LOS MISTERIOS DE LA VIDA DE JESUCRISTO
EN SU ENTRADA EN EL MUNDO
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Segunda Parte: DOWNLOAD
Santo Tomás dedica a esta materia trece cuestiones. Nos vemos obligados a dejar de lado algunos misterios y seleccionar otros.
En estos especiales vamos a tratar las cuestiones que se refieren a la concepción del Salvador en sí misma, a la perfección de la prole concebida y a la de su nacimiento.
Respecto de la concepción, veremos lo referente a la materia de que fue concebido su cuerpo, al autor de la concepción y al modo y orden de la concepción.
Esto nos lleva a estudiar las cuestiones 31 a 35 de la Tercera Parte de la Suma de Santo Tomás:
Cuestión 31: La materia de la que fue concebido el cuerpo del Salvador
Cuestión 32: El principio activo de la concepción de Jesucristo
Cuestión 33: El modo y orden de la concepción de Jesucristo
Cuestión 34: La perfección de la prole
Cuestión 35: El nacimiento de Jesucristo
LA CONCEPCIÓN DE JESUCRISTO
En torno a hasta cuestión, cuatro son los puntos fundamentales que es preciso examinar:
I) La materia de que fue concebido su cuerpo, lo cual nos conduce a estudiar la ascendencia y la genealogía de Jesucristo (cuestión 31, artículos 1, 2, 3, 6 y 7).
El autor de la concepción, con dos temas:
II) El papel de María en la concepción de su divino hijo (cuestión 31, artículos 4 y 5).
III) El papel del Espíritu Santo y el modo (cuestión 32).
IV) El modo y orden de la concepción (cuestión 33).
I) Ascendencia y genealogía de Jesucristo
El Evangelista San Juan, simbolizado por un águila real que remonta siempre su vuelo a las grandes alturas, comienza su Evangelio presentando al Verbo divino tal como subsiste desde toda la eternidad en el seno del Padre y haciéndose hombre por el misterio inefable de la Encarnación (Io 1, 1-18).
Los Evangelistas San Mateo y San Lucas nos dan la genealogía humana de Jesucristo, y tienen particular empeño en presentar a Cristo como el Mesías anunciado por los Profetas. En El tuvieron pleno cumplimiento las promesas mesiánicas hechas por el mismo Dios en el Paraíso Terrenal a nuestros primeros padres, Adán y Eva (Gen 3, 15), y ratificadas después al Patriarca Abraham y a su descendencia (Gen 12, 3), que había de ser tan numerosa como las estrellas del cielo y las arenas del mar (Gen 15, 5; 22, 17).
En cuanto a la ascendencia y genealogía humana de Jesucristo:
1º) Jesucristo, en cuanto hombre, procede verdaderamente del linaje de Adán a través de Abraham, de Jacob y de David. Por eso en el Evangelio se le llama con frecuencia «hijo de David».
Esta conclusión consta expresamente en numerosos textos de la Sagrada Escritura. Santo Tomás expone brevemente la razón (III, q. 31, a. 1 y 2):
Cristo tomó la naturaleza humana para purificarla de la corrupción. Pero la naturaleza humana no necesitaba de tal purificación sino en cuanto que estaba infectada por el origen viciado que traía de Adán. Y por eso fue conveniente que tomase carne de la naturaleza derivada de Adán, para que esa misma naturaleza quedase curada mediante la asunción.
Cristo es llamado hijo especialmente de dos de los antiguos patriarcas, a saber, Abrahán y David, como es manifiesto por Mt 1, 1. Las razones de eso son varias.
Primera, porque a ellos se hizo especialmente la promesa de Cristo. A Abrahán le fue dicho en Gen 22, 18: En tu descendencia serán bendecidas todas las gentes, lo que el Apóstol interpreta de Cristo, cuando escribe en Gal 3, 16: Las promesas fueron hechas a Abrahán y a su descendencia. No dice «y a sus descendencias», como si fuesen muchas, sino que (lo dice) de uno solo, «y a tu descendencia», que es Cristo. Y a David se le dijo (Sal 131, 11): Del fruto de tus entrañas pondré sobre tu trono. Por esto las multitudes de los judíos, recibiéndole honoríficamente como a rey, clamaban: Hosanna al Hijo de David (Mt 21, 9).
Segunda, porque Cristo había de ser rey, profeta y sacerdote. Y Abrahán fue sacerdote, como es manifiesto por las palabras que le dirigió el Señor en Gen 15, 9: Toma una vaca de tres años, etc. Fue también profeta, conforme a lo que se lee en Gen 20, 7: Es profeta, y rogará por ti. David, a su vez, fue rey y profeta.
Tercera, porque con Abrahán comenzó la circuncisión por primera vez (Gen 17, 10). Y en David se manifestó principalmente la elección de Dios, según palabras de I Sam 13, 14: Se ha buscado el Señor un hombre según su corazón. Y por eso Cristo es llamado especialísimamente hijo de ambos, para demostrar que es salvación para los circuncisos y elección para los gentiles.
A la dificultad de que, si la carne de Cristo procediera de Adán, se seguiría que también Él estaría originalmente en Adán y habría contraído el pecado original, responde Santo Tomás:
El cuerpo de Cristo estuvo en Adán en cuanto a su sustancia corporal, es a saber, porque la materia corporal del cuerpo de Cristo provino de Adán; pero no estuvo en él en cuanto al aspecto seminal, puesto que tal materia corporal no fue concebida mediante el semen del varón. Y por eso no contrajo el pecado original, como acontece en los demás hombres, que provienen de Adán por medio del semen viril (a 1, ad 3).
Cristo no tomó la carne del género humano sujeta al pecado, sino limpia de toda infección de pecado. Y así nada manchado cayó en la sabiduría de Dios (a. 7, ad 1).
2º) San Mateo nos da la genealogía descendente de Jesús a partir del Patriarca Abraham; San Lucas, la ascendente, que se remonta hasta Adán. Y una y otra coinciden en mostrar el cumplimiento de las promesas mesiánicas en la persona de Jesucristo.
La genealogía de Cristo expuesta por San Mateo (Mt 1, 1-16) difiere en varios puntos de la que expone San Lucas (Lc 3, 23-38). Como no es posible admitir error alguno en ninguno de los dos —dada la absoluta inerrancia de la Sagrada Escritura, inspirada directamente por el Espíritu Santo—, se han esforzado los teólogos y exegetas en buscar una explicación satisfactoria para armonizarlas entre sí.
A diferencia de la genealogía de San Mateo, que es descendente, la de San Lucas es ascendente, y asciende, siguiendo la historia sagrada, hasta Adán y hasta Dios. Pero no es ésta la más notable diferencia entre ambos Evangelistas. Esta se halla en que no concuerdan desde José hasta David, no sólo en el número de personas, sino en los nombres. Sólo cinco coinciden: Jesús, José, Salatiel, Zorobabel y David.
Desde antiguo se buscó la solución de esta dificultad.
Ya en el siglo III Julio Africano propuso que la diferencia procedía del levirato. Para procurar la conservación de las familias disponía el Deuteronomio que, cuando uno falleciese sin descendencia, un próximo pariente tomase la viuda por mujer, y el primeri retoño que naciese sería considerado como hijo del difunto y continuador de su nombre (Deut 25, 5-10).
Según esta ley, San José sería hijo natural de Jacob y legal de Helí. Uno y otro Evangelista siguen luego la genealogía de cada uno de los dos personajes, cuya ascendencia se junta en Salatiel y Zorobabel, para volverse luego a separar hasta David.
En el siglo XV, el Beato Santiago de Viterbo propuso una nueva solución, según la cual San Mateo nos daba la genealogía de Jesús por San José, su padre legal, y San Lucas la del mismo por su Madre, María.
Una tercera sentencia consiste en que San Mateo, que en todo su Evangelio procura mostrar cómo los vaticinios de los Profetas se habían cumplido en Jesús, nos da la genealogía real, es decir, aquella que muestra la perpetuidad de la dinastía de David, terminada en Jesús. El verbo engendró significaría en algunos casos la transmisión de los derechos reales de una persona a otra, una generación legal. Por esta línea se junta con David aquel que estaba destinado a recoger el cetro de Judá y a realizar las promesas hechas a David, según los profetas.
En cambio, San Lucas nos daría la genealogía natural de José, que también alcanza a David, aunque no sea por los reyes, sino por una línea colateral.
Segunda objeción: no es posible que un mismo hombre tenga dos padres. Ahora bien, Mateo dice (1, 16) que Jacob engendró a José, esposo de María, mientras Lucas escribe (3, 23) que fue hijo de Helí. Luego narran cosas contrarias entre sí.
Respuesta: A esta objeción, interpuesta por Juliano el Apóstata, se han dado distintas respuestas. Unos, como escribe Gregorio Nacianceno, sostienen que ambos evangelistas mencionan los mismos personajes, aunque bajo nombres diferentes, como si la misma persona tuviese dos nombres. Pero esto carece de fundamento, porque Mateo menciona un hijo de David, es a saber, Salomón, mientras que Lucas cita a otro, Natán, los cuales, según la historia del libro de los Reyes (cf. 2 Sam 5, 14), consta que fueron hermanos.
Por eso dijeron otros que Mateo ha transmitido la verdadera genealogía de Cristo, mientras que Lucas consigna la putativa, por lo que comienza (Lc 3, 23): según se creía, hijo de José. Había entre los judíos quienes pensaban que Cristo había de nacer de David, pero no por línea real, a causa de los pecados de los reyes de Judá, sino por otra línea de hombres particulares.
Otros han enseñado que Mateo consignó los padres carnales, mientras que Lucas nos ofrece los espirituales, es decir, los varones justos que son llamados padres por semejanza en la virtud.
Pero en el libro De Quaest. Nov. et Vet. Test. se responde que no debe entenderse que Lucas llame a José hijo de Helí, sino que Helí y José, en tiempos de Cristo, fueron descendientes de David de diverso modo. Y por eso se dice de Cristo (Lc 3,23) que se le creía hijo de José, y que el propio Cristo también fue hijo de Helí. Como si dijera que Cristo, por la misma razón que se llama hijo de José, podría ser llamado hijo de Helí y de cuantos descienden de la estirpe de David, como escribe el Apóstol en Rom 9, 5: De los cuales, es a saber, de los judíos, procede Cristo según la carne.
Sin embargo, Agustín, en el libro De Quaest. Evang., ofrece tres soluciones a la cuestión, diciendo: Caben tres posibilidades, de las que el evangelista siguió una. O un evangelista llama padre de José a quien le engendró, y otro da tal nombre al abuelo materno o a uno de los ascendientes consanguíneos. O uno era el padre natural de José, y otro lo era adoptivo. O, conforme a la costumbre de los judíos, por haber muerto uno sin descendencia, tomando la viuda un pariente, engendró (en ella) un hijo que destinó al pariente muerto, lo que equivale a una especie de adopción legal, como dice el mismo Agustín en el II De Consensu Evang.
Y esta última solución es la más cierta. También opta por ella Jerónimo, In Matth.; y Eusebio de Cesárea, en su Ecclesiastica Historia, dice que esto es lo enseñado por un Historiador Africano.
Sostienen, pues, que Matan y Melqui, en distintas fechas y de una misma esposa, llamada Estha, tuvieron un hijo cada uno.
Como Matan, que desciende por medio de Salomón, la tomó primeramente por mujer y, después de tener de ella un hijo llamado Jacob, se murió; al no prohibir la Ley a la viuda casarse con otro hombre, tomó a ésta por mujer Melqui, de la misma estirpe que Matan, por ser de la misma tribu, aunque no del mismo linaje, y tuvo de ella un hijo llamado Helí.
Y, de esta manera, Jacob y Helí resultan hermanos uterinos aunque procedan de padres distintos.
Uno de ellos, Jacob, tomando por imperativo de la Ley la mujer de su hermano Helí, que había muerto sin hijos, engendró a José, hijo suyo por naturaleza, pero hijo de Helí según un precepto legal.
Y por esto dice Mateo que Jacob engendró a José (Mt 1,16); en cambio, Lucas, al describir la generación legal, no dice que Jacob haya engendrado hijo alguno.
II) Papel de María en la concepción de Jesucristo
Como la concepción de Jesucristo fue del todo milagrosa y sobrenatural —por obra y gracia del Espíritu Santo—, cabe preguntarse: ¿qué papel correspondió a la Santísima Virgen en este inefable misterio?
1º) Fue convenientísimo que el Hijo de Dios viniera al mundo encarnándose en una mujer.
«Mas, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, para que recibiésemos la adopción» (Gal 4, 4-5).
Santo Tomás da tres razones al exponer el argumento de conveniencia (III. q. 31, a. 4):
Aunque el Hijo de Dios hubiera podido tomar carne humana de cualquier materia que hubiese querido, fue sin embargo convenientísimo que la tomase de una mujer.
Primero, porque de este modo fue ennoblecida toda la naturaleza humana. De donde dice Agustín en el libro Octoginta trium Quaest.: La liberación del hombre debió manifestarse en los dos sexos. Luego, al convenir que asumiese al varón, por ser el sexo más noble, era también conveniente que se hiciese patente la liberación del sexo femenino, naciendo tal varón de una mujer.
ad 1: El sexo masculino es más noble que el femenino; por eso tomó la naturaleza humana en el sexo masculino. Sin embargo, para que el sexo femenino no fuese tenido en poco, fue conveniente que tomase carne de una mujer. Por lo que dice Agustín en el libro De agone christianos: Hombres, no os despreciéis a vosotros mismos: El Hijo de Dios tomó la naturaleza del varón. Mujeres, no queráis teneros en poco: El Hijo de Dios nació de una mujer.
Segundo, porque así se consolida la verdad de la encarnación. Por eso escribe Ambrosio en el libro De Incarnatione: Hallarás muchas cosas conformes con la naturaleza, y muchas por encima de ella. Pues fue conforme a la condición de la naturaleza haber estado en el seno de un cuerpo femenino; pero estuvo por encima de la condición natural el que una virgen concibió y procreó, para que creas que era Dios el que alteraba la naturaleza, y que era hombre el que nacía, conforme a la naturaleza, de un ser humano. Y Agustín, en la Epístola Ad Volusianum, dice: Si Dios omnipotente hubiera creado un hombre formado en cualquier parte,
y no del seno de una mujer, presentándolo de improviso a las miradas de los hombres, ¿no hubiera confirmado una opinión errónea?; ¿y no se hubiera creído que no tomó la naturaleza humana en modo alguno?; y al hacer cosas maravillosas, ¿no hubiera destruido lo que hizo misericordiosamente? En cambio, ahora, de tal manera se ha manifestado como mediador entre Dios y el hombre que, juntando en la unidad de la persona ambas naturalezas, sublimó lo ordinario con lo insólito y moderó lo insólito con lo ordinario.
Tercero, porque de esta manera se completa toda la diversidad de la generación humana. En efecto, el primer hombre fue creado del limo de la tierra (Gen 2, 7), sin varón ni mujer; Eva fue hecha del hombre sin la mujer (Gen 2, 22); y los demás hombres son engendrados por el hombre y la mujer. De donde quedaba un cuarto modo como propio de Cristo: el nacer de la mujer sin el varón.
2º) Jesucristo fue concebido por la Bienaventurada Virgen María, suministrando Ella la materia que es necesaria para que la generación humana se efectúe por parte de la madre.
Escuchemos a Santo Tomás explicando esta doctrina (q. 31, a 5):
En la concepción de Cristo, una cosa hubo conforme al orden natural, que fue el haber nacido de mujer, y otra sobre el orden natural, que fue el haber nacido de virgen. Según el orden natural, en la generación la mujer suministra la materia, y el varón el principio activo de la generación.
La mujer que concibe de varón no es virgen, y así, en la generación de Cristo el modo sobrenatural estuvo en el principio activo, que fue la virtud sobrenatural divina; pero el modo natural estuvo en que la materia de que fue concebido el cuerpo de Cristo fue la misma materia que suministran las demás mujeres para la concepción de la prole.
Esta materia es la sangre de la mujer, pero no cualquier sangre, sino aquella que, por la virtud generativa de la madre, logra una transformación más perfecta que la vuelve apta para la concepción. Y de tal materia fue concebido el cuerpo de Cristo.
ad 1: Siendo la Santísima Virgen de la misma naturaleza que las demás mujeres, es natural que tuviera carne y huesos de esa misma naturaleza. Pero en las demás mujeres la carne y los huesos son las partes actuales de su cuerpo, de las que resulta la integridad del mismo, y de ahí que no puedan quitarse sin la corrupción o disminución del propio cuerpo. Y por esto el cuerpo de Cristo no debió ser formado de la carne o de los huesos de la Virgen, sino de su sangre, que todavía no es parte en acto, sino pura potencia, como se dice en el libro De Gen. Anim. . Y por este motivo se dice que tomó carne de la Virgen, no porque la materia del cuerpo fuera carne en acto, sino porque lo era de la sangre, que es carne en potencia.
ad 3: El semen de la mujer no es apto para la generación, sino que es algo imperfecto en el género del semen, porque no pudo ser conducido hasta perfecto complemento del semen a causa de la imperfección de la facultad femenina. Y, por eso, tal semen no es una materia requerida necesariamente para la concepción, como dice el Filósofo en el libro De Gen. Anim.. Y por ese motivo no existió en la concepción de Cristo; sobre todo porque, a pesar de ser imperfecto en el género del semen, se emite, no obstante, con cierta concupiscencia, igual que el semen del varón. Pero en la concepción virginal no pudo tener lugar la concupiscencia. Y por eso dice el Damasceno que el cuerpo de Cristo no fue concebido por vía seminal.
III) Papel del Espíritu Santo en la concepción de Jesucristo
1º) La concepción de Cristo es obra de toda la Trinidad, pero se atribuye muy convenientemente al Espíritu Santo.
Como es sabido, las operaciones divinas hacia el exterior de la divinidad, o sea, las que se refieren, no a la vida intima de Dios, sino a las criaturas (operaciones ad extra en lenguaje teológico), son comunes a las tres divinas Personas. Cuando Dios actúa hacia fuera, obra como uno, no como trino. Es doctrina completamente cierta en teología y enseñada expresamente por el magisterio de la Iglesia.
Con relación a la Encarnación del Verbo lo declaró expresamente el Concilio XI de Toledo (año 675): «Ha de creerse que la encarnación de este Hijo de Dios fue obra de toda la Trinidad, porque las obras de la Trinidad son inseparables» (D 284).
Sin embargo, la Sagrada Escritura, la misma Iglesia y el lenguaje común de los fieles atribuyen muy convenientemente el misterio de la Encarnación al Espíritu Santo.
Santo Tomás explica la razón (III, q 32, a 1):
La concepción de Cristo es obra de toda la Trinidad, pero se atribuye al Espíritu Santo por tres razones:
Primera porque concuerda admirablemente con la causa de la encarnación por parte de Dios, ya que el Espíritu Santo es el amor del Padre y del Hijo. Pero que el Hijo de Dios tomase carne en el seno virginal no tiene otra causa que el amor inmenso de Dios, según las palabras de San Juan: «De tal modo amó Dios al mundo, que le dio a su Unigénito Hijo» (lo 3, 16).
Segunda porque si la naturaleza humana fue tomada por el Hijo de Dios en unidad de persona, no viene de méritos que tenga, sino únicamente de la gracia de Dios, la cual se atribuye al Espíritu Santo, conforme a las palabras de San Pablo: «Hay muchas divisiones de gracia, pero el Espíritu es el mismo» (I Cor 12, 4).
Tercera porque el término de la encarnación, o sea, el hombre que iba a ser concebido, habla de ser santo e Hijo de Dios. Una y otra cosa se atribuye al Espíritu Santo, pues Él nos santifica y por Él somos hechos hijos de Dios, según aquello de San Pablo: «Y porque somos hijos de Dios, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba!, ¡Padre!» (Gal 4, 6). Este mismo Espíritu es el «Espíritu de santificación» (Rom 1, 4), como dice también San Pablo.
ad 1: La obra de la concepción es ciertamente común a toda la Trinidad, pero en cierta manera se atribuye a cada una de las Personas. Al Padre se atribuye la autoridad sobre la persona del Hijo que, en virtud de tal autoridad, asumió para sí la concepción; se atribuye al Hijo la propia asunción de la carne; pero se atribuye al Espíritu Santo la formación del cuerpo que es asumido por el Hijo.
El Espíritu Santo es, en efecto, el Espíritu del Hijo, según Gal 4, 6: Envió Dios el Espíritu de su Hijo. Así como la virtud del alma que hay en el semen forma el cuerpo en la generación de los otros hombres mediante el poder encerrado en el semen, así el Poder de Dios, que es el propio Hijo, formó por el Espíritu Santo el cuerpo que tomó. Y esto demuestran también las palabras del ángel, cuando dice: El Espíritu Santo descenderá sobre ti (Lc 1,35), como para preparar y formar la materia del cuerpo de Cristo; y la Virtud del Altísimo, esto es, Cristo, te cubrirá con su sombra, es decir, según declara Gregorio en el libro 18 Moral: la luz incorpórea de la divinidad recibirá en ti un cuerpo humano, pues la sombra se forma de la luz y del cuerpo. Y se entiende por Altísimo el Padre, cuya Virtud es el Hijo.
2º) Cristo-hombre fue concebido en las entrañas virginales de María no por obra de varón, sino por la virtud del Espíritu Santo.
Es uno de los dogmas fundamentales del cristianismo, expresamente revelado por Dios en la Sagrada Escritura y solemnemente definido por la Iglesia.
Es una de las verdades más clara y reiteradamente afirmadas en la Sagrada Escritura:
«La concepción de Jesucristo fue así: Estando desposada María, su madre, con José, antes de que conviviesen se halló haber concebido María, del Espíritu Santo» (Mt 1, 18).
«José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Sanio» (Mt 1, 20).
«Dijo María al ángel: ¿Cómo se realizará esto, pues yo no conozco varon? El ángel Le contestó y dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 34-35).
Desde los más remotos tiempos fue incorporado este dogma al Símbolo de la fe:
Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia, del Espíritu Santo y nació de Santa María Virgen (Dz 4, 5, 7).
El Concilio de Letrán (649) fulminó anatema contra los que se atreviesen a negar el misterio: «Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según la verdad que el mismo Dios Verbo, uno de la santa, consubstancial y veneranda Trinidad, descendió del cielo y se encarnó por obra del Espíritu Santo y de María siempre virgen y se hizo hombre…, sea condenado» (D 255).
En todas las profesiones de fe propuestas por los Concilios a los herejes para ser admitidos de nuevo al seno de la Iglesia consta expresamente este dogma fundamental del cristianismo (cf. Dz 148, 422, 429, 708, 994, etc.).
La teología lo explica, mostrando su belleza sublime y su perfecta armonía con las luces de la razón.
El dogma de la concepción virginal de Cristo por obra del Espíritu Santo no puede ser, en efecto, más hermoso, y sublime. Lo reclaman asi, conjuntamente, la dignidad del Verbo de Dios y la pureza inmaculada de María. Y la sana razón descubre sin esfuerzo su perfecta posibilidad, teniendo en cuenta que se trata de una concepción milagrosa, sobrenatural, y «nada hay imposible para Dios» (Lc 1,37), como dijo el Ángel de Nazaret a la propia Virgen María al anunciarle el misterio inefable que se iba a realizar en Ella.
3º) El Espíritu Santo no puede llamarse en modo alguno «padre» de Jesús.
Lo enseñó expresamente así el XI Concilio de Toledo (cf. D 283).
Santo Tomás lo expone en las dos Sumas:
Contra Gentiles, IV, 47: Aunque Cristo fue concebido por la Virgen María bajo la acción del Espíritu Santo, sin embargo, no puede llamarse al Espíritu Santo padre de Cristo según la generación humana, como en verdad puede llamarse madre a María.
Porque el Espíritu Santo no produjo de su substancia la naturaleza humana de Cristo —como la produjo María—, sino que intervino únicamente con su poder para producir el milagro de la concepción virginal. Luego es evidente que el Espíritu Santo no puede llamarse padre de Cristo según la generación humana.
III, q 32, a 3: Los nombres de paternidad, maternidad y filiación siguen a la generación, pero no a cualquier generación, sino propiamente a la generación de los vivientes, y especialmente de los animales. No decimos, en efecto, que el fuego engendrado sea hijo del fuego que lo originó, a no ser que lo entendamos metafóricamente. Esto lo decimos solamente respecto de los animales cuya generación es más perfecta.
Ni, con todo, recibe el nombre de filiación cuanto es engendrado en los animales, sino únicamente aquello que es engendrado a semejanza del que engendra. De donde, como escribe Agustín, no decimos que el cabello que nace del hombre sea hijo del hombre; ni decimos tampoco que el hijo que nace sea hijo del semen, porque ni el cabello tiene semejanza con el hombre, ni el hombre que nace tiene semejanza con el semen, sino con el hombre que engendra.
Y si la semejanza es perfecta, también lo será la filiación, lo mismo en el orden divino que en el humano. Sin embargo, si la semejanza es imperfecta, también lo será la filiación. Como hay en el hombre una semejanza imperfecta con Dios, así en cuanto ha sido creado a imagen de Dios como en cuanto ha sido creado según la semejanza de la gracia. Y por eso el hombre puede llamarse hijo suyo de las dos maneras, a saber: bien por haber sido creado a su imagen, bien por haber sido asemejado a El mediante la gracia.
Pero es necesario tener presente que, cuando de un ser se predica una propiedad según una razón perfecta, no debe predicarse de él esa misma propiedad por una razón imperfecta. Por ejemplo, al decirse de Sócrates que es hombre por naturaleza según la razón propia de hombre, nunca se dirá de él que es hombre conforme al significado de esa palabra en una pintura de un hombre, aunque él sea parecido a otro hombre.
Ahora bien, Cristo es Hijo de Dios según la razón perfecta de filiación.
Por consiguiente, aunque por razón de su naturaleza humana haya sido creado y justificado, no debe ser llamado hijo de Dios ni por razón de la creación, ni en virtud de la justificación, sino exclusivamente por razón de la generación eterna, según la cual es Hijo sólo del Padre.
Y, por tanto, en modo alguno debe ser llamado Cristo hijo del Espíritu Santo, ni tampoco hijo de toda la Trinidad.
ad 1: Cristo fue concebido de la Virgen María al suministrar ésta una materia específicamente semejante. Y por este motivo se llama hijo suyo. Pero Cristo, en cuanto hombre, fue concebido del Espíritu Santo como de principio activo, y no según una semejanza específica, al modo en que el hombre nace de su padre. Y, por tanto, Cristo no se llama hijo del Espíritu Santo.
IV) Modo y orden de la concepción de Jesucristo
1º) La concepción de Jesucristo como Verbo Encarnado se realizó instantáneamente, de suerte que no fue concebida primeramente una naturaleza humana que después fuera asumida por el Verbo divino, sino que la concepción, animación y asunción por el Verbo de la naturaleza humana de Cristo se realizó en un solo y mismo instante.
Esta conclusión tiene gravísima importancia, porque, aunque no ha sido definida expresamente por la Iglesia, se relaciona tan íntimamente con otros dogmas expresamente definidos, que no se salvarían sin ella.
Hay que concluir, por consiguiente, que se trata de una verdad de fe implícitamente contenida en otros dogmas expresamente definidos.
La Sagrada Escritura noo lo dice expresamente, pero lo insinúa con suficiente claridad al poner en boca del Arcángel San Gabriel estas palabras:
Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y llamado Hijo del Altísimo (Lc 1,31-32).
El Arcángel anuncia a María no sólo que dará a luz, sino que concebirá al Hijo del Altísimo.
Ahora bien, esto no sería verdadero, si María hubiese concebido primeramente una naturaleza humana a la cual un instante después se hubiera unido hipostáticamente el Verbo.
En este caso, María hubiera dado a luz al Verbo encarnado, pero no lo habría concebido, con lo cual no se la podría llamar verdaderamente Teotocos (Dei genitrix, Madre de Dios), sino únicamente Cristotocos (Christipara, la que dio a luz a Cristo), que es, cabalmente, la herejía de Nestorio, condenada por el Concilio de Efeso (D 111 a).
Los Santos Padres, como no podía menos de ser así, afirman con fuerza esta verdad:
San Gregorio: «Al anunciarlo el ángel y venir el Espíritu Santo, inmediatamente el Verbo se hizo carne dentro del seno, y permaneciendo inconmutable su esencia, que es coeterna con el Padre y el Espíritu Santo, asumió la carne dentro de las virginales entrañas».
San Juan Damasceno: «En el mismo instante fue carne, carne del Verbo de Dios y carne animada por un alma racional e intelectual».
San Agustín: «Ten como cosa segura, y en ninguna manera dudes, que la carne de Cristo no fue concebida en el seno de la Virgen antes de ser tomada por el Verbo».
El Magisterio de la Iglesia no lo ha definido expresamente, pero sí implícitamente al definir otros dogmas —principalmente la unión hipostática y la Divina Maternidad de María—, que no se salvarían si la concepción de Cristo, como Dios y hombre en una sola hipóstasis, no se hubiera verificado instantánea y simultáneamente. Se trata, pues, de una verdad que pertenece, sin duda alguna, a la fe católica.
Santo Tomás los expone con claridad (III, q 33):
a 1: La formación del cuerpo, en la que consiste principalmente el hecho de la concepción, se realizó en un instante, por dos razones:
Primero, por el poder infinito del agente, esto es, del Espíritu Santo, que formó el cuerpo de Cristo, como antes se ha dicho (q.32 a.l). Con tanta mayor rapidez puede un agente disponer la materia cuanto mayor sea su poder. Por lo que un agente de poder infinito puede disponer en un instante la materia para la forma oportuna.
Segundo, por parte de la persona del Hijo, cuyo cuerpo se formaba. No era conveniente que Aquél asumiese más que un cuerpo formado. Y en caso de haber precedido algún instante de la concepción antes de la formación perfecta, no se podría atribuir al Hijo de Dios toda la concepción, que no se le atribuye si no es por razón de la asunción. Y por eso, en el primer instante en que la materia reunida llegó al lugar de la generación, quedó perfectamente formado y asumido el cuerpo de Cristo. Por esto se dice que el Hijo de Dios fue concebido, lo que de otro modo no podría decirse.
a 2: Para que la concepción se atribuya al mismo Hijo de Dios, como confesamos en el Símbolo cuando decimos Que fue concebido del Espíritu Santo, es necesario sostener que el mismo cuerpo, al ser concebido, fue asumido por el Verbo de Dios. Y antes hemos demostrado (q.6 a.l y 2) que el Verbo de Dios tomó el cuerpo mediante el alma, y el alma mediante el espíritu, esto es, el entendimiento. Luego fue preciso que el cuerpo de Cristo fuese animado por el alma racional en el primer instante de su concepción.
a 3: Como antes se ha expuesto (q.16 a. 6 y 7), decimos con toda propiedad que Dios se hizo hombre, pero no decimos con la misma propiedad que el hombre se hizo Dios. Porque, ciertamente, Dios tomó para sí lo que es propio del hombre; pero lo que es propio del hombre no preexistió, como algo subsistente por sí mismo, antes de ser asumido por el Verbo.
Pues, en el caso de que la carne de Cristo hubiera sido concebida antes de ser asumida por el Verbo, hubiera tenido en algún tiempo una hipóstasis distinta de la hipóstasis del Verbo de Dios.
Pero esto es contrario a la noción de la encarnación, conforme a la cual sostenemos que el Verbo de Dios se unió a la naturaleza humana, y a todas sus partes, en unidad de persona. Ni fue conveniente que el Verbo de Dios destruyese, con su asunción, esa hipóstasis preexistente de la naturaleza humana, o de alguna de sus partes.
Y por eso es contrario a la fe decir que la carne de Cristo primero fue concebida, y después asumida por el Verbo de Dios.
1ª dificultad: Lo que todavía no existe no puede ser tomado.
Pero la carne de Cristo comenzó a existir al ser concebida. Luego parece que no fue tomada por el Verbo de Dios sino después de ser concebida.
Respuesta: Si la carne de Cristo no hubiera sido formada o concebida en un instante, sino mediante una sucesión de tiempo, necesariamente se seguiría uno de estos dos extremos: o que lo que tomó no sería todavía carne, o que la concepción de la carne precedió a su asunción. Pero, como defendemos que la concepción se realizó en un instante, se sigue que en aquella carne fue simultáneo el ser concebida y el estar concebida. Y así, como enseña Agustín, en el libro De fide ad Petrum, decimos que el mismo Verbo de Dios fue concebido al asumir la carne, y que la carne del Verbo fue concebida en la encarnación.
2ª dificultad: La carne de Cristo fue tomada por el Verbo mediante el alma racional, que no se recibe en la carne hasta que está ya concebida. Luego fue primero concebida y luego tomada.
Respuesta: Ya hemos dicho que en Cristo fue simultánea la concepción de la carne, su animación por el alma racional y su asunción por el Verbo.
3ª dificultad: En todo ser engendrado es primero lo imperfecto que lo perfecto, como enseña Aristóteles. Pero el cuerpo de Cristo es un ser engendrado. Luego no llegó a su última perfección, que consiste en la unión con el Verbo de Dios, en el primer instante de la concepción, sino después de ella.
Respuesta: En el misterio de la encarnación no se considera la ascensión, como si se tratase de un ser preexistente que se pone en marcha hasta (llegar) a la dignidad de la unión, como sostuvo el hereje Fotino. Allí se presta más bien atención al descenso, conforme al cual el Verbo perfecto de Dios tomó para sí la imperfección de nuestra naturaleza, según las palabras de Jn 6,38.51: He bajado del cielo.
2º) La concepción de Cristo fue, propiamente hablando, sobrenatural y milagrosa. Pero en cierto sentido se puede llamar natural.
Santo Tomás, III, q 33, a 4:
Dice San Ambrosio en el libro De la encarnación: «Muchas cosas encontrarás en este misterio conformes con la naturaleza y otras muchas que la superan». Si consideramos, en efecto, la materia de la concepción suministrada por la madre, todo es natural; pero, si atendemos al principio activo, todo es milagroso. Pero, como se juzga de las cosas más por la forma que por la materia y más por el agente que por el paciente, hay que concluir que la concepción de Cristo debe decirse absolutamente milagrosa y sobrenatural, y, sólo bajo cierto aspecto, natural.
LA PERFECCIÓN DE JESUCRISTO ANTES DE NACER
Ya se comprende que, tratándose nada menos que de la Encarnación del Verbo divino, la natuialeza humana por Él asumida debió estar adornada de excelsas prerrogativas desde el primer instante de su concepción.
Las principales prerrogativas y privilegios de la humanidad de Cristo desde el primer instante de su existencia en el seno virginal de Maria son cuatro: plenitud de gracia, libertad, mérito sobrenatural y bienaventuranza perfecta. Santo Tomás los estudia en la cuestión 34ª.
I) Plenitud de gracia
Desde el primer instante de su concepción, Cristo-hombre poseyó la plenitud absoluta de la gracia.
Que Cristo fue concebido sin pecado original, es cosa clara y evidente por dos razones principales:
a) Por la absoluta impecabilidad del Verbo divino, que es el único principio personal de Cristo.
b) Porque no vino al mundo por generación natural, que es el medio por donde se transmite a los hombres el pecado original.
Pero la exención del pecado original constituye únicamente el aspecto negativo de esta singular prerrogativa. Más importante todavía es el aspecto positivo, o sea, la plenitud de la grana que lleva consigo, relativa en María y absoluta en Cristo.
Que el alma de Cristo poseyó la plenitud absoluta de la gracia, ya lo estudiamos con el Padre Grosso.
Que esa plenitud la poseyó desde el primer instante de su concepción, es cosa del todo clara e indiscutible. Enseña Santo Tomás (a. 1):
Como antes se ha expuesto (q.7 a. 9, 10 y 12), la abundancia de la gracia que santifica el alma de Cristo se deriva de la propia unión del Verbo, conforme a las palabras de Jn 1, 14: Hemos visto su gloria, como la del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Y arriba se ha demostrado (q.33 a. 2 y 3) que el cuerpo de Cristo fue animado y asumido por el Verbo de Dios en el primer instante de su concepción.
De donde se sigue que, en el primer instante de su concepción, tuvo Cristo la plenitud de la gracia santificadora de su alma y de su cuerpo.
Esta plenitud de la gracia lleva consigo, como ya vimos, la plenitud de las virtudes infusas, dones del Espíritu Santo y gracias carismáticas. Un tesoro infinito que enriqueció el alma de Cristo desde el instante mismo de su creación.
II) Libertad perfecta
Desde el primer instante de su concepción, Cristo-hombre gozó de perfecto uso de razón y poseyó la plenitud del libre albedrío.
Esta nueva prerrogativa es otra exigencia natural y espontánea de la unión hipostática. No puede admitirse en modo alguno que la humanidad asumida personalmente por el Verbo careciera por un solo instante de las perfecciones que cualquier hombre puede alcanzar en un momento determinado de su vida.
La concepción de Cristo fue perfectísima en todos los órdenes, y, por lo mismo, es preciso atribuir a su sagrada humanidad, desde el primer instante de su ser, todo el cúmulo de perfecciones imaginables.
Ahora bien, la perfección no está en los hábitos o virtudes, que son simples potencias para obrar el bien, sino en la actuación de ellos, que constituye la perfección última.
Luego hay que concluir que Cristo no tuvo solamente la capacidad o potencia radical de la razón y de la libertad —como cualquier otro hombre concebido—, sino incluso el acto o ejercicio pleno de las mismas desde el instante mismo de su concepción en el seno virginal de María.
Santo Tomás enseña (a 2):
A la naturaleza humana que Cristo asumió le conviene la perfección espiritual, en la que no hizo progresos, sino que la tuvo inmediatamente desde el principio. Pero la última perfección no consiste en la potencia o el hábito, sino en la operación; por lo que en el II libro De Anima se dice que la operación es el acto segundo. Y, por este motivo, es preciso afirmar que Cristo, en el primer instante de su concepción, tuvo aquella operación del alma que es posible tener en un instante. Y tal es la operación de la voluntad y del entendimiento, en la que consiste el uso del libre albedrio. Súbitamente y en un instante se realiza la operación del entendimiento y la voluntad, con mucha mayor rapidez que la visión corporal, porque entender, querer y sentir no son movimientos que correspondan al acto de un ser imperfecto, que se va realizando sucesivamente, sino que es el acto de un ser que ya es perfecto, como se dice en el libro III De Anima. Y por tanto es preciso decir que Cristo tuvo el uso del libre albedrío en el primer instante de su concepción.
1ª dificultad: Primero es el ser que el obrar. Pero el uso del libre albedrío es una operación. Se comprende, por tanto, que Cristo tuviera el uso del libre albedrío en el segundo instante de su concepción, pero no en el primero.
Respuesta: El ser es anterior al obrar con anterioridad de naturaleza, pero no con anterioridad de tiempo, pues en cuanto el agente logra su ser perfecto, comienza a obrar, a no ser que haya algo que se lo impida. Como acontece con el fuego que, en cuanto es producido, comienza a calentar e iluminar. No obstante, la calefacción no queda terminada en un instante, sino al cabo de cierto tiempo, mientras que la iluminación se produce en un instante. Y de esta naturaleza es la operación del uso del libre albedrío, como queda dicho en la solución.
2ª dificultad: El libre albedrío implica un acto de elección. Pero ésta supone deliberación sobre lo que convendrá escoger, y eso no puede ser instantáneo.
Respuesta: En cuanto se termina el consejo o la deliberación, puede realizarse la elección. Los que precisan la deliberación del consejo, en el mismo límite de éste tienen por primera vez la certeza de lo que han de elegir, y por eso eligen al momento. Por lo que resulta manifiesto que la deliberación del consejo no se exige antes de la elección más que por causa de la incertidumbre. Ahora bien, así como Cristo en el primer instante de su concepción tuvo la plenitud de gracia santificante, así también tuvo la plenitud de la verdad conocida, según las palabras de Jn 1, 14: Lleno de grada y de verdad. De donde, como quien posee la certeza de todas las cosas, fue capaz de elegir al instante.
3ª dificultad: En el hombre, el acto del entendimiento presupone el de los sentidos, ya que no hay nada en nuestro entendimiento cuya noticia no haya entrado por los sentidos corporales. Pero en el primer instante de la concepción no funcionan todavía los órganos de los sentidos, como es evidente. Luego nadie puede tener el uso del libre albedrío en el primer instante de su concepción.
Respuesta: Eso es cierto y verdadero en un hombre corriente y normal, que no dispone de otra ciencia que la que va adquiriendo a través de los sentidos. Pero Cristo disponía de la ciencia infusa, en virtud de la cual pudo usar de su libre albedrio en el primer instante de su concepción.
III) Mérito sobrenatural
En el primer instante de su concepción, Cristo-hombre mereció sobrenaturalmente todo cuanto puede ser objeto de ese mérito.
Esta conclusión no es, en realidad, sino una simple consecuencia y corolario de las dos anteriores.
El mérito sobrenatural exige y supone dos cosas fundamentales: la gracia santificante y la libertad de la operación.
Como Cristo gozó de ambas cosas en el primer instante de su concepción, sigúese que pudo merecer, y mereció de hecho en el primer instante, todo cuanto puede ser merecido sobrenaturalmente.
Santo Tomás (a 3):
Como ya vimos, Cristo fue santificado en el primer instante de su concepción en el seno de María.
Ahora bien, la santificación es doble: la de los adultos, que se santifican por sus propios actos, y la de los niños, que no se santifican por un acto de fe realizado por ellos mismos, sino por la fe de los padres o de la Iglesia.
La primera santificación es más perfecta que la segunda, como el acto es más perfecto que el hábito, y lo que es por sí mismo es más perfecto que lo que es por otro.
Ahora bien, como la santificación de Cristo fue perfectísima, puesto que fue santificado para que fuese santificador de los demás, síguese que se santificó por un movimiento de su libre albedrlo hacia Dios.
Este movimiento del libre albedrto es meritorio.
De donde hay que concluir que Cristo mereció en el primer instante de su concepción.
Este mérito de Jesucristo en el primer instante de su concepción fue tan pleno y absoluto —en virtud de la plenitud de la gracia con que lo realizó—, que mereció con él absolutamente todo cuanto se puede llegar a merecer sobrenaturalmente.
Y aunque es cierto que Cristo siguió mereciendo durante toda su vida, ya no mereció más cosas, sino únicamente por nuevos titulas o motivos, como enseña Santo Tomás: Nada impide que una misma cosa sea de uno por diversos motivos. Y, según esto, la gloria inmortal que Cristo mereció en el primer instante de su concepción pudo merecerla también por actos y padecimientos posteriores; no en el sentido de que le fuese más debida, sino porque le era debida por varias causas.
IV) Bienaventuranza perfecta
Desde el primer instante de su concepción, Cristo fue plenamente bienaventurado, esto es, su alma santísima gozó plenamente de la visión beatifica.
Ya quedó demostrada esta conclusión al hablar de la ciencia beatífica de Cristo, pero escuchemos el nuevo razonamiento de Santo Tomás (a 4):
Como acabamos de ver, no hubiera sido conveniente que en el primer instante de su concepción recibiera Cristo la gracia habitual sin su acto correspondiente.
Pero, como dice San Juan, Cristo recibió la gracia con plenitud absoluta y sin medida alguna (lo 1, 14-16).
Ahora bien: la gracia del viador está lejos de la gracia del comprehensor o bienaventurado y, por consiguiente, es menor que ella.
Luego es evidente que Cristo recibió en el primer instante de su concepción, no sólo tanta gracia como tienen los bienaventurados, sino mayor que todos ellos.
Luego esta gracia alcanzó en Cristo su acto supremo —que es la visión intuitiva de Dios— desde el primer instante de su concepción y en grado muy superior al de los demás bienaventurados.
EL NACIMIENTO DE JESUCRISTO
La teología del Nacimiento de Jesucristo no se limita a recoger simplemente el hecho histórico, sino que lo examina y analiza para investigar sus causas y las consecuencias que de él se derivan para el Niño y su Madre santísima.
Santo Tomás consagra a este asunto dos grandes cuestiones, dedicadas, respectivamente, al Nacimiento mismo y a la Manifestación de Cristo a los Pastores y a los Magos.
Nosotros veremos hoy solamente lo referente al Nacimeinto.
Ocho son los artículos en que divide Santo Tomás esta cuestión.
En los cinco primeros examina los problemas que plantea la llamada comunicación de idiomas o predicación en la Persona del recién nacido (es una aplicación de lo que ya hemos visto en junio: la mutua y recíproca predicación de las propiedades de la naturaleza divina y humana en la Persona única de Cristo).
Los tres últimos artículos se dedican a estudiar el modo, lugar y tiempo del Nacimiento de Jesús.
1º) El nacimiento de un ser humano conviene o afecta más a la persona que a la naturaleza.
Esta primera conclusión, de orden puramente filosófico, prepara el terreno para las que han de venir después, de gran importancia teológica.
Es evidente que al nacer una persona humana nace también una nueva naturaleza humana. Pero a nadie se le ocurre decir: «Ha nacido una naturaleza humana», sino más bien «Una persona humana ha nacido».
La razón es porque — como enseña la filosofía— las acciones o pasiones de una persona se atribuyen a la persona misma que las realiza o padece, aunque las realice o padezca en su naturaleza corporal o en alguna de sus partes.
Y así se dice, con toda propiedad, que tal o cual persona piensa, ama, habla, anda, ve, sufre, digiere los alimentos, respira, posee bienes de fortuna, enferma, etc.
Todas estas cosas se atribuyen a la persona que las realiza o padece, a pesar de que algunas de ellas pertenecen a la parte espiritual (pensar, amar, etc.), otras a la corporal sensitiva (andar, ver, sufrir, etc.), otras a la puramente vegetativa (respirar, digerir, etc.), y otras, finalmente, a las cosas exteriores (riqueza, pobreza, etc.).
De donde se sigue que el nacimiento — lo mismo que la concepción— se dice más bien de la persona que de la naturaleza, aunque de hecho afecte naturalmente a las dos.
Enseña Santo Tomás (III, q 35, a 1):
El nacimiento puede atribuirse a uno de dos modos: uno, como a sujeto; otro, como a término.
Como a sujeto se atribuye sin duda al ser que nace. Y esto pertenece a la persona, no a la naturaleza.
Por consiguiente, siendo el nacimiento una especie de generación, así como una cosa es engendrada para que exista, así también nace para existir.
Pero el existir es propio del ser subsistente, pues de la forma no subsistente sólo se dice que existe en cuanto que es algo.
Y persona o hipóstasis significan algo que subsiste, mientras que naturaleza da a entender la forma en que una cosa subsiste.
Y por esto el nacimiento se atribuye, como a sujeto propio del nacer, a la persona o hipóstasis, no a la naturaleza.
Pero el nacimiento se atribuye a la naturaleza como a término. En efecto, el término de la generación, y de todo nacimiento, es la forma, pues la naturaleza se define como una forma. Por lo que se dice que el nacimiento es vía para la naturaleza, como es manifiesto por el Filósofo en el II Phys., porque el empeño de la naturaleza termina en la forma, o en la naturaleza específica.
Al responder a la tercera objeción, Santo Tomás concluye con claridad y profundidad.
La objeción planteada dice: Nace propiamente lo que comienza a existir por el nacimiento. Ahora bien, por el nacimiento de Cristo no comenzó a existir su persona, sino su naturaleza humana. Luego parece que el nacimiento es más propio de la naturaleza que de la persona
Y el Santo Doctor responde: Hablando con propiedad, la naturaleza no empieza a existir; es más bien la persona lo que existe en alguna naturaleza. Porque, como acabamos de declarar en la solución, se entiende por naturaleza aquello por lo que un ser existe, y por persona aquello que tiene una subsistencia.
2º) Hay que admitir en Cristo dos nacimientos: uno eterno, en el que nace del Padre; otro temporal, en el que nace de la Virgen María.
Esta conclusión es de fe. He aquí la expresa declaración del Concilio de Letrán (649) contra los monotelitas:
«Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según la verdad, dos nacimientos del mismo y único Señor nuestro y Dios, Jesucristo, uno incorporal y sempiterno, antes de los siglos, del Dios Padre, y otro corporalmente en los últimos tiempos, de la santa siempre Virgen Madre de Dios María…, sea condenado» (Dz 257).
Lo mismo se lee en el Símbolo de la fe de San León IX (Dz 344) y en otros muchos documentos eclesiásticos.
Santo Tomás expone la razón diciendo que el nacimiento es propio de la persona como sujeto y de la naturaleza como término. Pero, como en Cristo hay dos naturalezas, la divina, que recibió eternamente del Padre, y la humana, que recibió de la Madre en el tiempo, hay que concluir que en Él hay dos nacimientos: uno eterno, del Padre, y otro temporal, de la Madre.
Ya hemos visto en septiembre que puede planterase la dificultad de si hay en Cristo una doble filiación, en virtud del doble nacimiento.
Hay que distinguir: si atendemos únicamente al concepto de filiación, hay que poner en Cristo dos filiaciones, según los dos nacimientos; pero si consideramos el sujeto de la filiación, como resulta que el sujeto en ambos nacimientos es únicamente la Persona del Verbo, sigúese que no hay en Cristo más que una sola y eterna filiación: la divina del Verbo.
Sin embargo, Cristo se dice realmente hijo de María por la relación real de maternidad que tiene María con Cristo.
La filiación eterna no depende de la madre, que es temporal; pero a esa filiación eterna unimos cierta referencia temporal, que depende de la madre, en virtud de la cual Cristo se llama y es en realidad hijo de María.
3º) La Santísima Virgen María debe llamarse y es real y verdaderamente Madre de Dios, pues concibió y dio a luz a Jesucristo, Verbo de Dios encarnado.
Ya hemos aludido a esto al rechazar la herejía de Nestorio sobre la doble personalidad de Cristo.
Que la Santísima Virgen María es la Madre de Cristo, consta expresamente en el Evangelio (Mt 1, 18), y no ha sido negado por nadie, ni siquiera por Nestorio, que admitía el título de Madre de Cristo.
Enseña Santo Tomás (III, q. 35, a. 3):
La Santísima Virgen María es verdadera y natural madre de Cristo. Porque, como antes se ha expuesto (q. 5, a. 2; q. 31, a.5), el cuerpo de Cristo no fue traído del cielo, como enseñó el hereje Valentín, sino que fue tomado de la Virgen madre y fue formado de su purísima sangre. Y sólo esto se requiere para la noción de madre, como es manifiesto por lo antes declarado (q. 31, a. 5; q. 32, a.4). Por lo que la Santísima Virgen es verdadera madre de Cristo.
Pero, al proclamar Nestorio una doble personalidad en Cristo, se seguía lógicamente que la Virgen María quedaba reducida a ser Madre del hombre Cristo, pero de ninguna manera era ni se la podía llamar Madre de Dios.
Fueron inútiles todos los esfuerzos de San Cirilo de Alejandría para convencerle de su impío error. Nestorio se obstinaba cada vez más en su punto de vista, que iba teniendo partidarios, y se hizo necesaria la convocación de un Concilio, que se reunió en la ciudad de Efeso para examinar aquella doctrina.
El Concilio condenó la doctrina de Nestorio y le depuso de su cargo de patriarca de Constantinopla el 22 de junio del año 431.
El pueblo cristiano, que esperaba ante las puertas del templo el resultado de las deliberaciones de los obispos reunidos en sesión secreta, al enterarse de que se había condenado la doctrina de Nestorio y proclamado que la Santísima Virgen María es real y verdaderamente Madre de Dios por ser Madre del Verbo de Dios Encarnado, prorrumpió en grandes vítores y aclamaciones. Un entusiasmo indescriptible se apoderó de todos, encendieron hogueras por todo el pueblo en señal de júbilo y acompañaron a los obispos con antorchas encendidas por las calles de la ciudad hasta las casas donde se hospedaban. Fue un triunfo colosal de la Santísima Virgen María, cuya Divina Maternidad estaba firmemente asentada en el corazón del pueblo fiel aun antes de ser proclamada oficialmente por la Iglesia.
He aquí el primer anatematismo de San Cirilo contra Nestorio:
«Si alguno no confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel, y que por eso la santa Virgen es Madre de Dios, pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne, sea anatema» (Dz 113).
El Concilio II de Constantinopla hizo suya la doctrina de Efeso, enseñándola y definiéndola por su cuenta (Dz 214 ss.).
También el Concilio de Letrán (649) fulminó contra los monotelitas el siguiente canon:
«Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad, por Madre de Dios a la santa y siempre virgen e inmaculada María, como quiera que concibió en los últimos tiempos sin concurso de varón por obra del Espíritu Santo propia y verdaderamente al mismo Verbo de Dios, que antes de todos los siglos nació de Dios Padre, e incorruptiblemente le engendró, permaneciendo ella, aun después del parto, en su virginidad indisoluble, sea condenado» (Dz 256).
La explicación teológica de la divina maternidad de María se base en que, como enseña la fe, en Cristo hay dos naturalezas perfectamente distintas, pero no hay más que una sola Persona, que es la Persona divina del Verbo. Y como las madres engendran verdaderamente y dan a luz una persona —y no sólo una naturaleza—, sigúese que la Santísima Virgen engendró real y verdaderamente según la carne a la Persona divina de Cristo, con lo cual vino a ser real y verdaderamente Madre de Dios.
Santo Tomás explica esta doctrina (III, q. 35, a. 4):
Como antes se ha expuesto, todo nombre que signifique una naturaleza en concreto puede aplicarse a cualquier hipóstasis de esa naturaleza. Por haberse realizado la unión de la encarnación en la hipóstasis, es manifiesto que el nombre Dios puede aplicarse a la hipóstasis que tiene naturaleza humana y divina.
Y, por este motivo, todo lo que conviene a la naturaleza divina y a la humana puede atribuirse a la persona, bien se aluda con ella a la naturaleza divina, bien se signifique con la misma la naturaleza humana.
Ahora bien, el ser concebido y el nacer se atribuyen a la hipóstasis de acuerdo con aquella naturaleza en que es concebida y nace.
Por consiguiente, habiendo sido asumida la naturaleza humana por la persona divina en el mismo principio de la concepción, sigúese que puede decirse que Dios verdaderamente fue concebido y nació de la Virgen.
Se llama madre de una persona a la mujer que la ha concebido y dado a luz. De donde se deduce que la Santísima Virgen es llamada con toda verdad madre de Dios.
Solamente se podría negar que la Santísima Virgen es madre de Dios si la humanidad hubiera estado sujeta a la concepción y al nacimiento antes de que aquel hombre fuese Hijo de Dios, como enseñó Fotino, o si la humanidad no hubiera sido asumida en la unidad de la persona o de la hipóstasis del Verbo de Dios, como afirmó Nestorio.
Pero ambas hipótesis son falsas.
Luego es herético negar que la Santísima Virgen es madre de Dios.
Al resolver las objeciones —tomadas de la doctrina herética de Nestorio—, Santo Tomás redondea la doctrina:
1ª dificultad: Sobre los sagrados misterios no deben hacerse otras afirmaciones que las ofrecidas por la Sagrada Escritura. Ahora bien, nunca se lee en la Sagrada Escritura que María sea Madre o Progenitora de Dios, sino Madre de Cristo o Madre del Niño, como consta por Mt 1, 18. Luego no debe decirse que la Santísima Virgen es Madre de Dios.
Respuesta: Esta objeción fue propuesta por Nestorio. Y se resuelve porque, aun cuando en la Escritura no se encuentre la afirmación expresa de que la Santísima Virgen sea Madre de Dios, sí se dice expresamente en la misma Escritura que Jesucristo es verdadero Dios, como es evidente por 1 Jn 5, 20, y que la Santísima Virgen es Madre de Jesucristo, como es notorio por Mt 1, 18. De donde necesariamente se sigue de las palabras de la Escritura que es Madre de Dios.
En Rom 9, 5 se dice también que Cristo procede de los judíos según la carne, el cual está por encima de todas las cosas (como) Dios bendito por los siglos. Ahora bien, no procede de los judíos más que por medio de la Santísima Virgen. Luego el que está por encima de todas las cosas (como) Dios bendito por los siglos, nació verdaderamente de la Santísima Virgen como Madre suya.
2ª dificultad: Cristo se llama Dios por razón de la naturaleza divina. Pero ésta no recibió la existencia de la Virgen. Luego no se la debe llamar Madre de Dios.
Respuesta: También esta objeción proviene de Nestorio. Pero Cirilo la resuelve en una Epístola contra Nestorio diciendo: Como el alma del hombre nace con su propio cuerpo, y ambos se toman por una sola cosa; y si alguien se atreviera a decir que la madre lo es de la carne, pero no del alma, hablaría con excesiva superfluidad, algo semejante comprobamos haber sucedido en la generación de Cristo. El Verbo de Dios ha nacido de la sustancia de Dios Padre; pero, por haber tomado carne verdaderamente, es necesario confesar que, según la carne, nació de mujer.
En consecuencia, es necesario decir que la Santísima Virgen se llama Madre de Dios, no porque sea madre de la divinidad, sino porque, según la humanidad, es madre de la persona que tiene la divinidad y la humanidad.
3ª dificultad: El nombre Dios se predica en común del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por consiguiente, si la Santísima Virgen es madre de Dios, parece seguirse que es madre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; lo cual es una incongruencia. Luego la Santísima Virgen no debe ser llamada madre de Dios.
Respuesta: El nombre de Dios, a pesar de ser común a las tres personas, unas veces alude sólo a la persona del Padre, otras se refiere únicamente a la persona del Hijo, o a la del Espíritu Santo. Y así, cuando se dice que la Santísima Virgen es Madre de Dios, el nombre Dios se refiere exclusivamente a la Persona encarnada del Hijo.
4º) Cristo nació de la Santísima Virgen María sin dolor alguno.
Santo Tomás expone esta doctrina de este modo (III, q. 35, a. 6):
El dolor de la parturienta se produce por la apertura de las vías por las que sale la criatura. Pero ya se dijo antes que Cristo salió del seno materno cerrado, y de este modo no se dio allí ninguna apertura de las vías.
Por tal motivo, no existió dolor alguno en aquel parto, como tampoco hubo corrupción de ninguna clase; se dio, en cambio, la máxima alegría porque había nacido en el mundo el Hombre-Dios, según palabras de Is 35, 1-2: Florecerá sin duda como un lirio, y exultará gozosa y llena de alabanzas.
En la respuesta a la primera dificultad (Así como la muerte de los hombres fue una consecuencia del pecado de los primeros padres, según Gen 2, 17: El día que comiereis, ciertamente moriréis, así también lo es el dolor del parto, según Gen 3,16: Con dolor parirás los hijos. Ahora bien, Cristo quiso sufrir la muerte. Luego parece que, por el mismo motivo, su alumbramiento debió producirse con dolor), añade Santo Tomás otra razón tomada de San Agustín:
El dolor del parto en la mujer es consecuencia de la unión carnal con el varón. De donde, en Gen 3, 16, después de haber dicho parirás con dolor, se añade: Y estarás bajo el dominio del varón. Pero, como dice Agustín en un Sermón De Assumptione Beatae Vtrginis, de tal sentencia está excluida la Virgen Madre de Dios, la cual, por haber concebido a Cristo sin la impureza del pecado y sin el menoscabo de la unión con el varón, engendró sin dolor, sin violación de su integridad y permaneciendo intacto el pudor de su virginidad. Y Cristo asumió la muerte por su libre voluntad, para satisfacer por nosotros, no como por necesidad emanada de aquella sentencia, porque Él no era deudor de la muerte.
Escuchemos ahora algunos fragmentos del piadosísimo Fray Luis de Granada sobre el Nacimiento de Cristo:
«Era la media noche, muy más clara que el mediodía, cuando todas las cosas estaban en silencio y gozaban del sosiego y reposo de la noche quieta, y en esta hora tan dichosa sale de las entrañas virginales a este nuevo mundo el Unigénito Hijo de Dios, como esposo que sale del tálamo virginal de su purísima madre…
¿Quién jamás vio juntarse en uno, por un cabo, tanta humildad y, por otro, tanta gloria?
¿Cómo dicen entre sí estar entre bestias y ser alabado de Ángeles, morar en un establo y resplandecer en el cielo?
¿Quién es este tan alto y tan bajo, tan grande y tan pequeño?
Pequeño en la carne, pequeño en el pesebre, pequeño en el establo; mas grande en el cielo, a quien las estrellas servían; grande en los aires, donde los Ángeles cantaban; grande en la tierra, donde Herodes y Jerusalén temían…
Grande humildad, es ser Dios concebido, mas grande gloria es ser concebido del Espíritu Santo.
Grande humildad es nacer de mujer, pero grande gloria es nacer de una virgen.
Grande humildad es nacer en un establo, pero grande gloria es resplandecer en el cielo.
Grande humildad es estar entre bestias, pero grande gloria es ser cantado y alabado de Ángeles…»
5º) Fue muy conveniente que Cristo Nuestro Señor naciera en Belén de Judá.
El hecho histórico de su nacimiento en Belén consta expresamente en el Evangelio: «Nacido, pues, Jesús en Belén de Judá» (Mt 2, 1; Lc 2, 4-7).
Así lo había profetizado Miqueas ocho siglos antes:
«Pero tú, Belén de Efratá, pequeña para ser contada entre las familias de Judá, de ti me saldrá quien señoreará en Israel, cuyos orígenes serán de antiguo, de días de muy remota antigüedad» (Mich. 5, 2).
Santo Tomás señala dos razones de conveniencia (III, q. 35, a. 7):
Cristo quiso nacer en Belén por dos motivos.
Primero, porque nació de la descendencia de David según la carne, como se dice en Rom 1, 3. A David le había sido hecha la promesa especial de Cristo, según aquellas palabras de II Reg 23, 1: Dijo el varón para quien fue dispuesto lo referente al Cristo del Dios de Jacob.
Y por eso quiso nacer en Belén, donde nació David, para que por el mismo lugar de nacimiento quedase demostrado el cumplimiento de la promesa que le había sido hecha.
Y esto es lo que indica el Evangelista (Lc 2 ,4) cuando dice: Porque era de la casa y de la familia de David.
Segundo, porque, como dice Gregorio en una Homilía, Belén se traduce por casa de pan. Es el mismo Cristo quien dice: Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo.
En la respuesta a las objeciones, Santo Tomás expone doctrina muy útil para la piedad cristiana:
1ª dificultad: Se dice en Is 2 ,3: De Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra del Señor. Ahora bien, Cristo es verdaderamente el Verbo de Dios. Luego debió venir al mundo desde Jerusalén.
Respuesta: Como David nació en Belén (1 Re 17, 12), así también eligió a Jerusalén para establecer en ella la sede de su reino y para edificar allí el templo del Señor (2 Re 5, 5; 7), con lo que Jerusalén se convirtió así en ciudad real y sacerdotal. Ahora bien, el sacerdocio y el reino de Cristo se realizaron principalmente en su pasión. Y por eso eligió convenientemente Belén para su nacimiento, Jerusalén para su pasión.
Con esto confundió a la vez la vanidad de los hombres, que se glorían de traer su origen de ciudades nobles, en las que buscan también ser especialmente honrados. Cristo, por el contrario, quiso nacer en una población desconocida, y padecer los agravios en una ciudad ilustre.
2ª dificultad: en Mt 2, 23 se dice que estaba escrito de Cristo que sería llamado Nazareno; lo cual está tomado de Is 11, 1, donde está escrito: De su raíz nacerá una flor; y Nazaret significa flor . Pero uno se denomina principalmente por el lugar de su nacimiento. Luego parece que debió nacer en Nazaret, donde también fue concebido y criado.
Respuesta: Cristo quiso florecer en una vida virtuosa y no distinguirse por la nobleza de su pueblo. Y así quiso criarse en Nazaret y nacer en Belén como extranjero; porque, como dice San Gregorio, «por la humanidad que había tomado, nace como en casa ajena, no cual correspondía a su poder, sino según la naturaleza». Y San Beda dice por su parte: «Por carecer de lugar en el mesón, nos preparó muchas mansiones en la casa de su Padre».
3ª dificultad: El Señor nació en el mundo para anunciar el testimonio de la verdad, según aquellas palabras de Jn 18, 37: Para esto nací, y para esto he venido al mundo: Para dar testimonio de la verdad. Ahora bien, esto hubiera podido cumplirlo mejor de haber nacido en la ciudad de Roma, que ostentaba entonces el dominio del mundo. De donde dice Pablo escribiendo a los Romanos (1, 8): Vuestra fe es anunciada en todo el mundo. Luego parece que no debió nacer en Belén.
Respuesta: Se lee en cierto sermón del concilio de Efeso: «Si hubiera elegido la ilustre ciudad de Roma, hubieran pensado que con el poder de sus ciudadanos había logrado cambiar la faz de la tierra. Si fuera hijo de un emperador, se hubieran atribuido sus triunfos al poder imperial. Para que reconociesen que sólo la Divinidad había reformado el orbe de la tierra, eligió una madre pobre y una patria más pobre«.
El mismo San Pablo dice que «eligió Dios lo flaco del mundo para confundir a lo fuerte» (I Cor 1, 27).
Por esto, para mostrar su poder con más fuerza, en Roma, cabeza del orbe, estableció el centro de su Iglesia en señal de perfecta victoria y a fin de que la fe se extendiese de allí a todo el universo, según las palabras de Isaías (26, 5-6): «Humilló la ciudad soberbia; la conculcarán Las pies del pobre —esto es, de Cristo— y los pasos de los menesterosos», a saber, de los Apóstoles Pedro y Pablo.
6º) Cristo vino al mundo en el tiempo más conveniente.
San Pablo dice expresamente: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo» (Gal 4, 4).
Santo Tomás enseña (III, q. 35, a. 8):
La diferencia entre Cristo y los otros hombres está en esto: Los otros hombres nacen sujetos a la necesidad del tiempo; Cristo, en cambio, como Señor y Creador de todos los tiempos, escogió el tiempo en que había de nacer, lo mismo que eligió la madre y el lugar.
Y porque cuanto procede de Dios está perfectamente ordenado (cf. Rom 13, 1) y convenientemente dispuesto (cf. Sab 8, 1), sigúese que Cristo nació en el tiempo más oportuno.
Como respuesta a las objeciones, Santo Tomás nos enseña esta magnífica y dulce doctrina:
Cristo vino para hacernos volver del estado de esclavitud al estado de libertad. Y por eso, así como asumió nuestra mortalidad para devolvernos a la vida, de igual modo, como dice Beda, «se dignó encarnarse en un tiempo en que, apenas nacido, fuese empadronado en el censo del César y, por liberarnos a nosotros, quedase él sometido a la servidumbre».
También por aquellos días, en que el mundo entero vivía bajo la autoridad de un solo Príncipe, reinó la mayor paz. Y por eso convenía que en tal época naciese Cristo, que es nuestra paz que hizo de los dos pueblos uno, como se dice en Ef 2, 14.
Por lo que escribe Jerónimo en Super Isaiam: «Repasemos las antiguas historias, y descubriremos que hasta el año veintiocho de César Augusto imperó la discordia en todo el mundo, y que, una vez nacido el Señor, cesaron todas las guerras», conforme a aquellas palabras de Is 2, 4: No levantará espada nación contra nación.
Convenía asimismo que, cuando imperaba un solo Príncipe en el mundo, naciese Cristo, que venía a congregar a los suyos en uno, para que hubiese un solo redil y un solo Pastor, como se dice en Jn 11, 52 y 10, 16.
Cristo quiso nacer en tiempos de un rey extranjero, para que se cumpliese la profecía de Jacob, que dice en Gen 49, 10: No faltará el cetro de Judá, ni un jefe de su descendencia, hasta que llegue el que ha de ser enviado. Porque, como dice el Crisóstomo en Super Mt, «mientras el pueblo judío estaba sujeto a los reyes de Judá, aunque pecadores, eran enviados profetas para su remedio. Pero ahora, cuando la ley de Dios estaba aherrojada bajo el poder de un rey inicuo, nace Cristo, porque la enfermedad grande y desesperada requería un médico más ingenioso.
Como se lee en el libro De quaest. Novi et Vet. Test., «Cristo quiso nacer cuando la luz del día comienza a crecer», para que quedase claro que Él había venido para que los hombres se dirigiesen hacia la luz divina, según aquellas palabras de Lc 1, 79: Para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte.
Del mismo modo escogió también la crudeza del invierno para nacer, a fin de sufrir por nosotros las penalidades corporales ya desde entonces.
