
SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA
Domingo del Buen Pastor
En verdad, en verdad os digo, que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, mas sube por otra parte, aquél es ladrón y salteador. Mas el que entra por la puerta, pastor es de las ovejas. A éste abre el portero. Y las ovejas oyen su voz, y a las ovejas propias llama por su nombre, y las saca. Y cuando ha sacado fuera sus ovejas, va delante de ellas; y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. Mas al extraño no le siguen, huyen de él; porque no conocen la voz de los extraños.
Esta parábola les dijo Jesús. Mas ellos no entendieron lo que les decía.
Y Jesús les dijo otra vez: En verdad, en verdad os digo, que yo soy la puerta de las ovejas. Todos cuantos vinieron, ladrones son y salteadores, y no los oyeron las ovejas. Yo soy la puerta. Quien por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos.
El ladrón no viene sino para hurtar, y para matar, y para destruir. Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan con más abundancia.
Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas. Mas el asalariado, y que no es el pastor, del que no son propias las ovejas, ve venir al lobo, y abandona las ovejas y huye; y el lobo arrebata y dispersa las ovejas. Y el asalariado huye, porque es asalariado, y porque no tiene parte en las ovejas.
Yo soy el Buen Pastor: y conozco mis ovejas, y las mías me conocen, como el Padre me conoce, así conozco yo al Padre, y doy mi vida por mis ovejas.
Tengo también otras ovejas, que no son de este aprisco; es necesario que yo las traiga, y oirán mi voz, y será hecho un solo rebaño y un solo pastor.
Por eso me ama el Padre: porque yo doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita; mas yo la doy de mi propia voluntad; poder tengo para darla; y poder tengo para volverla a tomar.
Es el Domingo del Buen Pastor. Acordándonos de lo que Jesucristo, el Buen Pastor, hizo por nosotros con su muerte y resurrección, cantémosle con el corazón lleno de agradecimiento las palabras del Introito: La tierra está llena de la misericordia del Señor. Justos, alegraos en el Señor.
En la Epístola, San Pedro nos dice lo que hizo el Señor por nosotros: Cristo padeció por nosotros, dejándoos su ejemplo, para que sigáis sus pisadas. Llevó a la cruz, en su cuerpo, nuestros pecados, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia.
Este es el pensamiento de la Pascua cristiana. San Pedro lo junta con el pensamiento de Cristo como Buen Pastor: Con sus heridas habéis sanado vosotros, pues erais como ovejas errantes; pero ahora os habéis tornado al Pastor y al Obispo de vuestras almas.
En el Evangelio se presenta el mismo Jesucristo como Buen Pastor: Yo soy el Buen Pastor. El buen Pastor da su vida por sus ovejas. Yo soy el Buen Pastor, y conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí. Yo doy mi vida por mis ovejas.
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La Pascua, el día de la victoria del Señor contra el pecado y el infierno, el día de la resurrección a una nueva vida, encuentra hoy un nuevo esclarecimiento: el Jesús Resucitado es el Buen Pastor que da su vida por sus ovejas.
El distintivo del verdadero, del buen pastor, es una desinteresada e incansable preocupación por el rebaño a él confiado. Una preocupación que llega hasta entregar su propia vida por sus ovejas.
Cosa muy distinta es el pastor pagado, el mercenario, aquel a quien no pertenecen en propiedad las ovejas. Éste, cuando ve venir al enemigo, al lobo, no se enfrenta con él. No arriesga su vida. Lo primero que hace es ponerse él mismo en seguro. No tiene interés personal, le falta corazón para el rebaño.
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Otro distintivo del buen pastor: conoce a cada una de sus ovejas individualmente. Para él cada una de sus ovejas no es una de tantas, un número, como sucede para el mercenario.
Entre cada oveja en particular y el buen pastor existe tan íntima y personal correlación, compenetración y confianza, que bien pudiera llamarse un reflejo de la divina y sustancial comunidad de vida, de pensamiento, de inteligencia, de amor, de confianza y de entrega mutuas que existe allá, en el seno de la beatísima Trinidad, entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
¡Felices de nosotros, que hemos sido confiados a Jesús, al Buen Pastor! Él da su vida por sus ovejas. Las conoce a todas, una por una, y cuida de cada una de ellas como si no tuviera más que esa.
¡Ojalá tuviéramos también nosotros una profunda y absoluta fe en Jesús, nuestro Buen Pastor!
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El buen pastor da su vida por sus ovejas. Pues a él incumbe preocuparse de las ovejas.
De hecho, Jesús ha puesto toda su preocupación en sus ovejas, en nosotros. Por amor nuestro desciende de los cielos, se despoja de sí mismo, se hace esclavo y obediente hasta la muerte de cruz.
¡Cómo nos busca a todos! Para buscarnos baja todas las mañanas al altar, en el momento de la Consagración. Para buscarnos viene a nuestro corazón, en la sagrada Comunión. Para buscarnos vive, ora y actúa sin descanso desde su tranquilo y silencioso rinconcito del Sagrario. Para buscarnos nos habla con tanta frecuencia en sus excitaciones e iluminaciones, llama con su gracia a las puertas de nuestro corazón, nos consuela, nos reprende, nos anima, nos alegra, nos enseña, nos deja caer y vuelve a levantarnos, nos preserva de nosotros mismos, de las malas ocasiones, inclinaciones y pasiones.
Yo soy el Buen Pastor. Yo conozco a mis ovejas.
Esta es nuestra fe, esta nuestra seguridad, esto es lo que nos sostiene. Él nos conoce personalmente, se preocupa por cada uno en particular. Conoce nuestro bien y nuestro mal.
Su mirada nos acompaña a todas partes. También en el matorral, en medio de las punzantes espinas, en todas nuestras necesidades, angustias y tinieblas. Su Corazón se conduele de nosotros, está cerca, aun cuando nos dejemos enfriar en el gélido mundo,
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Conozco a las mías, y las mías me conocen a mí. ¿En qué? En el amor probado en el sacrificio.
Sólo el amor que se sacrifica alegremente es el que echa el puente entre el pastor y el rebaño. Sólo el amor que está limpio de egoísmo es el que establece la íntima comunidad de vida, la mutua compenetración entre el pastor y las ovejas.
¡Nadie es digno de una confianza duradera, de una fidelidad absoluta, si no lleva, en sus manos y en sus pies, el sello del sacrificio; si no muestra la herida de su abierto costado!
Este es el secreto del auténtico, del verdadero pastoreo de Jesús, de su Iglesia, de sus sacerdotes, del verdadero y cristiano gobernante. Todo pastor, padre, madre, director y gobernante que no sea así, será un mercenario: se buscará a sí mismo.
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Erais como ovejas errantes; pero ahora os habéis convertido al Pastor y Obispo (custodio) de vuestras almas.
¡Consolador mensaje de Pascua!
Hemos encontrado en la santa Iglesia al Pastor. Éramos ovejas errantes, sumidas en el error, sin guía, sin pasto adecuado, expuestas a perecer.
Hemos encontrado al Buen Pastor. Él se preocupa de nosotros. Nos cuida y nos guía con sabiduría, con amor, con seguridad, con bondad y fuerza divinas.
¡Felices de nosotros, que hemos encontrado al Pastor de nuestras almas! ¡Felices de nosotros, que somos cuidados y conducidos por Él!
El que sigue su dirección no yerra nunca ni está expuesto al peligro de perderse. Él, y sólo Él, es capaz de protegernos, con su infinito poder, contra todo enemigo, por muy fuerte que éste sea.
Mientras Él nos guie no podrán vencernos ni el infierno, ni el mundo, ni la carne. Toda otra dirección, fuera de ésta, es insegura y engañosa.
Y todos los medios que adoptemos contra esta dirección nos llevaran a la ruina, a la muerte. Sólo, pues, caminaremos completamente seguros cuando nos entreguemos y nos abandonemos plenamente a Jesús.
Aquí radican nuestra total felicidad y nuestra seguridad.
¡Cuán al contrario obramos, cuando nos entregamos a otra dirección, cuando nos dejamos conducir por nuestros propios conocimientos, por nuestras fuerzas personales, por nuestros instintos, por nuestras inclinaciones y pasiones!
¡No! Abandonémonos, con entera confianza y con una convicción inquebrantable, en manos de Jesús, al cual nos hemos tornado.
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Pero Jesús recorrió el mismo camino por donde conduce a sus ovejas. Es el camino que nos señala la Epístola: Carísimos: Cristo padeció por nosotros y os dejó su ejemplo, para que también vosotros sigáis sus pisadas. Él no cometió ningún pecado, ni en su boca moró jamás el engaño. Cuando le maldecían, Él no maldijo; y no amenazó vengarse, cuando se le maltrataba, sino que se entregó libremente al que le juzgaba injustamente. Llevó a la cruz, en su cuerpo, nuestros pecados, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Con sus heridas fuimos curados nosotros.
Es el camino del amor que se inmola por el prójimo, del dolor, de la paciencia, de la total entrega y sumisión a la voluntad y a los mandatos del Padre celestial. Por este camino llegó Jesús a la victoria de su resurrección y de su celeste glorificación. Este camino es el camino de la salud.
No existe ni puede existir otro en la actual economía de la salvación.
Así nos lo asegura el Señor en el Evangelio de hoy: «Las mías me conocen a mí.» Me conocen a mí, no sólo en la oración, en la solemnidad litúrgica, en las meditaciones y consideraciones espirituales, en el sublime vuelo de los pensamientos y en las fugaces emociones del alma, en el delicioso instante de las consolaciones interiores y de las gracias sensibles, sino también en la vida práctica, con sus hirientes aristas, con sus espinas y cardos. Marchan en pos del Señor cargado con la cruz, condenado injustamente y humillado. El cual no maldice, cuando se le maldice; no amenaza, cuando se le maltrata; sino que se entrega al que le condena injustamente.
«Las mías me conocen a mí.» Estas son las verdaderas ovejas del Buen Pastor.
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«Os habéis convertido al Pastor de vuestras almas.» Jesús quiere y debe ser nuestro Pastor y Guía.
Si nosotros queremos obrar con toda nuestra seriedad de cristianos, entonces debemos colocarnos bajo la dirección de Jesús. Mientras no nos unamos a Jesús, todos nuestros pensamientos nos engañarán, fracasarán nuestros planes y no podremos avanzar en la vida interior.
Jesús nos guía por medio de su palabra y de sus mandamientos, por medio del ejemplo que Él nos dio en su vida mortal y que nos da todos los días desde su silencioso retiro del Sagrario…
«Para que sigáis sus pisadas.» ¡Yo soy el camino!
¿Por qué tardamos tanto en comprender que también nuestro camino (y el camino de la Santa Iglesia) es el camino de la renuncia, de la cruz, de la humillación, del anonadamiento ante los ojos del mundo?
Porque todavía no nos hemos convencido bien de que nuestra verdadera misión consiste en «seguir sus pisadas», en «beber con Él su cáliz»…
«Yo soy el Buen Pastor.» ¡Ojalá estuviera todavía viva nuestra fe en Jesús, el Buen Pastor, el Conductor y Custodio de nuestras almas!
Nuestra verdadera convicción, alegre y absoluta, debiera ser que nos conoce, nos conduce, de que se preocupa amorosamente de nosotros, de que no nos olvida ni un solo momento.
¡Con cuánta mayor tranquilidad, sosiego, confianza, paz y seguridad marcharíamos, entonces, por nuestro camino, dichosos de sabernos regidos por la sabiduría, el amor y el poder del Buen Pastor, y conducidos por Él a los pastos finales y bienaventurados de la vida eterna!
Entonces caminaríamos tranquilos y confiados, aun en medio de las tinieblas…
Esta convicción proviene de la fe en Jesús, el Buen Pastor. Nosotros, en cambio, miramos demasiado a nosotros mismos…, a nuestras obras…, a nuestra miseria…
De aquí nuestro pesimismo…, nuestra apatía espiritual…
¡Señor, acrecienta nuestra fe en Ti, el Buen Pastor de nuestras almas!
