LA EXISTENCIA DE DIOS Y LA PROVIDENCIA
CAPÍTULO IV
DIOS, SOBERANO BIEN Y EL DESEO DE LA FELICIDAD
Hablando de Dios, Ser y Verdad supremos, vimos que la multiplicidad de seres que se asemejan en una misma perfección, la bondad por ejemplo, no basta para explicar la unidad de semejanza de los mismos; lo múltiple, como dice Platón, no explica lo uno, no basta para dar razón de lo uno.
Además, ninguno de los seres qué poseen la referida perfección en grado imperfecto basta para dar razón de la misma, siendo cada uno de ellos un compuesto de perfección y de capacidad restringida, que, como todo compuesto, requiere una causa: quae secundum se diversa sunt, non conveniunt in aliquod unum, nisi per aliquam causam adunantem ipsa (Santo Tomás, I, q. 3, a. 7 y de Potentia, q. 3, a. 5).
El compuesto participa de la perfección, posee una partecita de ella, la tiene recibida; y no la ha podido recibir sino de Aquel que se confunde con la Perfección cuyo concepto no implica defecto alguno.
Esta doctrina es singularmente fecunda en el terreno de la vida moral, pues nos recuerda que cuanto más reparamos en nuestra deficiencia, en la limitación de nuestra sabiduría y de nuestra bondad, tanto más debemos pensar en Aquel que es la Sabiduría y la Bondad por esencia.
Lo múltiple no se explica sino por lo que es uno; lo diverso, por lo idéntico; lo compuesto, por lo simple; lo imperfecto y mezclado con imperfección, por lo perfecto, por lo exento de toda deficiencia.
Esta prueba de la existencia de Dios encierra implícitamente otra, que el Doctor Angélico expone en Ia-IIæ, q. 2, a. 8, demostrando que la beatitud que el hombre naturalmente apetece no puede consistir en bien alguno limitado o restringido, sino sólo en Dios, conocido al menos por modo natural y eficazmente amado sobre todas las cosas. Demuestra que la felicidad del hombre no puede consistir en las riquezas, ni en los honores, ni en la gloria, ni en el poder, ni en bien alguno corporal, ni siquiera en los bienes del alma, como la virtud: en ningún bien limitado. La demostración de esto último se funda en la naturaleza misma de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad.
Veamos 1° el hecho de donde parte la prueba; 2°, el principio en que se funda; 3°, el término a que conduce; 4°, lo que está fuera del alcance de la prueba.
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El hecho de experiencia: La verdadera felicidad, sólida y duradera,
no consiste en los bienes perecederos
Se llega al Bien supremo, fuente de la felicidad perfecta y sin mezcla, tomando por punto de partida ora los bienes imperfectos subordinados, ora el apetito natural que dichos bienes no logran calmar.
Si se mira a los bienes finitos, limitados, que el hombre naturalmente apetece, pronto salta a la vista la imperfección de los mismos: la salud, los placeres del cuerpo, las riquezas, los honores, el poder, la gloria, la ciencia misma, son bienes a todas luces pasajeros, muy imperfectos y limitados.
Pero lo imperfecto, como arriba dijimos, el bien mezclado con imperfecciones, es un bien participado por una capacidad restringida que lo recibe, un bien que supone el bien puro, sin mezcla de defecto; así, la sabiduría acompañada de ignorancia y de error es sabiduría participada, que presupone la Sabiduría por esencia.
Tal es el aspecto metafísico del argumento, tal la dialéctica de la inteligencia por vía de causalidad a la vez ejemplar y eficiente.
Mas la prueba que tratamos resulta más viva, más convincente y sugestiva, tomando por punto de partida el apetito natural de felicidad que tan ardiente sentimos dentro de nosotros mismos. Tal es el aspecto psicológico y moral del argumento y tal la dialéctica del amor, fundada en la dialéctica de la inteligencia que procede ora por vía de causalidad eficiente (productora u ordenadora), ora por vía de causalidad final (Ia-IIae, q. 1, a. 4).
Son las dos causas extrínsecas, tan necesaria la una como la otra, y aun el fin es la primera de ellas. Aristóteles (Met. l. 12, c. 7) comprendió mejor la causalidad final de Dios, Acto puro, que la eficiente, sea productora u ordenadora.
Si en vez de considerar el fin del apetito natural se toma en cuenta la ordenación del apetito al fin, ordenación que requiere una Causa eficiente ordenadora, entonces el argumento queda incluido en la 5a vía de Santo Tornas, por el orden existente en el mundo. Vista así la cosa, la ordenación pasiva de nuestra voluntad al bien honesto, al bien moral, superior al bien deleitable y al bien útil, presupone un Ordenador supremo; la obligación moral, manifestada en el remordimiento o en la satisfacción del deber cumplido, supone un Legislador supremo.
Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles y a San Agustín, insiste en la existencia del apetito natural de felicidad; y como la inteligencia humana, muy superior a los sentidos y a la imaginación del animal, además del bien particular deleitable o útil, conoce el bien en general —lo cual constituye el bien como tal, lo deseable, sea cual fuese—, síguese que al tender el hombre, no a la idea abstracta del bien, sino al bien real existente en las cosas, no puede hallar la verdadera felicidad en bien alguno finito y limitado, sino sólo en el Soberano Bien.
Es imposible que el hombre halle en ningún bien limitado la verdadera felicidad que naturalmente apetece; porque apenas su inteligencia repara en el límite, concibe un bien superior, al cual se inclina la voluntad por natural deseo.
Profundamente observado tenía San Agustín este hecho, cuando en el libro inmortal de sus Confesiones (1, 1) estampó la conocida frase: Nuestro corazón, Señor, está siempre inquieto, mientras no descanse en Ti.
¿Y quién de nosotros no lo ha experimentado en su vida íntima? Si enfermamos, por impulso natural apetecemos la salud como un gran bien; y una vez sanos, por grande que sea el contentamiento por la salud recuperada, echamos de ver que ella no basta para dar la felicidad ni la paz del alma; cabe disfrutar de perfecta salud, y estar al mismo tiempo sumido en la tristeza.
Lo mismo se puede decir de los placeres de los sentidos: no sirven para hacernos felices; antes bien, a poco que de ellos se abuse, producen tedio y desengaño, porque la inteligencia, que concibe el bien universal e ilimitado, luego nos dice: ese deleite que hace un momento te cautivaba, ahora que lo has gustado te parece mezquino e incapaz de llenar el profundo vacío de tu corazón, incapaz de calmar tu apetito de felicidad.
Lo mismo sucede con las riquezas y los honores, tan generalmente apetecidos; una vez logrados, ve uno con desencanto que las satisfacciones que proporcionan son por extremo efímeras y superficiales, incapaces de llenar los senos del corazón; la inteligencia nos dice: esos honores y esas riquezas son bienes finitos, humo que disipa el viento.
Lo mismo cabe decir del poder, de la gloria; porque quien asciende en la rueda de la fortuna, una vez alcanzada la cumbre, necesariamente ha de iniciar el descenso, dejando el puesto a otros; pronto figurará entre los astros apagados.
Y si bien hay afortunados que logran retener por algún tiempo el esplendor del poder y de la gloria, no aciertan a encontrar en tales bienes la verdadera felicidad; antes bien con frecuencia se ven tan llenos de inquietud y de fastidio, que ansían abandonarlo todo.
No corren mejor suerte los que se entregan al cultivo de la ciencia, siendo ésta asimismo un bien muy limitado: la verdad, siendo completa y sin error, constituye el bien de la inteligencia, mas no es el bien del hombre integral; también el corazón y la voluntad tienen sus necesidades espirituales íntimas que, de no ser satisfechas, ahuyentan del hombre la verdadera felicidad.
¿La hallaremos acaso en la amistad pura y sublimada? Ciertamente, la amistad es fuente de grandes alegrías, muy íntimas a veces; pero nuestra inteligencia, que concibe el bien universal, sin límites, no tarda en observar que la amistad, por pura y sublimada que sea, es sólo un bien finito. Acordémonos de aquellas palabras de Santa Catalina de Sena: ¿Queréis beber largo tiempo de la copa de la verdadera amistad? ponedla al manantial del agua viva; de otra suerte, pronto quedará agotada y no podrá apagar más vuestra sed.
Si perdura la virtud refrigeradora de la amistad, es porque el amigo crece en bondad, para lo cual necesita recibir nuevos incrementos de un manantial más elevado.
Si nos fuera otorgado contemplar a un Ángel, la visión de su belleza suprasensible, puramente espiritual, nos dejaría al pronto maravillados; mas luego la inteligencia, que concibe el bien universal e ilimitado, nos diría: es tan sólo una criatura, un ser finito y, por ende, muy mezquino en comparación del Bien en sí, ilimitado, sin mezcla de imperfección.
Dos bienes finitos, por desiguales que entre sí sean, equidistan del Bien infinito; vista así la cosa, son igualmente insignificantes el Ángel y el grano de arena.
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El principio por el cual se llega hasta el conocimiento de Dios
¿Será por ventura imposible satisfacer el apetito natural de beatitud que todos llevamos dentro?
¿Será posible que un apetito natural sea vano, quimérico, sin sentido ni valor?
Se comprende lo quimérico del deseo nacido de la fantasía o del error de la mente, por ejemplo, el deseo de tener alas para volar. Mas ¿cómo habría de serlo el apetito fundado directamente en la misma naturaleza humana, sin mediar ningún juicio condicional?
Porque el apetito o deseo de la felicidad no es una simple veleidad condicional; es innato y connatural al hombre, algo estable y firme, que se halla en todos los hombres de todos los países y de todos los tiempos. Y todavía es más; porque la naturaleza misma de nuestra voluntad consiste, aparte todo acto, en ser una facultad apetitiva del bien universal.
La naturaleza de nuestra voluntad, corno la de la inteligencia, no puede ser el resultado del acaso, de una feliz coyuntura; ambas facultades son principios simplicísimos de operación y no están compuestos de elementos diversos reunidos al acaso.
¿Puede ser quimérico el apetito natural de la voluntad? No es vano el apetito natural de los seres inferiores, como lo observa experimentalmente el naturalista. El apetito natural impulsa al herbívoro a buscar la hierba con que aumentarse, y la encuentra; al carnívoro, a proveerse de carne, y da con ella. El apetito natural del hombre es ser feliz; mas la verdadera felicidad no se encuentra de hecho en los bienes limitados; ¿será entonces imposible de hallar? ¿Será, pues, engañoso el apetito natural del hombre, vano y sin finalidad, mientras se logra el fin del apetito de los seres inferiores?
Mas no es el nuestro mero argumento de naturalista, fundado en la experiencia y en la analogía del apetito natural humano con el de los demás seres. El argumento tiene mayor alcance; es metafísico y se funda en la certeza del valor absoluto del principio de finalidad.
Si tal apetito fuera quimérico, carecería de finalidad, y no tendría razón de ser la actividad humana, inspirada por él; lo cual es contrario al siguiente principio necesario y evidente: Todo agente obra por un fin.
Para entender la verdad de este principio así formulado por Aristóteles, basta examinar los términos del mismo: Todo agente, sea cual fuere, consciente o inconsciente, tiende hacia algo determinado que le conviene. Ahora bien, el fin es precisamente el bien determinado al cual tiende la acción del agente o el movimiento del móvil.
Este principio, de suyo evidente para quien comprenda el valor de los términos agente y fin, se demuestra por reducción al absurdo; porque de otra suerte, dice Santo Tomás, no tendría el agente razón alguna para obrar o no obrar, para obrar de ésta o de la otra manera, para desear esto y no aquello.
No existiendo finalidad natural, si el agente no obrase por un fin, no habría razón para que el ojo viese, y no escuchara el sonido o saboreara los manjares; ni habría razón para que las alas hicieran al ave hender los aires, y no correr o nadar; ni para que la inteligencia, en vez de entender, realizara actos de voluntad. Entonces ninguna cosa tendría razón de ser y todo sería ininteligible. No tendría por qué caer la piedra, en vez de subir, ni los cuerpos por qué atraerse mutuamente, y no repelerse y dispersarse, rompiendo la armonía del universo.
El principio de finalidad posee necesidad y valor absolutos no menos ciertos que el principio de causalidad eficiente, que dice: Todo cuanto sucede y todo ser contingente requieren una causa eficiente; y en último análisis, todo lo que sucede requiere una causa eficiente no causada, una causa que se confunda con su mismo obrar, con su propia acción, que sea su existencia misma, siendo el obrar consecuencia del ser y la manera de obrar consecuencia de la manera de ser.
Estos dos principios de causalidad eficiente y de finalidad son igualmente ciertos, de una certeza no sólo física, sino metafísica, aun antes de la demostración de la existencia de Dios. Y aun la eficiencia no se concibe sin la finalidad; carecería de razón de ser, como hemos visto, y sería ininteligible.
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Término de esta ascensión
Nuestro apetito natural de ser felices tiene una finalidad; tiende hacia un bien. ¿A un bien irreal, o a un bien real, pero inasequible?
Consideremos primero que el bien por nosotros apetecido no es sólo una idea de nuestro espíritu; porque, como dice repetidas veces Aristóteles, la verdad está formalmente en el espíritu que juzga, pero el bien reside formalmente en las cosas. Cuando apetecemos el alimento, no basta poseer la idea de él; que no es la idea del pan lo que alimenta, sino el pan mismo. Así, pues, el apetito natural de la voluntad, que tiene su base y fundamento en la naturaleza misma de la inteligencia y de la voluntad, y no en la imaginación o en el engaño, tiende hacia un bien real, y no hacia la idea del bien. De otra suerte, no sería un deseo, sobre todo un deseo natural.
Objetará alguno que la idea universal del bien nos lleva a buscar la felicidad en la reunión o en la sucesión de todos los bienes finitos que nos seducen: la salud, los placeres del cuerpo, las riquezas, los honores, la ciencia y el arte, la amistad. Todos aquellos que en carrera desatada se lanzan a gozar simultánea o sucesivamente de todos los bienes finitos, han puesto al parecer en ello la verdadera felicidad.
Pero la experiencia y la razón nos sacan del error. Subsiste siempre el vacío del corazón, manifestado en el hastío; y la inteligencia nos dice que la reunión, aun simultánea, de todos los bienes finitos e imperfectos no puede en modo alguno constituir el Bien absoluto concebido y deseado por nosotros; como un conjunto innumerable de idiotas no vale por un hombre genial.
Nada hace al caso la cantidad; se trata de la calidad del bien; aun multiplicados hasta lo infinito los bienes todos finitos, no llegan a constituir el Bien puro y sin mezcla que nuestra inteligencia concibe y nuestra voluntad apetece.
Aquí está la razón íntima del hastío que los mundanos experimentan y arrastran por las playas del globo; fíjanse hoy en esta criatura, mañana en aquella otra, sin jamás quedar satisfechos y verdaderamente felices.
Mas si la inteligencia es capaz de concebir el bien universal o ilimitado, la voluntad, esclarecida por aquélla, tiene también amplitud y profundidad ilimitada; ¿podrá entonces ser vano y quimérico el apetito natural, que busca un bien real, y no la idea del bien?
Este apetito natural, que tiene su cimiento y raíz en la naturaleza, y no en la imaginación, es tan sólido e inmutable como la naturaleza misma. No puede ser de peor condición que el apetito del herbívoro o del carnívoro; ni es posible que, mientras el ojo, el oído y la inteligencia logran los respectivos objetos para los cuales fueron ordenados, sea vana e ilusoria la ordenación del apetito natural del hombre.
Si, pues, el apetito natural de la felicidad no puede ser vano, ni puede saciarse con bienes finitos, ni con la reunión de todos ellos, preciso es admitir que existe un Bien puro y sin mezcla, el Bien por esencia, el Soberano Bien, el único capaz de colmar nuestras aspiraciones; de otra suerte, la amplitud universal de nuestra voluntad sería un absurdo psicológico, algo radicalmente ininteligible y sin razón de ser.
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Lo que no exige nuestra naturaleza
¿Síguese de cuanto llevamos dicho que nuestro natural apetito de felicidad exija la visión inmediata de Dios, el Soberano Bien?
De ninguna manera. La visión inmediata de la esencia divina es esencialmente sobrenatural y, por tanto, gratuita, y en modo alguno debida a la naturaleza humana, ni tampoco a la angélica.
No otra cosa significó San Pablo al decir: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por el pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para aquellos que le aman. A nosotros, empero, Dios nos lo ha revelado por medio de su Espíritu; pues el Espíritu penetra todas las cosas, aun las más íntimas de Dios (I Cor. 2, 9).
Pero aparte la visión inmediata de la esencia divina y aparte también la fe cristiana, y muy por debajo de ambas, queda todavía el conocimiento natural de Dios, autor de la naturaleza, conocimiento al cual nos llevan las pruebas de su existencia.
De no haber el pecado original herido nuestras fuerzas morales, este conocimiento natural nos permitiría llegar a un amor natural eficaz de Dios, autor de la naturaleza, de Dios soberano Bien, conocido por vía natural.
Y en este conocimiento natural y en este amor natural y eficaz de Dios, el hombre, de haber sido creado en estado puramente natural, habría hallado la verdadera felicidad, si no la absolutamente perfecta, que consiste en la bienaventuranza sobrenatural o visión inmediata de Dios, por lo menos, una verdadera felicidad sólida y duradera; porque este amor natural de Dios, siendo eficaz, orienta nuestra vida hacia Él y nos proporciona realmente el reposo en Él, al menos en el orden natural, dentro de los límites propios de nuestra naturaleza.
Tal habría sido, en el estado natural, la suerte del alma inmortal de los justos tras la prueba de esta vida. El alma naturalmente desea vivir siempre; y ese deseo natural no puede ser vano (Santo Tomás, I, q. 75, a. 6).
Pero el caso es muy distinto: gratuitamente hemos recibido de Dios mucho más; hemos recibido la gracia, germen de la gloria, y con ella la fe sobrenatural y el amor sobrenatural de Dios, autor de la naturaleza y de la gracia.
Para nosotros, cristianos, la prueba de que hablamos se confirma grandemente por la felicidad o la paz que ya acá en la tierra encontramos en la unión con Dios.
Aun antes de poseer la felicidad perfecta, que es la del cielo, hemos hallado la verdadera felicidad, muy superior a cuanto puede el discurso filosófico vislumbrar, en el amor sincero, eficaz y generoso del Soberano Bien, sobre todas las cosas y sobre nosotros mismos, y en la ordenación cada día más profunda de nuestra vida hacia Él.
A pesar de las tristezas de la vida presente, a veces abrumadoras, hemos hallado la verdadera felicidad o la paz, por lo menos la de lo íntimo de nuestra alma, en el amor de Dios sobre todas las cosas; porque la paz es la tranquilidad del orden; y, amando a Dios, estamos unidos al principio de donde dimana el orden y la vida.
Nuestra prueba se confirma así grandemente por la experiencia profunda de la vida cristiana, en la cual se realiza la palabra de Jesucristo: Pacem relinquo vobis, pacem meam do vobis, non quomodo mundus dat, ego do vobis. (loann. 14, 27).
El Salvador nos ha dado la paz, no por la acumulación de placeres, de riquezas y de honores, de gloria y de poder, sino por la unión con Dios. Y de tal manera nos ha dado paz sólida y duradera, que puede conservárnosla y nos la conserva, como lo predijo, aun en medio de las persecuciones: Beati pauperes… Beati qui esuriunt et sitiunt iustitiam… Beati qui persecutionem patiuntur propter iustitiam, quoniam ipsorum est regnum cælorum. (Matth. 5, 10).
El reino de los cielos está ya en ellos, por cuanto en la unión con Dios tienen por la caridad la vida eterna incoada.
Epicuro se gloriaba de poder con su doctrina proporcionar a sus discípulos la felicidad aun en medio de los tormentos del toro de Falaris, que era un toro de bronce puesto al rojo, dentro del cual moría uno carbonizado.
Cosa tan ardua sólo Jesús ha conseguido de los mártires, dándoles la paz y la verdadera felicidad por la unión con Dios aun en medio del suplicio.
La prueba que discutimos se confirma, finalmente, de una manera extraordinaria por la experiencia espiritual íntima, en la medida de la unión de cada uno con Dios; porque Dios, mediante el don de sabiduría, se digna manifestarse en nosotros como vida de nuestra vida: Dios se manifiesta en nosotros como principio del amor filial que hacia sí mismo nos inspira.
