
CUARTO DOMINGO DE PASCA
Me voy a Aquel que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: «¿Dónde vas?» Sino que por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza. Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré. Y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio. En lo referente al pecado, porque no han creído en mí; en lo referente a la justicia porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado. Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os enseñará toda la verdad; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros.
Os conviene que yo me vaya. Si yo no me voy, no podrá, venir a vosotros el Consolador.
El Consolador vendrá y completará el triunfo de Cristo en el mundo, en la Iglesia, en las almas.
Convencerá al mundo de que existe un pecado, una justicia y un juicio, y enseñará a la Iglesia y a los fieles toda la verdad.
La glorificación de Cristo no acaba con su resurrección. Ahora va al Padre para tomar posesión, aun en cuanto Hombre, de su Trono y para compartir con el Padre, como glorioso Señor, el imperio del mundo.
Priva de su presencia visible a sus discípulos, a su Iglesia, para enviarles, en su lugar, el Espíritu Santo. A través del Espíritu Santo quiere estar y permanecer Él mismo con los suyos, aunque invisible y espiritualmente.
Jesús priva a sus Apóstoles, a la Iglesia, de su presencia visible. Deben desprenderse de su figura terrena. Tienen que renunciar a la visión y a la dicha de su presencia visible, palpable, a su conversación y a su trato amable, íntimo, confortador.
Necesitan espiritualizarse. Sólo así les podrá enviar el Espíritu Santo y hacerlos portadores suyos, para que, con su fuerza, puedan propagar el Reino de Cristo, a pesar de todas las contradicciones y obstáculos que les salgan al paso.
Jesús nos deja; pero, al privarnos de su presencia visible, nos envía en su lugar el Espíritu Santo. Con su pasión y muerte nos mereció este gran don divino: el Espíritu Santo.
Ahora sube Él mismo al cielo para enviárnoslo desde allí como Consolador y asistente nuestro.
No nos lo manda para que nos exima de todo dolor, de las luchas, tentaciones y dificultades de la vida… Nos lo envía, más bien, para que nos fortalezca y nos anime a cumplir nuestros deberes, a resistir y vencer todos los dolores, a vivir y obrar en todo conforme al espíritu y a los sentimientos de Jesús. En una palabra, para que nos identifique totalmente con el Espíritu Santo de Jesús.
El Espíritu nos impulsa a obrar en Jesús y por Jesús, a que seamos sus testigos, sus «mártires», y a que nos alegremos de padecer por su amor afrentas, humillaciones, injusticias e incluso la pérdida de los bienes y de la misma vida.
¡Cuánto necesitamos todavía de este Consolador y Consejero! ¡Con qué ahínco debemos suplicar al Señor, durante esta semana, que envíe cuanto antes a todos nosotros su Consolador!
Anhelemos apasionadamente su venida y clamemos instantemente: Veni, Sancte Spiritus — Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles.
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Cuando el Espíritu Santo venga, convencerá al mundo de que existe un pecado, el pecado de no haber creído en Jesucristo.
Este es el gran pecado de los judíos: no creyeron en Jesús. Y esto, a pesar de todas las profecías del Antiguo Testamento que se cumplieron en Jesús, a pesar de los milagros que Él realizó ante sus mismos ojos, a pesar de su resurrección, en la mañana de Pascua, y de la cual fueron ellos mismos testigos, aunque involuntarios.
Por eso, después que el Señor penetre en los cielos, el Espíritu Santo convencerá al mundo de que los judíos cometieron un pecado, al no creer en Jesús.
Convencerá al mundo, y a todos, de que cometen un pecado al no creer en Jesús.
La incredulidad: he aquí el gran pecado.
El Espíritu Santo obra en los Apóstoles. Desciende sobre ellos el día de Pentecostés y los impulsa a ser testigos de la resurrección del Señor.
De este modo, el Espíritu Santo convence al mundo de que es injusto, de que es un pecado no creer en Jesús, a quien predican y atestiguan los Apóstoles.
Nosotros, por nuestra parte, admiremos esta acción del Espíritu Santo en los Apóstoles y alegrémonos de que, por boca de ellos, haya proclamado ante todo el mundo, refiriéndose a Jesús: Esta es la piedra desechada por los constructores, pero convertida por Dios en base del edificio. Sólo en Él está la salud, pues no se ha dado a los hombres ningún otro Nombre, fuera de éste, en el cual puedan salvarse.
Cuando venga el Espíritu Santo, convencerá al mundo de que existe el gran pecado de la incredulidad.
Nosotros, por el contrario, reconozcamos y confesemos, alegres y agradecidos, la acción del Espíritu Santo en los Apóstoles y en nuestra Santa Iglesia Católica. Continuemos, con nueva e inquebrantable lealtad, al lado del Señor y digámosle: Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo. Tú eres el Camino, la Verdad y la Vida. Yo así lo creo. Señor, acrecienta mi fe.
Existen hoy día muchos que imitan a los judíos y no creen en Jesús. Nosotros compadezcámonos de los ciegos, de los descarriados, de los alejados de la Iglesia, de los que están llenos de prejuicios contra la verdadera fe. Pidamos por ellos, para que reconozcan que obran mal no viviendo con Jesús; para que se convenzan de que sólo existe una redención, una salvación posible, la de creer en Jesús.
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Cuando el Espíritu Santo venga, convencerá al mundo de que existe una justicia, porque Jesús va al Padre.
He aquí la segunda misión que tiene que realizar en el mundo el Espíritu Santo.
El mundo no cree en la santidad, en la rectitud de Jesús. Lo clava en la cruz, en medio de dos ladrones. Lo desprecia, lo pospone a un vulgar criminal, a Barrabás, y lo considera como el más grande malhechor. Lo tiene, hoy lo mismo que cuando Él vivió, por el gran impostor y embaucador.
Y lo mismo que su persona, desprecia y condena también su doctrina. El mundo quiere que el hombre siga su propio espíritu y no reconozca más ley que su propia voluntad y capricho. Frente a la doctrina de Jesús, establece él sus propias máximas.
Así, exactamente, trata el mundo a la Santa Iglesia, su dogma, su moral, su culto, su autoridad, su sacerdocio.
¿Qué otra cosa han sido y son todas las herejías y cismas, hasta el modernismo y la iglesia conciliar, sino una recusación de la Iglesia de Cristo?
El mundo no cree en la santidad, en la rectitud de Jesús.
Existe una justicia porque voy al Padre. ¿Cómo podría Jesús ir al Padre y ser admitido en la morada de Dios, si fuera un impostor, si estuviera cargado de injusticias y pecados, si fuera un malhechor, como le tacharon y trataron los judíos de su tiempo, como le tachó y trató después el mundo y lo sigue haciendo aun ahora?
Voy al Padre…. Si viene el Consolador, el Espíritu Santo, Él será la mejor prueba divina de que Jesús, el Crucificado, el estigmatizado por el mundo como impostor y embaucador, está con el Padre.
Si yo me fuere, os lo enviaré yo mismo. Jesús ha enviado el Consolador. Luego Él está con el Padre, glorioso, coronado de imperio y majestad.
La santidad y justicia de su persona, de su doctrina, de sus palabras y de toda su obra ha sido ratificada y reconocida por Dios.
Dios ha ratificado y reconocido igualmente la santidad de la Santa Iglesia, de su dogma y moral, de su espíritu, de sus Santos, de su vida interna y externa.
Existe una justicia. Jesús es su viva encarnación. Tú solo eres el Santo…
Existe una justicia. No la justicia del mundo.
Sólo Jesús ha sido reconocido y proclamado Justo por Dios. Sólo en Jesús están las verdaderas virtudes y la perfecta santidad. Sólo en Jesús y en su Santa Iglesia, unida a Él por la más íntima comunidad de vida, inundada y animada de su mismo Espíritu.
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Cuando el Espíritu Santo venga, convencerá al mundo de que existe un juicio, porque el príncipe de este mundo ya ha sido juzgado.
El príncipe de este mundo, Satanás, y, con él y en él, su reino, el mundo, ya ha sido juzgado y declarado injusto: he aquí la tercera prueba que habrá de traer consigo el Espíritu Santo.
En Jesús, y sólo en Él, están el derecho, la justicia y la verdad.
Jesús ha juzgado al príncipe de este mundo. Lo juzgó primeramente en su muerte de Cruz. Ahora es el juicio del mundo; ahora será expulsado el príncipe de este mundo. Ahora, es decir, cuando yo sea levantado en la cruz.
El Señor se dejó condenar y matar injustamente por el mundo. Por eso pende de la Cruz. Con su Sangre inocente, derramada injustamente, puso el sello de una reprobación total e inteligible a todos sobre la sentencia dictada contra Él, inocente, sin pecado, divinamente puro, por el príncipe de este mundo, por Satanás y sus servidores, los judíos y el romano Pilato.
Jesús juzgó, por vez segunda, al príncipe de este mundo en su Resurrección. Con ella ha confundido de un modo irrefutable a sus adversarios, que le calumniaban de blasfemo y de realizar sus milagros con la ayuda y virtud del diablo.
Con su Resurrección de entre los muertos, Dios mismo le proclamó y reconoció ante todo el mundo como justo, como Hijo de Dios.
Así ha sido juzgado Satanás, y con él el mundo.
Su parecer sobre Cristo, sobre el Evangelio, sobre la Iglesia de Jesús, sobre la fe cristiana, sobre la moral cristiana, sobre el sentido de la vida y sobre el valor o desvalor de los bienes de este mundo, ha sido confundido, reprobado como falso.
En la muerte y resurrección de Cristo es el juicio del mundo; en ellas fue lanzado fuera el príncipe de este mundo, ha sido destronado.
El Espíritu Santo juzga al príncipe de este mundo. Viene después de la ida del Señor al Padre, para juicio de Jesús sobre el mundo y para confirmarlo a lo largo de toda la Historia de la Iglesia.
El mundo creyó que con la muerte de Jesús había enterrado y aniquilado para siempre su causa, su doctrina, su Evangelio, su obra.
Viene entonces el Espíritu Santo y abraza la causa de Jesucristo. Con rapidez fulmínea, el Evangelio de Jesús comienza a invadir los reinos y se apodera de los espíritus y de los corazones.
Los judíos lo rechazan; pero, en cambio, se convierten a él los paganos. Creen y se dejan bautizar. Se apretujan en torno de Cristo, del Crucificado, y gritan: ¡Renuncio a Satanás! Renuncio al mundo y a sus vanidades, a los sentimientos y al espíritu mundanos.
El Espíritu Santo crea un mundo nuevo, el mundo de Cristo.
El príncipe de este mundo ha sido juzgado. Han sido juzgadas y condenadas sus máximas, su espíritu, su concepto de la vida.
Este es el juicio del Espíritu Santo sobre el príncipe de este mundo, sobre los principios, máximas y espíritu del mundo.
Ha sido juzgado y condenado, ha sido convencido de impostor.
El príncipe de este mundo ya está juzgado. He aquí el cántico pascual de la Iglesia. Satanás ha sido vencido, destronado.
Pero el Señor no lo ha destronado de tal modo que no le haya concedido todavía, para mayor bien nuestro, cierto poder.
Satanás puede moverse y actuar aún sobre la tierra. Aprovecha con todo ardor ese permiso que Dios le concede, para fascinar, para engañar, cegar y perder. Deja brillar su mentira, su falacia, como un relámpago.
El mundo contempla este fulmíneo resplandor y se extasía ante él, como si fuera el fulgurante claror de la verdad, como si mereciera toda la atención.
Aunque se le haya quitado el dominio, Satanás todavía logra seducir al hombre y hacerle inclinar hacia la tierra el rostro que la misma naturaleza le creó levantado y mirando al cielo.
También nosotros colocamos en la tierra el objeto de nuestras esperanzas y anhelos. Esto se opone a la fe pascual, al espíritu de Pascua, al espíritu bautismal que se nos ha infundido….
¡Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, no las que están sobre la tierra!
Y nosotros nos dejamos engañar y seducir por Satanás.
¡El príncipe de este mundo ya está juzgado! Su condena debe manifestarse de un modo vivo en nosotros, los cristianos. Debe ser juzgado en nuestros pensamientos, en nuestros deseos, en nuestros negocios, en nuestra vida.
¡Cada día de nuestra vida debe ser un constante juicio de Satanás! Opongámonos a él con nuestra fe, con nuestro convencimiento de que no nos encontramos con él, de que no somos secuaces de sus alegrías, de su paz, de su vida; con un inquebrantable coraje para luchar contra él y contra sus satélites; con la firme convicción de que no podemos contemplar tranquilamente el que Satanás seduzca a las almas y las aleje del Señor.
El príncipe de este mundo ya está juzgado. ¿Qué decimos nosotros? ¿Por qué no estamos más llenos, mucho más llenos de la confianza triunfal? ¿Por qué tanta angustia ante el «león rugiente»?
La acción del Espíritu Santo en la Iglesia, es un juicio sobre Satanás y el mundo. Es, por lo mismo, una perenne justificación, confirmación y glorificación de Jesús…
¡Es una prueba de que Jesús es el Hijo de Dios, de que sus palabras fueron verdaderas, sus virtudes reales y sus promesas infalibles!
En la Sagrada Comunión quiere transformarme, convertirme en hombre nuevo, espiritual, para que mi vida práctica sea también un juicio sobre el mundo y sobre Satanás.
Oración: Oh Dios, que, por medio del admirable comercio de este sacrificio, nos has hecho participantes de tu soberana y única Divinidad; suplicárnosle nos concedas la gracia de que, así como hemos conocido tu verdad, así también la practiquemos con nuestra pureza de vida.
