PODER DE SAN JOSÉ EN EL CIELO
No siempre la gloria y el poder de los justos sobre la tierra están en la medida exacta de su santidad; pero no es así con la gloria y el poder de que están revestidos en el Cielo, donde cada uno es recompensado según sus obras. Cuanto más santos a los ojos de Dios, más sublime es el grado de poder y autoridad.
Sentado este principio, ¿podemos dudar de que entre los Bienaventurados que son objeto de nuestro culto, San José es, después de María Santísima, el más poderoso de todos delante de Dios, y el que con más derecho merece nuestros homenajes y nuestra confianza?
En efecto, ¡cuántos gloriosos privilegios lo distinguen de los demás Santos, que nos inspiran hacia Él una profunda y tierna devoción!
El Hijo de Dios, que eligió a San José para Padre suyo, recibió de Él los cuidados de tal, y le tributó en cambio el más tierno amor durante su vida mortal, no lo ama menos en el Cielo.
Feliz de tener la eternidad entera para dar a su dilecto Padre todo lo que este hizo por Él en el tiempo, con tan ardiente celo, con una fidelidad tan inviolable y una humildad tan profunda, está Jesús siempre dispuesto a escuchar favorablemente todas sus oraciones y a satisfacer todos sus deseos.
Entre los privilegios y gracias de que fue colmado el antiguo José, que no es más que una imagen de nuestro glorioso Patriarca, vemos una figura del crédito todopoderoso de que goza en el Cielo el Santo Esposo de María.
Faraón, para recompensar los servicios que había recibido del joven hijo de Jacob, lo nombró intendente general de su casa y dueño de todos sus bienes, queriendo que cada cosa se hiciera de acuerdo con su criterio. Después de haberlo establecido virrey de Egipto, le confió el sello de su autoridad real, y le dio pleno poder para otorgar todas las gracias que quisiera conceder.
Ordenó que fuese llamado Salvador del mundo, a fin de que sus súbditos supieran que a él le debían la salvación; y por último, enviaba a José a todos los que venían a solicitar algún favor: Ite ad Joseph, a fin de que los obtuvieran de su autoridad y le demostraran su gratitud. Id a José, y haced cuanto él os dijere, y recibid de él todo lo que quiera daros.
¡Cuánto más maravillosos y capaces de inspirarnos una ilimitada confianza son los privilegios del casto Esposo de María y del Padre Adoptivo del Salvador!… No se trata de un rey de la tierra, como Faraón, sino que es Dios omnipotente quien ha querido colmar de sus favores a este nuevo José.
Comienza por establecerlo como dueño y cabeza venerable de la Sagrada Familia; quiere que todos le obedezcan y le estén sometidos, hasta su propio Hijo, que es igual a Él en todo. Lo nombra su virrey, queriendo que represente a su adorable Persona, hasta darle el privilegio de usar su nombre y ser llamado Padre de su Unigénito.
Pone en sus manos a este Hijo, para hacer saber que le da el poder de conceder cualquier gracia. Ved cómo hace publicar en el Evangelio por toda la tierra y en todos los siglos, que San José es el padre del Rey de los reyes. Quiere que sea llamado el salvador del mundo, porque es el que alimentó y conservó al que es salvación de los hombres.
Finalmente., nos advierte que si deseamos gracias y favores, es a San José a quien debemos dirigirnos: Ite ad Joseph, pues que Él tiene todo poder junto al Rey de reyes para obtener cuanto pide.
La Santa Iglesia reconoce este poder soberano de San José, pues que por su intercesión pide todo lo que no puede obtener por sí misma.
Algunos Santos — dice Santo Tomás— recibieron de Dios el poder de socorrernos en determinadas necesidades particulares; pero el poder de San José no tiene límites: se extiende a todas las necesidades, y cualquiera que recurra a él con fe, está seguro de ser pronto escuchado.
Santa Teresa dice que jamás pidió nada a Dios por intermedio de San José, que no lo haya obtenido; y este testimonio vale por mil, por cuanto está fundado en la comprobación diaria de sus beneficios.
Los demás Santos gozan, es verdad, de un gran poder en el Cielo; pero ellos interceden suplicando como siervos, no mandan como dueños. San José, en cambio, que vio a Jesús y a María sujetos a su autoridad, tiene ante ambos un poder ilimitado, y todo lo obtiene del Rey su Hijo y de la Reina su Esposa; y como lo afirma Gersón: José, más que pedir, manda.
Jesús — dice San Bernardino de Siena— quiere continuar en el cielo dando a San José pruebas de su respeto filial, satisfaciendo todos sus deseos.
En efecto, ¿qué podría negar Nuestro Señor Jesucristo a San José, si nada le negó durante su vida mortal?
Moisés, que tan sólo fue cabeza y conductor del pueblo de Israel, tuvo ante Dios tal poder, que cuando rogó en favor de ese pueblo rebelde e incorregible, su oración pareció más bien un mandato, que ató, por así decirlo, las manos de Dios impidiéndole castigar a los culpables.
¡Cuánta mayor virtud y poder tendrá la oración que San José hace por nosotros al Soberano Juez, siendo que fue su padre adoptivo!
Pues que si es cierto — como dice San Bernardo— que Jesús, nuestro abogado ante su Padre, le presenta sus Sagradas Llagas y la Sangre adorable que derramó por nuestra salvación; si María, por su parte, hace valer el haber criado y alimentado al Hijo único del Eterno, ¿no podemos añadir que José muestra al Hijo y a la Madre las manos que tanto trabajaron, y los sudores que bañaron su frente para ganarles el sustento?
Y si Dios Padre no puede negar nada a su Hijo cuando le pide en nombre de sus Llagas, ni el Hijo negar a su Madre Santísima cuando le conjura por su Maternidad, ¿no creeremos que ni el Hijo ni la Madre, convertida en dispensadora de todas las gracias que Jesús nos ha merecido, no pueden negar nada al glorioso San José, cuando este les ruega invocando todo lo que Él hizo en los treinta años de su vida?
Imaginemos que nuestro Santo Protector dirige por nosotros a Jesucristo, su Hijo adoptivo, esta conmovedora plegaria: ¡Oh, Hijo mío, dignaos derramar vuestras más abundantes gracias sobre mis más fieles siervos! Os lo pido por el dulce nombre de padre con que tantas veces me habéis honrado; por estos brazos que os recibieron y acariciaron en vuestro nacimiento, y que os llevaron a Egipto para salvaros del furor de Herodes. Os lo pido por las lágrimas que enjugué de vuestros ojos, por aquella Sangre preciosa que recogí en vuestra circuncisión, por los trabajos y fatigas que soporté con tanta alegría para nutriros en vuestra infancia y fortaleceros en vuestra juventud…
¿Podrá Jesús, tan lleno de caridad, resistir a esta oración?… Y si está escrito que Dios hace la voluntad de los que le temen, ¿cómo puede negarse a hacer la de aquel que le sirvió y alimentó con tanta fidelidad, con tanto amor?
Pero lo que debe redoblar nuestra confianza en San José, es su inefable caridad hacia nosotros. Jesús, haciéndose su Hijo, puso en su corazón un amor más tierno que el del mejor de los padres.
¿Y no somos nosotros sus hijos, así como Jesús es nuestro Hermano, y María, su Santa Esposa, nuestra Madre plena de misericordia?…
Volvámonos, pues a San José con una viva y plena confianza, que su oración, unida a la de María y presentada a Dios en nombre de la infancia adorable de Jesucristo, no sólo no puede ser rechazada, sino que debe obtenernos todo cuanto pide.
El poder de San José es ilimitado, y se extiende a todas las necesidades de nuestra alma y de nuestro cuerpo, pero es especialmente en nuestra última hora, cuando el infierno redoble sus esfuerzos para apoderarse de nuestra alma; es en aquel momento decisivo para nuestra salvación cuando San José nos asistirá de una manera toda particular… siempre que hayamos sido fieles en honrarlo e invocarlo durante nuestra vida.
El divino Salvador, para recompensarlo por haberle librado de la muerte de manos de Herodes, le dio el privilegio especial de librar de las insidias del demonio y de la muerte eterna a los moribundos que se ponen bajo su protección. Y este es el motivo por el cual se lo invoca con María en todo el mundo católico, como Patrono de la buena muerte.
¡Qué felices seríamos si pudiéramos morir como tantos fieles siervos de Dios, pronunciando los nombres tan dulces y tan a propósito para reavivar nuestra confianza, los nombres todopoderosos de Jesús, María y José!…
El Hijo de Dios —dice el venerable Bernardo de Bustis—, dueño de las llaves del cielo, le dio una a María y la otra a José, a fin de que pudieran introducir a todos sus servidores en el lugar del descanso y de la paz.
Tomemos la firme resolución de amarlo, honrarlo y servirlo todos los días de nuestra vida. Redoblemos nuestro celo en propagar esta dulce y amable devoción a San José; sirvámonos de toda nuestra influencia, usemos de todos los medios que nuestro corazón nos inspire, para aumentar cada día el número de sus devotos.
Nuestra perseverancia en propagar su culto nos merecerá favores especiales de Jesús y de María, quienes aman con un amor especial a las almas fieles en hacer conocer y bendecir doquiera y siempre a aquel que, después de haber estado unido con ellos estrechamente en la tierra, reina ahora con ellos en el esplendor de los santos.
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EL MAYOR DE LOS SANTOS DESPUÉS DE MARÍA
Fue una especie de lugar común entre los teólogos, a partir del siglo XVI, comparar la grandeza de San José con la de otros Santos para precisar el lugar que le correspondía en la Asamblea de los que Dios ha coronado en el Cielo.
En sus discusiones citaban a menudo el texto precursor de San Gregorio Nacianceno, quien había escrito: El Señor ha reunido en José, como en el sol, toda la luz y el esplendor que los demás santos tienen juntos.
Es indudable que cuando Dios predestina un alma a una misión le otorga todos los dones necesarios para su realización. Ahora bien, después de la de María Santísima, Madre del Verbo Encarnado, ¿qué otra función sobrepasa o incluso iguala la de San José, Padre Adoptivo de Cristo y Esposo de su Madre?
Comparándole, pues, a María, se decía justamente que después de Ella ninguna criatura había estado tan cerca del Verbo Encarnado y que ninguna, en consecuencia, había poseído en el mismo grado la gracia santificante.
León XIII, en su Encíclica Quamquam pluries, se hacía eco de esa misma opinión: Ciertamente, la dignidad de Madre de Dios es tan alta que nada la puede sobrepasar. Sin embargo, como existe entre la Bienaventurada Virgen y José un lazo conyugal, no cabe duda de que éste se aproximó más que nadie a esa dignidad supereminente que coloca a la Madre de Dios muy por encima de todas las demás criaturas.
Por haber llevado en sus brazos a quien es el corazón y el alma misma de la Iglesia, se le consideraba más grande que San Pedro, sobre el que Jesús quiso edificar su Iglesia. Y por haber vivido durante treinta años en la intimidad de Cristo y en la meditación constante del espectáculo de su vida, se estimaba su grandeza superior a la de San Pablo, quien, sin embargo, había recibido la revelación de tan sublimes misterios. Se le consideraba también más grande que Juan el Evangelista, que había tenido el privilegio de posar una vez su cabeza en el pecho del Salvador, mientras que Él había sentido a menudo los latidos de su corazón infantil. Y más grande que los demás Apóstoles, que propagaron el nombre adorable de Jesús, pero que José mismo le impuso…
Más difícil era tratar de colocarle por encima de San Juan Bautista, a causa de las palabras de Jesús: En verdad os digo que no ha habido nadie más grande que él entre los hijos de mujer. Dificultad que se resolvió diciendo que Jesús, al pronunciar estas palabras, quiso establecer una comparación con los profetas del Antiguo Testamento, los cuales anunciaban al Cristo futuro, mientras que Juan Bautista le anunció cuando ya había venido, mostrándole, por decirlo así, con el dedo.
Puede decirse, por otra parte, que esas palabras de Jesús no tenían más objeto que comparar a Juan Bautista, el Profeta más grande del Antiguo Testamento, con la nueva grandeza que confiere a un elegido la llamada al reino de los cielos, un reino del que la Iglesia representa la primera fase; por eso añadió Jesús aquella palabras que pueden traducirse así: Por grande que sea Juan Bautista, que cierra el Antiguo Testamento, su grandeza no es nada ante la del más pequeño de los cristianos.
La doctrina de la preeminencia de San José sobre todos los demás Santos se presenta actualmente con garantías de seria probabilidad, y tiende a convertirse en enseñanza comúnmente admitida en la Iglesia. La declaración de León XIII, antes citada, es particularmente reveladora en este punto.
Otros problemas concernientes a presuntos privilegios de San José que se le quieren atribuir como prolongación de los de María, siguen siendo objeto de discusión entre los teólogos.
Hay que reconocer que sus conclusiones, cuando pretenden ser afirmativas, reposan sobre bases más débiles.
No se trata, por supuesto, de considerar a San José exento del pecado original, pero algunos piensan que pudo ser santificado en el seno de su madre. Dicen que si este privilegio les fue concedido a algunos Santos, como Jeremías y San Juan Bautista, no le pudo ser negado al esposo de la Virgen María, cuya grandiosa predestinación sobrepasa con mucho la de esos personajes. Tal es la opinión de Gersón, de San Alfonso María de Ligorio y de muchos otros teólogos.
La misión de Padre Adoptivo de Jesús, que le coloca tan cerca del Redentor, requiere, según ellos, que fuese santo antes de nacer.
Los teólogos que profesan una opinión contraria objetan que siendo la santificación desde el seno maternal un favor excepcional concedido sólo con vistas a una utilidad común, no le era necesaria a San José antes de nacer, pues su oficio no comenzó realmente hasta que se convirtió en prometido de María.
Los pareceres están igualmente divididos cuando se discute si la concupiscencia se hallaba en San José no suprimida, pero sí encadenada o paralizada por una gracia especial, hasta el punto de permitirle evitar todo pecado, incluso el venial.
Se trata de una tesis indemostrable. La concesión de un privilegio tan especial, tan absoluto, tan completo, no puede ser considerada como algo imposible incluso para un hombre venido a este mundo con la mancha del pecado original, pero tampoco puede ser objeto de una demostración teológica. Todo lo que se puede afirmar es que San José, confirmado con la gracia desde sus esponsales con María, beneficiándose constantemente de la proximidad de la que había sido concebida inmaculada, y no habiéndose resistido nunca a las gracias actuales que recibía, vio aumentar constantemente en su alma ese tesoro sobrenatural; pudo elevarse así a un estado de tan eminente perfección que el pecado le fue extraño en la medida en que esto es posible para una criatura humana.
Algunos autores, entre ellos San Bernardino de Siena, San Francisco de Sales y Bossuet, e incluso varios Padres de la Iglesia, consideran como seguro que San José fue uno de los Santos de que nos habla el Evangelio (Mt. 27, 52-53) que abandonaron sus tumbas tras la muerte de Jesús y se aparecieron a muchos en Jerusalén.
Santo Tomás dice a este respecto que su resurrección fue definitiva y absoluta; y San Francisco de Sales llega a decir que si es cierto —como debemos creer— que, en virtud del Santísimo Sacramento que recibimos, nuestros cuerpos resucitarán en el día del juicio, no cabe duda que Nuestro Señor haría subir al Cielo en cuerpo y alma, al glorioso San José, que tuvo el honor y la gracia de llevarle a menudo en sus benditos brazos…
Los que comparten esta opinión hacen valer como argumento que Jesús, al escoger una escolta de resucitados para afirmar aún más su propia resurrección y dar más brillo a su triunfo, tuvo que incluir entre ellos y colocar en primera fila a su Padre Adoptivo; por otra parte, sin la asunción gloriosa de San José en cuerpo y alma, la Sagrada Familia, reconstituida en el Cielo, habría tenido una nota discordante en su exaltación gloriosa.
Para expresar la grandeza de San José basta, pensando en la humildad con que quiso vivir, evocar las palabras de Jesús: El que se humille como un niño, ese será el más grande en el reino de los cielos.
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Oh bienaventurado San José, dignísimo de ser venerado, amado e invocado por sobre todos los Santos, ya por la excelencia de vuestras virtudes, como por la altura de vuestra gloria y el poder de vuestra intercesión ante Dios: en la presencia de Jesús, que os ha elegido por Padre, y de María, que os aceptó por Esposo, yo os tomo desde ahora como abogado, protector y padre. Me obligo a no olvidaros jamás, a honraros, y a propagar vuestro culto todos los días de mi vida. Y Vos dignaos, os lo ruego, querido Padre mío; dignaos recibirme en el número de vuestros hijos; asistidme en todas mis obras, y sobre todo no me abandonéis en la hora de la muerte. Así sea.

