha sido para ellos lo que real y verdaderamente debiera de ser…

Los Apóstoles no han soñado más que con el trono y la gloria terrena del Señor…

Ellos no comprendían que tuviese que padecer y morir. ¿Cómo iban, pues, a pedir en su Nombre mientras no le conocieran tal y como Él es en realidad?

Pero esto sólo lo consiguen después de su muerte, después de su Resurrección y Ascensión a los cielos, después de la venida del Espíritu Santo, el día de Pentecostés.

Entonces comprenderán que sólo puede ser oído:

— el que pida en Nombre de Jesús,

— el que en su oración se apoye, total y únicamente, en sus méritos, en su pasión y muerte,

— el que suplique al Padre por amor de la Sangre de su Hijo,

— el que vaya al Padre unido en la más íntima comunidad de espíritu y de sentimientos con el Señor voluntariamente humillado y crucificado,

— el que esté pronto para hacerse obediente hasta la muerte

Si nosotros poseemos verdaderamente el espíritu y los sentimientos de Jesús; si estamos dispuestos a obedecer, como Él, los preceptos, la voluntad y el beneplácito divinos, entonces podremos unir, identificar nuestra oración con la oración de Jesús.

Entonces nuestra oración, unida, fundida con la oración de Jesús, será admitida por Él y la presentará delante del Padre como si fuera su propia oración. Y será infaliblemente escuchada.

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Pedid, y recibiréis, y vuestro gozo será completo. He aquí la promesa que lleva consigo la oración hecha en Nombre de Jesús.

Recibiréis… Nuestro Salvador se ha comprometido solemnemente, en Nombre del Padre y en el suyo propio, a concedernos siempre lo que pidamos en su Nombre.

En la oración poseemos, pues, el medio poderoso, infalible, de alcanzar de Dios luz y fuerza, gracia y ayuda.

El que pide, recibe; el que busca, encuentra; al que llama, se le abre…

El que no pide, no recibe; el que pide poco, poco recibe; el que pide mucho, mucho recibe…

Esta es la santa ley de la economía sobrenatural, de la vida de la gracia. Es una ley que confirman y garantizan de consuno la experiencia cotidiana y toda la historia de la Iglesia.

Es una ley que se confunde con esta otra: Dios sacia de bienes a los hambrientos; pero a los ricos, a los hartos, los deja vacíos.

En la oración, olvidémonos de nosotros mismos, salgamos fuera de nosotros y entremos dentro de Dios…

Vayamos al Padre…

¿Cómo? Convenciéndonos de nuestra propia miseria e insuficiencia; reconociendo y confesando humildemente nuestra nada, nuestro vacío, nuestra impotencia; confesando sinceramente que por nosotros mismos nada valemos, no podemos vivir ni hacer bien alguno.

Por eso, levantemos nuestra alma a Dios, de quien procede toda dádiva. Abramos de par en par las puertas de nuestro ser a la inmensidad de Dios, para que nos inunde de su luz y de su fuerza.

La oración es un olvido de nosotros mismos y un abandono en las manos de Dios…

Por eso, no hay gracia alguna sin oración. Sólo es escuchado, el que se humilla sinceramente, el que sale de sí mismo y de su nada. Sólo el que pide recibe.

¡Con una condición!

Oración: Oh Dios, de quien proceden todos los bienes, concede, a los que te suplicamos, la gracia de pensar siempre, con tu inspiración, las cosas rectas y de practicar, con tu dirección, lo mismo que pensemos.

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Los tres días siguientes, que preceden inmediatamente a la fiesta de la Ascensión del Señor, son los de Rogativas.

Según el sentir de la Liturgia, nuestras súplicas suben también al Padre, junto con el Señor que penetra en el Cielo. Cierto es que, en su Ascensión, Nuestro Señor es Nuestro Mediador y Abogado.

La Iglesia sabe, pues, que es oída. Pedid, y recibiréis; buscad, y encontraréis; llamad, y se os abrirá.

He aquí la gran promesa hecha por el Señor al que pide, al que ora. Apoyados en esta promesa del Señor, entremos en el espíritu de las Rogativas.

La Epístola de la Misa de Rogativas, tomada del Apóstol Santiago, dice que «Mucho puede la oración fervorosa del justo. Elías era un hombre como nosotros, sujeto al dolor. Sin embargo, cuando oró con fervor, para que no lloviese sobre la tierra, no llovió más por espacio de tres años y seis meses. Después volvió a suplicar de nuevo, y el cielo dio su lluvia y la tierra produjo su fruto».

¡Tan grande es la fuerza y la fecundidad de la perseverante y fervorosa oración del justo!

Una confirmación de la promesa del Señor: Pedid, y recibiréis.

¡Cuál no será, pues, la fuerza y la eficacia de la oración de la Iglesia! ¿Qué poder no tendrán ante Dios las manos de los Santos del cielo y las de las almas puras y santas de la tierra, levantadas todas juntas hacia el Padre?

La Iglesia militante ora con perseverancia, con fervor, sin interrupción.

La Iglesia triunfante ora sin interrupción… En sus Santos, en María, la omnipotente Medianera, en su Cabeza, Cristo, el Señor.

Jesucristo está, ante el Padre, está también en el Sagrario, orando e intercediendo constantemente por nosotros.

Unámonos, pues, a la oración de la Iglesia, y también en nosotros se cumplirá la promesa del Señor: Pedid, y recibiréis. Tengamos fe en la fuerza de la oración de la Iglesia.

Creamos igualmente en la fuerza de nuestra oración, que es apoyada y completada por la oración de los muchos hermanos y hermanas en Cristo, hermanos santos y amadores de Dios.

¡Qué tesoro debe ser para nosotros la oración! ¡Cómo debemos apreciarla y amarla!

Pedid, y recibiréis… Lo que hoy necesita y busca la Iglesia son sobre todo almas de oración.

Todos estamos sujetos a la ley de interceder los unos por los otros.

Dios quiere la salvación de todos los hombres; pero precisa que también ellos lo quieran y obren en consecuencia.

Más aún. Es preciso que lo quieran también los demás y que cooperen con ellos.

Cada cual es dueño de su destino; pero también es cierto que todos somos dueños del destino de cada uno de los hombres. Todos decidimos la suerte final —salvación o condenación— de nuestros prójimos.

En el mundo físico no puede variar de posición ni el más insignificante átomo sin que, al mismo tiempo, afecte y haga cambiar de posición a todos los demás átomos.

Lo mismo acontece en el mundo moral y religioso. En virtud de nuestra incorporación con Cristo, todos podemos y tenemos, necesariamente, que impedirnos o ayudarnos los unos a los otros. No cabe la neutralidad. Somos llamados, no sólo a salvarnos a nosotros mismos, sino también a cooperar en la salvación de todos los demás.

Por medio de nuestro ejemplo. Por medio de nuestra oración.

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De nosotros también depende, de nuestras oraciones depende que Dios no castigue a los pueblos como éstos merecen.

¡Con qué violencia claman venganza al cielo los pecados de la humanidad de hoy! ¡Los pecados de incredulidad, de olvido de Dios, de odio a Dios, de blasfemia contra Cristo y su Iglesia! ¡El pecado de odio entre los pueblos y las clases, los pecados del capitalismo, del materialismo, de la carne!

Aunque no haya más que cinco justos en Sodoma y oren, Dios se aplacará.

Por eso, la Epístola de Rogativas nos exhorta con estas palabras: «Orad los unos por los otros, para salvaros. Si alguien de vosotros se apartare de la verdad y otro le convirtiere (con su oración), este tal debe saber que quien saca a un pecador de su errado camino salva su alma.»

¡Salvar almas! En virtud de la oración. Que las almas se salven: he ahí el gran anhelo de la Santa Iglesia, especialmente en estos días de Rogativas. Esta debe ser también nuestra gran preocupación.

Oremos, pues, con la misma importunidad del impetuoso pedigüeño del Evangelio de la Misa de Rogativas: Y si persistiere llamando, el otro se levantará, aunque no sea más que por verse libre de su importunidad, y le dará cuanto necesite.

Pidamos también mucho, pidamos con ardor, pidamos con constancia. Pedid, y recibiréis.

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Pensamos muy poco en las promesas hechas por el Señor a la oración. Tenemos poca fe en el valor y en la eficacia de nuestra oración.

¡De ahí la falta de confianza y de celo por la oración!

Y, precisamente, las promesas han sido hechas a los que tengan confianza. «Todo lo que pidiereis en la oración estad seguros de que lo alcanzaréis y se realizará», dice Nuestro Señor por San Marcos.

Nuestra oración será tanto más perfecta y eficaz cuanto más nos unamos con la Iglesia y con su oración.

Entonces nuestra oración tendrá todas las condiciones que debe reunir la verdadera oración: será humilde, fervorosa, infantil, filial, llena de confianza.