LA EXISTENCIA DE DIOS Y LA PROVIDENCIA: DIOS, FUNDAMENTO SUPREMO DEL DEBER

LA EXISTENCIA DE DIOS Y LA PROVIDENCIA

CAPITULO V

DIOS, FUNDAMENTO SUPREMO DEL DEBER

Hemos estudiado la prueba de la existencia de Dios sacada del apetito natural de felicidad. Redúcese, como decíamos, a lo siguiente:

El apetito natural, fundado en la misma naturaleza, común a todos los hombres, y no en la imaginación o en algún desvarío de la razón, no puede ser vano, quimérico o engañoso; es decir, no puede tender a un bien irreal o inasequible.

Pero todo hombre naturalmente desea, ser feliz, y la verdadera felicidad no se halla en los bienes finitos o limitados, por cuanto la inteligencia aviva en nosotros el apetito natural del bien universal e ilimitado que concibe.

Es, pues, necesario que exista un Bien sin límites, Bien puro, sin mezcla de imperfección; sin lo cual sería un absurdo psicológico, un contrasentido absoluto, la amplitud universal de nuestra voluntad.

El herbívoro encuentra la hierba que apetece, y el carnívoro la presa necesaria para el sustento; es imposible que sea de peor condición el apetito natural del hombre; debe ser posible la verdadera felicidad, naturalmente deseada, la cual sólo puede consistir en el conocimiento y en el amor del Soberano Bien.

Dios, pues, existe.

***

Hay otra prueba de la existencia de Dios, que arranca del deber moral o de la ordenación de nuestra voluntad al bien moral. Y esta nueva prueba conduce al Soberano Bien, no ya como objeto deseable sobre todas las cosas, sino como Ser supremo que tiene derecho a ser amado, exige amor y es el fundamento del deber.

***

La ordenación de nuestra voluntad al bien moral

El punto de partida de la prueba es la conciencia humana.

Aun los que dudan de la existencia de Dios comprenden, confusamente al menos, que es necesario hacer el bien y evitar el mal.

Para entender esta verdad, basta tener la noción de bien y distinguir, de acuerdo con el sentido común, tres clases de bien:

1°) El bien sensible o simplemente deleitable;

2°) El bien útil para un fin;

3°) El bien honesto o moral, que es bien en sí mismo, prescindiendo del deleite o utilidad que pueda reportar.

El animal descansa en el bien sensible deleitable y por instinto busca el bien sensible útil, sin relacionarlo con el fin para el cual usa de él. La golondrina recoge la pajuela, sin saber que es útil para el nido que fabrica.

Sólo el hombre conoce la utilidad o la razón de ser de los medios para el fin.

Sólo él también conoce y puede amar el bien honesto y comprender el sentido de esta verdad moral: es necesario hacer el bien y evitar el mal.

Por más que se perfeccione con el adiestramiento, la imaginación del animal nunca llegará a entender dicha verdad.

Pero cualquier hombre, por exigua que sea su cultura, la comprende. Todos los hombres que han llegado al pleno uso de razón distinguen las tres clases de bien arriba mencionadas, aunque no sepan explicarlas. Todos ven que una fruta sabrosa es un bien sensible, deleitable, un bien físico que nada tiene que ver con el bien moral, y que se puede usar de dicha fruta de una manera moralmente buena o moralmente mala; por consiguiente, lo deleitable no es de suyo moral.

Todos saben asimismo que una medicina muy amarga no es un bien deleitable, pero sí útil para recobrar la salud alterada. De la misma suerte, el dinero es útil, pero cabe hacer de él bueno o mal uso moral. Esta es una de las verdades más elementales del sentido común.

Y por último, todo hombre llegado al uso de razón advierte que sobre el bien sensible deleitable y aun sobre el útil existe el bien honesto, que también se dice racional o moral, el cual es bien en sí mismo, aparte el placer, las ventajas y comodidades que pueda proporcionar.

A esta clase de bienes pertenecen las virtudes, como la paciencia, el valor, la justicia.

En lo que toca a la virtud de la justicia, nadie pone en duda ser un bien espiritual, y no sensible; cierto es que recompensa con el gozo a quien la practica; pero aun sin ello es buena; y es buena, porque es razonable, conforme con la recta razón.

Comprendemos que es un deber practicar la virtud de la justicia por ella misma, no precisamente por la utilidad que acarrea o por evitar los males de la injusticia; y ello hasta el punto de padecer antes la muerte que atropellar la justicia y dejarse arrastrar por un acto injusto, sobre todo grave.

He aquí una perfección propiamente humana, es decir, del hombre como racional, no en cuanto animal.

De igual modo, es un bien en sí conocer la verdad y amarla sobre todas las cosas, y obrar en todo conforme a la recta razón, aparte el placer que ello reporta y las ventajas que proporciona.

Y este bien honesto o racional se nos presenta como fin necesario de nuestra actividad y, por consiguiente, como obligatorio.

Todo hombre comprende que un ser racional debe ajustar su conducta a la recta razón, como la recta razón se ajusta a los principios absolutos del ser o de lo real: Lo que es, es; y no hay posibilidad de que a la vez sea y no sea.

El inocente molido a palos por un pillo demuestra la existencia de un mundo inteligible superior al sensible cuando replica al agresor: Me puedes matar; mas no por ello tienes razón. La justicia es la justicia.

Es un hecho que en todos los pueblos se expresa el deber por fórmulas equivalentes: Haz tu deber, venga lo que viniere. Es preciso hacer el bien y evitar el mal. El placer y el interés deben estar subordinados al deber; lo deleitable y lo útil, a lo honesto. Es un principio eterno, que siempre ha sido verdadero y siempre lo será.

¿Cuál será el fundamento próximo del deber o de la obligación moral? Lo es como expone Santo Tomás en Ia-IIæ, q. 94, a. 2, el principio de finalidad, según el cual todo ser obra por un fin y debe tender al fin que le es proporcionado.

De ello se deriva que la voluntad del ser racional debe tender hacia el bien honesto o racional para el que está ordenada. La facultad de querer y de obrar racionalmente está ordenada para el acto racional, como lo está el ojo para la visión, el oído para percibir el sonido, el pie para andar, las alas para el vuelo, la inteligencia para la verdad. La potencia es para el acto correlativo; y, de no tender a él, pierde su razón de ser. No sólo es mejor para la potencia el tender hacia su acto, sino que ahí está su ley íntima y primordial.

La voluntad, que de suyo es capaz de querer, no sólo el bien sensible, deleitable o útil, mas también el bien honesto o racional, es decir, la voluntad, que esencialmente está ordenada al bien honesto, no puede dejar de quererlo, sin perder su razón de ser.

Esta voluntad existe para amar y querer el bien racional; bien, que debe ser realizado por aquélla, es decir, por el hombre que puede realizarlo y existe para realizarlo.

Tal es el fundamento próximo de la obligación moral.

Mas ¿no existirá otro fundamento supremo mucho más elevado?

La voz de la conciencia es a veces extraordinariamente poderosa cuando manda o prohíbe ciertas acciones, como el falso testimonio, la traición, o cuando reprende y reprueba tras una grave falta. ¿Acaso no le remuerde al asesino la conciencia, por oculto que permanezca el crimen? Los hombres lo ignoran, pero la conciencia no cesa de reprochárselo, aun dudando el criminal de la existencia de Dios.

¿De dónde viene esa voz de la conciencia? ¿Sólo de la lógica? ¿Será por ventura sólo de la razón individual? ¡Ah! pero es una voz que se hace oír por todos y cada uno de los hombres; es una voz que a todos domina.

¿Vendrá quizá de la legislación humana? Pero esta voz de la conciencia habla más alto que las leyes humanas de todos los pueblos, más alto que la Sociedad de las Naciones; esa voz nos dice que la ley injusta no obliga en conciencia; y los mismos legisladores que dictan una ley mala son reprendidos allá en el secreto de su alma por la recta razón que en ellos subsiste.

***

La ordenación de nuestra voluntad al bien moral supone

una Inteligencia Ordenadora divina

¿De dónde, pues, sale esa voz de la conciencia, en ocasiones tan potente? ¿No vendrá de arriba?

Si para ordenar un medio a un fin se requiere inteligencia ordenadora capaz de conocer en el fin la razón de ser del medio, una inteligencia capaz, por consiguiente, de constituir el medio para el fin; si como queda dicho, el orden físico del universo presupone una inteligencia ordenadora divina, ¿con cuánta más razón no la ha de exigir esta ordenación que vemos de nuestra voluntad al bien moral? No existe ordenación pasiva sin la correspondiente ordenación activa; en nuestro caso, sin la ordenación del Autor de la naturaleza.

Si de las verdades especulativas eternas (por ej., una cosa no puede a la vez ser y dejar de ser) se asciende por manera necesaria hasta la verdad eterna, fundamento de todas las demás, ¿por qué no elevarse del principio de la ley moral (es necesario hacer el bien y evitar el mal) hasta la ley eterna?

La diferencia es que aquí partimos de principios prácticos, y no de especulativos. El carácter obligatorio del bien no altera la demostración, sino sólo le añade nuevo realce; y precisamente ese carácter obligatorio, manifestado por el fundamento próximo del deber moral, nos conduce a investigar el fundamento supremo del mismo.

Si el bien honesto, al cual está ordenada nuestra naturaleza racional, debe ser querido aún sin la satisfacción y las ventajas que pueda proporcionar; si el ser capaz de querer el bien honesto lo debe querer, so pena de perder su razón de ser; si nuestra conciencia promulga ese deber y luego aprueba o condena, según los casos, sin que seamos dueños de acallar los remordimientos; en una palabra, si el derecho del bien a ser amado y practicado domina nuestra actividad moral y la de la sociedad actual y de las posibles, como el principio de contradicción domina todo lo real, actual y posible, necesario es que de toda la eternidad haya habido algo en qué fundar estos derechos absolutos del bien.

Estos derechos de la justicia, que dominan nuestra vida individual, familiar, social y política, la vida internacional de los pueblos pasados, presentes y venideros, estos derechos necesarios e imperativos no pueden tener su razón de ser en las realidades contingentes y pasajeras que están dominadas y regidas por aquéllos, ni tampoco en los deberes múltiples y subordinados que obligan nuestra naturaleza de seres racionales. Estos derechos, superiores a cuanto no sea el Bien mismo, no pueden tener fuera de él su fundamento y última razón.

Si, pues, el fundamento próximo del deber moral consiste en el orden esencial de las cosas, o con más precisión, en el bien racional a que están esencialmente ordenadas nuestra naturaleza y nuestra actividad, el fundamento supremo consiste en el Soberano Bien, último fin nuestro objetivo.

Y dicho deber moral no ha podido constituirse formalmente sino por una ley del mismo orden que el Soberano Bien, por la Sabiduría divina, cuya ley eterna ordena y dirige todas las criaturas a sus respectivos fines.

El orden de los agentes corresponde al orden de los fines. La ordenación pasiva de nuestra voluntad hacia el bien supone la ordenación activa de Aquel que la creó para el bien.

En otros términos: la voluntad del ser racional debe tender al bien honesto o racional, por ser éste el fin para el cual ha sido ordenada por una causa eficiente superior que se propuso realizar dicho bien.

Por esto, a la lumbre del sentido común y de la razón natural, el deber está en último término fundado en el Ser, en la Inteligencia y en la Voluntad de Dios, que nos creó para conocerle, amarle y servirle en esta vida y después conseguir la bienaventuranza eterna.

También el sentido común respeta el deber y tiene por legítima la búsqueda de la felicidad; rechaza a la vez la moral utilitaria y la moral de Kant del deber puro, sin bien objetivo.

Y ante el sentido común, el deber de Kant es como un paisaje sin sol, árido y estéril.

***

A esta demostración de la existencia de Dios suele objetarse que implica petición de principio o círculo vicioso.

No existe deber moral propiamente dicho, arguyen, sin un legislador supremo; y es imposible sentirse categóricamente obligado al deber moral, si antes no se conoce la existencia del supremo legislador. O sea: la prueba propuesta supone lo que trata de demostrar; a lo sumo puede asignársele el mérito de declarar de una manera más explícita lo que implícitamente supone admitido.

A esta objeción se puede y debe responder lo que sigue: Basta exponer primero la ordenación-pasiva de nuestra voluntad al bien moral, para luego probar que debe existir una causa primera que así ha ordenado nuestra voluntad al bien, por cuanto no se da ordenación pasiva sin ordenación activa.

Así, el orden del mundo supone una inteligencia suprema ordenadora, y las verdades eternas, que dominan la realidad contingente y la inteligencia finita, requieren también fundamento eterno.

Además de la ordenación pasiva de nuestra voluntad al bien moral, puede también tomarse por punto de partida la obligación moral manifestada en sus efectos, por ejemplo, en los remordimientos del asesino. ¿De dónde viene esa voz terrible del remordimiento, que ningún criminal puede acallar en el fondo de su alma?

La recta razón nos manda hacer el bien racional al cual nuestra naturaleza está ordenada; mas no lo manda en calidad de causa primera eterna, pues bien observado tenemos cada uno de nosotros cómo da la voz de mando, luego calla, vuelve después sobre sí; en una palabra tiene muchas imperfecciones y limitaciones; ella misma ha sido ordenada y no es el principio del orden. Es, pues, necesario subir más alto, hasta la Sabiduría divina que ordena todo para el Bien supremo.

Sólo allí encontraremos el fundamento supremo de la obligación moral o del deber. No hay en ello círculo vicioso; del remordimiento o de la satisfacción del deber cumplido subimos a la conciencia, que reprueba o aprueba; luego buscamos el origen de la voz de la conciencia. El origen primero no está en nuestra razón imperfecta, que comenzó a dar la voz de mando; nuestra razón da la voz de mando en calidad de causa segunda, que supone otra causa primera eterna, simple y perfecta: la Sabiduría por esencia, que todo lo dispone para el Bien.

El Soberano Bien, que antes se manifestó como primer objeto deseable, único capaz de darnos la verdadera felicidad, muéstrase ahora como el Soberano Bien que debe ser amado sobre todas las cosas, exige amor y establece el deber.

Por donde vemos también que si se niega el primer deber para con Dios, fin último del hombre, quedan privados del fundamento supremo todos los demás deberes. Si se niega que estamos moralmente obligados a amar sobre todas las cosas el bien en cuanto tal, y el Soberano Bien, que es Dios, ¿cómo probar la obligación de amar un bien mucho menos atrayente, cual es la humanidad en general, en que entiende la Sociedad de Naciones?

¿Cómo probar entonces el deber de amar la patria y la familia más que la propia vida?

¿Cómo probar asimismo la obligación de conservar la propia existencia y evitar el suicidio aun en los trances amargos de la vida?

Si el Soberano Bien no tiene derecho imprescriptible de ser amado sobre todas las cosas, con mayor razón carecen del mismo los bienes inferiores.

Si no hay un fin último que nos domine moralmente, ningún otro fin ni medio puede dominarnos. Si no existe un Legislador supremo que establezca el deber moral, queda desprovista de fundamento la ley humana.

Tal es la prueba de la existencia de Dios, Legislador supremo y Soberano Bien, fundamento del deber. Tal es la fuente eminente de donde sale la voz imperiosa de la conciencia, esa voz que atormenta al criminal una vez perpetrado el crimen, y al justo da la paz del deber cumplido, cuando hizo lo que estaba a su alcance.

***

La sanción moral

Para terminar, digamos unas palabras acerca de otra prueba de la existencia de Dios, que guarda estrecha relación con ésta que acabamos de tratar. Se funda en la sanción moral.

La consideración de los actos heroicos no recompensados acá en la tierra y de los crímenes inultos nos sugiere la necesidad de un Juez soberano que remunere a los justos y castigue a los transgresores.

Puede demostrarse la existencia de un Juez soberano y de una sanción eterna por la insuficiencia de las otras sanciones.

El mismo Kant reconoce alguna fuerza a este argumento, no toda la que en realidad tiene.

Helo aquí en pocas palabras:

El justo se hace merecedor de la felicidad por la perseverancia en el bien.

Ahora bien, sólo Dios puede realizar la armonía de la virtud y de la felicidad en otra vida mejor.

Luego es necesario que exista Dios y que haya otra vida.

Cuanto más intensa es la vida moral de uno, tanto más viva y firme es la convicción que saca de este sencillo argumento.

En realidad es una confirmación de la prueba anterior, y la presupone.

En efecto, si la voz de la conciencia viene del Legislador supremo, debe éste ser también Juez soberano que castiga y remunera. Siendo inteligente y bueno, tiene para consigo mismo el deber de dar a cada ser lo necesario para conseguir el fin que le asignó; tiene, pues, el deber de dar al justo el conocimiento de la verdad y la felicidad que ha merecido. (Santo Tomás, I, q.21, 1). Y además, como el Legislador supremo ama sobre todas las cosas el Bien, tiene para consigo mismo el deber de hacer respetar los derechos absolutos y de reprimir la violación de los mismos (Ia-IIæ, q. 87, a. 1 y 3).

En otros términos, si en el mundo físico hay orden, y si el orden exige una inteligencia ordenadora, con más razón debe existir orden en el mundo moral, que es infinitamente superior al físico.

De ahí la respuesta a las quejas del inocente oprimido e injustamente condenado por los hombres. Cuántas veces triunfan en el mundo los malos o los mediocres, mientras son condenadas almas inocentes, rectas y elevadas, como una Juana de Arco. Barrabás es preferido a Jesús; Barrabás es absuelto, y Jesús, crucificado.

La injusticia, sobre todo tan manifiesta, no puede quedar sin reparación; hay una Justicia superior, cuya voz se hace oír en nuestra conciencia, la cual algún día restablecerá el orden.

Entonces se manifestarán los dos aspectos del Soberano Bien, el cual tiene el derecho de ser amado sobre todas
las cosas (principio de la Justicia) y es esencialmente difusivo de sí mismo (principio de la Misericordia).

Tales son las pruebas morales de la existencia de Dios; ellas llevan la convicción a toda alma que no se empeñe en ahogar la voz de la conciencia y la ayudan a descubrir el origen superior de esa voz que conduce al Bien, por cuanto viene de Aquel que es el Bien por esencia.