ESTUDIOS DOCTRINALES: LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS: EL HOGAR PUERTAS ADENTRO

EL HOGAR PUERTAS ADENTRO

El Rosario en familia: fragua de almas santas

El hogar cristiano es el ambiente ideal para la educación de los hijos.

Se ha dicho que el alma de un hombre al nacer es como una tabla lisa en la que nada se ha escrito todavía. Eso es cierto; pero no lo es menos que se puede comparar también el alma del niño a una esponja seca, sin empapar, pero ávida de llenarse del líquido en el que sea sumergida.

Y si el alma infantil es una esponja, el ambiente familiar en que el niño nace y se desarrolla es el mar en, que esa esponja es arrojada. Quiérase o no se quiera, ese ambiente influirá de tal manera en el niño que será su primer y principal factor de educación…o de deseducación.

Un ambiente familiar en que reine el orden, el respeto, el amor, la obediencia, la fe cristiana será, aunque no haya ninguna lección teórica y ninguna exhortación de palabra, una escuela de orden, de respeto, de amor, de obediencia, de fe cristiana y de todas las virtudes.

Por el contrario, una familia en que reine el desorden, la inmoralidad, la indisciplina, la indiferencia religiosa y en que brille por su ausencia la caridad, será fatal e irremisiblemente una escuela en la que el niño aprenderá todos esos defectos, por más que haya una legión de profesores y preceptores que se esfuercen en enseñarle lo contrario.

Esta es la ley general, esta es la regla ordinaria; lo contrario no serán más que raras y contadas excepciones, efectos de esas dos realidades misteriosas: la gracia de Dios y la libertad del hombre. Como normal y ordinariamente una esponja sumergida en un líquido, sea cual fuere, perfumado o maloliente, transparente o turbio, aséptico o miasmático, queda impregnada y llena de ese mismo líquido, así también un niño recibe necesariamente la profunda huella del ambiente familiar en que discurre su vida, sobre todo en los primeros años.

De donde se deduce la ley fundamental de la educación familiar: crear en el hogar un ambiente en el que se contengan y se respiren las cualidades y virtudes que se quieren ver impresas en el alma del niño.

Con esto está hecho casi todo; sin esto no conseguiremos casi nada. Las lecciones y consejos que se dan de palabra quedarán casi totalmente anuladas si contra ellas están las lecciones que se dan con la vida.

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Testimonios decisivos

En demostración de esta verdad es fácil aducir testimonios, tan abundantes como perentorios.

Pío XI en su gran Encíclica sobre la educación afirma tajantemente:

El primer ambiente natural y necesario de la educación es la familia, destinada precisamente para esto por el Creador. De modo que regularmente la educación más eficaz y duradera es la que se recibe en la familia cristiana bien ordenada y disciplinada, tanto más eficaz cuanto resplandezca en ella más claro y constante el buen ejemplo de los padres, sobre todo, y de los demás miembros de la familia
(Encíclica Divini illius Magistri).

El 69° Congreso de las Obras para los Adolescentes de Francia, celebrado en Angers del 8 al 12 de abril de 1958, entre sus conclusiones estableció la siguiente:

La familia, a pesar de las deficiencias de hecho, es el medio providencial por excelencia para la educación. El adolescente sentirá menor tendencia a liberarse de ella, en la medida en que se sienta mejor comprendido y pueda colaborar en su propia educación.

Por eso, siendo de tanta importancia formativa el ambiente familiar, se lamentaba Pío XI de la tendencia moderna de alejar cada vez más de la familia a los niños desde sus más tiernos años, con varios pretextos, ora económicos, ora políticos, y, sobre todo, de que en ciertos países se arrancara a los niños del seno de la familia para deformarlos (Encíclica Divini illius Magistri).

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Elementos constitutivos del ambiente familiar

El ambiente familiar es algo sumamente complejo que resulta de la acción conjunta de todos los elementos que intervienen en la vida familiar.

Si analizamos detenidamente su génesis veremos en seguida que está constituido por dos clases de factores: unos materiales, como el hogar o vivienda, mobiliario, etc., y otros personales, o sea, todos los seres humanos que por una u otra razón conviven en la familia, empezando por los padres.

Todos esos elementos, con su actuación consciente o inconsciente, dan como resultado ese ambiente familiar, tan complejo y sutil como importante. Evidentemente, tienen mucha mayor importancia las personas que constituyen la familia que el marco en que se desenvuelven, que es el hogar; pero unos y otro dejan sentir su peso para formar ese ambiente familiar, el cual recibe su configuración peculiar no de algunos actos solemnes y poco frecuentes, sino más bien de un sinnúmero de hechos al parecer pequeños e imponderables.

De ese ambiente, que tanta influencia tiene en la educación, puede decirse lo que el Cardenal Goma dice de ésta: Es el punto de convergencia de todas las fuerzas de la familia.

Lo importante es, pues, conjugar y orientar todos esos elementos para que lleguemos a conseguir la atmósfera educativa ideal dentro del hogar: un ambiente de paz, donde el alma delicada de los niños pueda ir realizando esa lenta metamorfosis que les conduzca al desarrollo completo de su personalidad sin violentas sacudidas traumáticas; un ambiente de alegría y optimismo, donde los hijos se encuentren a gusto y reciban sin resistencia la acción formativa de sus padres; un ambiente de respeto afectuoso por parte de los hijos, que ven en sus progenitores como un retrato de Dios; un ambiente de ternura amorosa por parte de los padres, que aman a sus hijos; un ambiente de orden, de limpieza, de una sobria elegancia material, que sea como un estímulo y acicate para la pulcritud espiritual; un ambiente de moralidad acrisolada, donde se dé culto a la virtud y, sobre todo, un ambiente de profunda y sincera fe cristiana, confesada con las palabras, vivida con las obras y coronada por la reina de las virtudes cristianas que es la caridad.

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Ante todo, el ejemplo de los padres

De entre todos los factores que influyen en la creación del ambiente familiar, ninguno más importante que el ejemplo de los padres.

Lo indicaba ya Pío XI en las palabras de su Encíclica sobre la educación que hemos citado hace poco y lo recalca Pío XII en uno de sus más hermosos discursos:

¡El ejemplo de los padres! ¿Quién no conoce su insustituible eficacia? La oración del padre y de la madre con los hijos; la concienzuda fidelidad a la santificación de las fiestas; el lenguaje respetuoso cuando se trata de la religión y de la Iglesia; ¡honesta, leal, irreprensible conducta de vida! (Discurso a cuarenta mil mujeres de A.C. Italiana, del 24-VII-1948).

La gran santa castellana Teresa de Jesús, con su profunda intuición, da tal importancia á éste ejemplo de los padres que, a su juicio, es medio suficiente de educación perfecta. Por eso empieza el libro maravilloso de su vida con estas palabras: El tener padres virtuosos y temerosos de Dios me bastara, si yo no fuera tan ruin, con lo que el Señor me favorecía, para ser buena.

Y no sólo afirma ese principio teórico; más adelante se complace en hacer constar también sus consecuencias prácticas: Éramos tres hermanas y nueve hermanos. Todos se parecieron a sus padres, por la bondad de Dios, en ser virtuosos.

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Unidad de acción del padre y de la madre

Para que los padres puedan de veras crear el clima ideal para la educación en el seno del hogar se impone, ante todo, que el buen ejemplo parta tanto del padre como de la madre y que reine entre ambos la más perfecta armonía y unidad de acción en la obra educativa.

Nacido de la unión, el hijo no se formará, no se desarrollará sino gracias a ella. La atmósfera de tempestades y borrascas le perjudica, por lo menos tanto como a las flores.

La falta de unidad entre el padre y la madre, las desavenencias entre uno y otra no solamente tienen como consecuencia el impedir que se forme el ambiente ideal para la educación familiar, sino que crean positivamente un clima nocivo en tan alto grado, que la casi totalidad de los niños desequilibrados, anormales morales o delincuentes, pertenecen a familias donde el padre y la madre no viven en buena armonía.

Para conseguir esta concordia y unidad de acción, en orden a crear el ambiente familiar ideal para la educación, los padres procurarán observar las siguientes normas, que bien pudieran denominarse el Decálogo de la armonía de los padres:

I. Esforzarse por vivir en concordia y parecerlo.

II. No disputar jamás ante los hijos.

III. No reprocharse ante ellos mutuamente por las faltas o defectos.

IV. No dar uno a los hijos órdenes contradictorias a las del otro.

V. No autorizar el uno a espaldas del otro lo que éste prohíbe.

VI. No tomar jamás a un hijo por confidente de los disgustos o desavenencias que tengan entre sí los padres.

VII. No aludir jamás ante los hijos a los defectos o faltas del otro cónyuge.

VIII. No hacer ni decir uno nada que pueda perjudicar al respeto de los hijos al otro.

IX. No hablar jamás uno de los padres a un hijo de algo prohibiéndole luego tratar de ello con el otro.

X. Reforzarse siempre mutuamente la autoridad ante los hijos.

Esta unidad de acción y concordia no supone que el padre haga abandono de sus prerrogativas de cabeza rectora de la familia, sino todo lo contrario. Por eso ha escrito muy acertadamente el Cardenal Gomá: Tenga el padre la autoridad suprema en la obra educadora, y que esta autoridad sea la forma de la unidad en la labor común. Busquen ambos esposos el mejor modo de educar a sus hijos según su temperamento, edad y condición personal. Para ello conciértense, ayúdense en el pensar, hablar y obrar.

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¿Qué han de hacer los padres para conseguir el ambiente familiar ideal?

El espíritu del neopaganismo materialista y del naturalismo acecha y amenaza hoy como nunca la vida familiar. Los padres han de procurar con todo empeño alejar ese peligro, contra el cual ha dicho Pío XII: no hay sino un remedio: la firmeza de la fe en los padres que engendren también en los hijos una fe inconmovible. ¡Firmeza en la fe! Por tanto, nada de superficialidades, nada de formas sin contenido, ni de piedad por mero sentimentalismo. Los usos piadosos tradicionales en la familia cristiana, comenzando por el crucifijo y las imágenes santas, deben ciertamente ser tenidos en el máximo honor. Pero ellos deben tener su verdadero sentido, y lo tendrán realmente si están fundados en una íntima fe sólida, en cuyo centro se encuentren las grandes verdades religiosas. ¡Qué inmenso valor tiene, por ejemplo, el pensamiento de la omnipresencia de Dios para el hombre practicante y creyente! ¡Qué incomparable ayuda para la educación de los hijos! (Discurso a cuarenta mil mujeres de A.C. Italiana).

Además de ese espíritu de fe han de procurar los padres que no frecuenten su casa sino personas virtuosas y favorecer todo lo que sea conducente a procurar la virtud de sus hijos. Santa Teresa testifica cuánto le ayudaba en su niñez no ver en sus padres favor sino para la virtud y ponderaba cuán mal hacen los padres que no procuran que vean sus hijos siempre cosas de virtud de todas maneras.

Las prácticas religiosas familiares son uno de los medios más eficaces para la formación del sentido religioso, gracias a la influencia ambiental que ejercen en el alma de los niños. La costumbre de bendecir la mesa antes de- comer, de rezar colectivamente el Angelus, de observar fielmente los ayunos y abstinencias, etc., rodea la vida familiar de un impalpable hálito religioso que penetra y cala más hondo las almas infantiles que todas las lecciones y exhortaciones.

Por otra parte; hay que procurar que esas prácticas no sean muchas en número ni largas en su duración para evitar una reacción irreligiosa y que se hagan antipáticas o contraproducentes.

Muy provechosa es también la costumbre de bendecir cada mañana los padres a los-hijos, haciéndoles la señal de la Cruz en la frente, la de leer cada noche algún breve fragmento de la vida de los santos o de los Evangelios.

Entre las prácticas religiosas que más pueden contribuir a formar un elevado ambiente familiar está, sin duda alguna, la del rezo del Rosario en familia. Se ha dicho muchas veces que el hogar cristiano es como un templo, y es verdad; pues bien, en ese templo los sacerdotes son los padres de familia, y el pueblo fiel son los hijos. Y la oración más apropiada para esa liturgia familiar es, sin duda alguna, el Santo Rosario: por los misterios que se meditan en él; por las oraciones vocales que en él se rezan ha sido llamado el Salterio de los fieles.

Mucho puede contribuir también a la formación de ese ambiente ideal educativo la práctica familia de los tiempos del Ciclo Litúrgico.

Un último medio de crear ese ambiente es la celebración con sentido cristiano de las festividades y acontecimientos familiares. Sobre todo hay, que dar este sentido cristiano a los acontecimientos fúnebres. Ese es el gran momento de cultivar en el corazón de los hijos la consoladora esperanza y la cristiana resignación; esa es la gran ocasión de conseguir que los hijos adquieran el sentido de eternidad, el sentido de trascendencia de la vida humana; ese es el momento de hacer comprender a los hijos, para los cuales la vida parece no presentar más que sonrisas, la vanidad y caducidad de las cosas presentes y el valor de las eternas.

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Los hermanos

Después de las personas de los padres el factor más importante del ambiente familiar son, indudablemente, los hermanos.

Bajo este aspecto, las familias numerosas tienen muchos más medios para llegar a crear el ambiente familiar ideal. Las familias de un solo hijo o de sólo dos están en franca inferioridad.

Muchos hijos son, en cierto sentido, más fáciles de educar: se benefician unos a otros con un conocimiento que les será muy útil más adelante; el «roce de caracteres» les dará flexibilidad y, sin duda alguna, la solidaridad que les unirá les será en la vida un precioso sostén en las horas de lucha o de sufrimiento.

El hijo único tiene el gran peligro del egoísmo, de orientarlo y referirlo todo a sí al versé único objeto de los constantes desvelos de sus padres; los hijos de familia numerosa comprenden más fácilmente la idea de amor al prójimo, de colaboración, de trabajo en común.

En la formación del ambiente familiar, tienen especial importancia los hermanos mayores. Ellos deben servir para educar a los menores, cosa que, al mismo tiempo, les educa a ellos.

Todos los aprendizajes que han de hacerse en casa, como comer o vestirse solos, pueden ser enseñados a los más pequeños por los mayores, simplificando así la tarea de los padres.

No se puede consentir que un niño que sabe hacer una cosa quede pasivo ante su hermano menor que no sabe hacerla y quiere hacerla. De esta manera, los hermanos mayores, no tan sólo hacen más fácil la educación de los menores, sino que perfeccionan la suya y se acostumbran al sentido de responsabilidad con la conciencia de haber hecho algo útil.

Esta intervención de los hermanos mayores debe ser amistosa y no autoritaria.

Particularmente interesante es el que en una familia haya hermanos de uno y otro sexo. La convivencia de hermanos y hermanas en la atmósfera de amor tierno del hogar cristiano ayudará mucho a los hijos varones a ver en las jóvenes algo más que «mujeres», a conocer la capacidad de amor y sacrificio que tiene la mujer, a practicar en su recto sentido y en sus justos límites el culto caballeresco hacia el sexo débil, a respetar e incluso a defender el honor de la mujer.

¡A cuántos jóvenes les ha servido de freno y de motivo de hondas reflexiones esta pregunta: «¿Quisieras que alguien hiciera con tu hermana lo que tu pasión te sugiere que hagas con tal o cual muchacha?»!

La existencia de varios hermanos, pese a lo que llevamos dicho, tiene con todo algunos peligros, que los padres se han de esforzar en superar.

El primero de ellos, el de los celos entre hermanos. Sobre todo cuando un hijo ha sido varios años único o el que, como benjamín de la familia, polarizaba el cariño de todos, y luego la familia se ve aumentada con otro hermanito, hay el peligro de que se mire al nuevo vástago, por parte del hijo anterior, como un intruso, un competidor.

Para evitar este inconveniente, los padres han de tener un gran sentido de justicia y han de amar a todos y cada uno de sus hijos con un amor si se quiere especial, pero también sin preferencias, y sin preferencias han de distribuir entre sus hijos los vestidos, los juguetes… las caricias y los besos.

Es natural que ciertos objetos, libros o vestidos que han pertenecido a un hermano mayor y luego éste ha dejado en buen uso, sean aprovechados para los hermanos menores; pero aun en esto estará bien tener la delicadeza de retirarlos y ocultarlos algún tiempo para que luego no se vea que pasan directamente del mayor al menor, creando en éste un sentimiento de inferioridad enojosa.

Estén muy sobre aviso los padres para no dejar crecer en su corazón sentimientos de preferencia por ningún hijo, y aun dado el caso que contra su voluntad tales preferencias existieran en su interior, nunca se manifiesten al exterior.

Otro peligro que hay que evitar, para que el trato entre hermanos resulte beneficioso, es el de la mutua delación o denuncia ante los padres. No tratándose de cosas graves, debe evitarse esa práctica que desharía el clima de mutua confianza y entibiaría el mutuo amor. Si los padres han procurado cultivar en los hijos el espíritu de solidaridad y al mismo tiempo el sentimiento de nobleza, no será difícil conseguir que sea el mismo culpable el que se delate a sí mismo y reconozca humildemente su falta.

En este caso los padres deben alabar esta generosa sinceridad y disminuir por ella la reprensión e incluso el castigo. Si se trata a los hijos con nobleza, ellos, de ordinario, reaccionarán con nobleza. Por eso, en vez de las mutuas delaciones pueden los padres cultivar ese espíritu de propia y humilde acusación, mientras los hijos son pequeños, en reuniones íntimas en las que cada uno diga con sinceridad alguna falta externa que hubiere cometido.

En cambio, los padres deben fomentar todo lo que sea ayuda mutua entre hermanos, sobre todo cuando ésta suponga algún sacrificio. Eso fortalecerá los lazos del amor, lo elevará y lo depurará y hará que cale más hondo el sentimiento de solidaridad con la familia. Y este espíritu hay que cultivarlo no sólo durante los tiernos años de los hijos, sino incluso cuando ya éstos son mayores.

El que los hermanos mayores contribuyan con su sueldo a levantar las cargas de la familia; el que retrasen algún tiempo prudencial el momento de contraer matrimonio para mejor ayudar a los pequeños; el que se impongan luego sacrificios para sostener a los padres ancianos, será efecto feliz de ese espíritu de caridad y solidaridad que se cultivó constantemente en la familia.

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Abuelos, tíos, amigos

En el ambiente familiar pueden influir también de una manera extraordinaria otras personas, y entre ellas sobresalen los abuelos. Son el máximo exponente de la tradición familiar y de la autoridad. Los hijos y los nietos los han de mirar con el máximo respeto, por una parte, y con la máxima ternura, por otra.

Los abuelos, a su vez, han de procurar no entorpecer, sino favorecer la obra educativa de sus hijos para con sus nietos. Han de guardarse de convertirse en defensores de las flaquezas o debilidades de éstos y de mermar la autoridad paterna, la que, por el contrario, procurarán siempre robustecer.

Si en alguna ocasión ven algo que creen desacertado en la educación de sus nietos, más que intervenir directamente, lo que deben hacer es indicar en privado a su hijo su punto de vista y dejar las cosas al juicio de éste, que es, en definitiva, el que tiene la patria potestad y la gracia de estado.

Semejante es la actitud que han de adoptar los tíos y sobre todo las tías que acaso convivan con la familia.

Los amigos de los hijos también forman en cierto sentido parte de las personas que constituyen el ambiente familiar. Los padres pueden intentar, sobre todo cuando los hijos son pequeños, orientar a sus hijos a que escojan, como amigos a determinados niños de buenas costumbres y que viven en un buen ambiente familiar; pero si no consiguen que sus hijos amen como amigos a los que ellos quisieran, en manera alguna deben tratar de imponérselos; sería inútil y contraproducente.

Por otra parte, deben abrir gustosos las puertas de su hogar a los amigos que escoja su hijo, aunque no sean tan buenos como fueran de desear. Cerrándoles la puerta, los padres no conseguirían atenuar en manera alguna los efectos de esas cualidades negativas de los amigos y empujarían prácticamente a su hijo a que desarrollara la vida social con ellos en la clandestinidad.

En cambio, abriéndoles franca y acogedoramente las puertas de su casa podrá observar más de cerca, vigilar con más eficacia, influir con más conocimiento de causa en el desarrollo de esa amistad y hasta quizá volverla saludable y positivamente provechosa.

Una amistad que se desarrolla a la vista de los padres, pierde automáticamente casi todo lo que tiene o pudiera tener de virulento; en cambio, una amistad buena a la que se le cierren las puertas del hogar, está-en peligro de torcerse por peligrosos derroteros.

Sólo en el caso extremo de que algún hijo tomase por amigo a algún joven sumido en el vicio o de influencia moral deletérea sería aconsejable una actitud de oposición radical por parte de los padres.

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El hogar material o vivienda

Aunque influya en el ambiente familiar menos que las personas, no por eso deja de tener su importancia, para formar ese ambiente, el marco material en que se desenvuelve la vida de familia, o sea la vivienda.

El ideal no es una vivienda palaciega, ni siquiera lujosa y fastuosa; vale mucho más para la educación que sea una vivienda digna, amplia y suficiente, pero sin excesos de ornamentación y riqueza.

Es fundamental que tenga la suficiente amplitud para que haya la debida separación entre padres e hijos y aun de los hijos entre sí en los dormitorios, atendiendo al sexo y a la edad.

Muy de desear es que además de los lugares destinados al descanso, haya una sala acogedora en que de ordinario se desenvuelva la vida familiar.

Y que esa vivienda sea rica en sol, en aire y en luz. Por lo que hace a la ornamentación, lo mejor es una sobria elegancia. Lo mismo hay que decir de los muebles.

Lo que sí es de veras importante es que, cualquiera que sea la amplitud y riqueza de la vivienda, brille siempre en ella la limpieza y el orden. Una casa limpia parece que reclama limpieza de cuerpo y alma en los que la habitan. Una casa ordenada acostumbra al orden a sus moradores. Guarda el orden, y el orden te guardará, decían los antiguos.

En este último punto hay que insistir. Debe ser norma de los padres a los hijos: Un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio. Este orden exterior y esta norma de orden harán insensible, pero eficazmente, que los hijos sean ordenados en sus cosas.

Un último detalle: en la ornamentación del hogar no deben faltar algunos. Símbolos e imágenes religiosas.

No con profusión barroca ni por espíritu farisaico, sino como testimonio externo de la fe cristiana.

En cambio, deben desterrarse en absoluto los adornos que respiren mundanidad o sensualidad: ciertos cuadros, ciertas figuritas o estatuitas de loza o porcelana, ciertas estampas de almanaques que se ven a veces en algunos hogares son un insulto a la Cruz que preside la casa, un peligro para la inocencia de los hijos y un elocuente testimonio de la inconsciencia o necedad de los padres.

Efecto de este conjunto de detalles ha de ser que el hogar sea algo que haga alegre la vida de cuantos viven en él. Esa alegría es una necesidad porque la alegría favorece la salud física, no menos que la moral, facilita el despertar de la inteligencia, aparta el peligro del vicio y de la corrupción y contribuye a que florezca la virtud. Los niños alegres y contentos son de ordinario los más sanos.

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¡Convivencia, no sólo coexistencia en el hogar!

Supuesto ese clima, ese ambiente de orden, de alegría, de fe, de religiosidad, de honradez en el hogar, la obra de la educación, de los hijos puede decirse que en su mayor y principal parte está ya hecha.

Basta con que vivan en la familia, que convivan en ella, que se sumerjan gustosos en ese ambiente, que se abran por todos sus poros para recibir la saludable influencia de ese conjunto de elementos beneficiosos que se dan cita en la vida del hogar, de esos imponderables pero eficaces medios de formación que por divina disposición notan, como las motas en el aire, dentro del seno de la familia.

Basta vivir el amor familiar, tanto en su sentido ascensional, de hijos a padres, como en el sentido descendente, de padres a hijos, como en el sentido horizontal, de hermanos a hermanos.

Vivir la vida de familia con todas sus alegrías, lo cual da espíritu optimista para las luchas de la vida; con todas las estrecheces que las circunstancias impongan, lo cual hace desarrollar el sentido de solidaridad; con el debido respeto a la jerarquía familiar, lo cual hace que se desarrolle el sentido de disciplina y obediencia; con la santa libertad que cada uno siente en su propio ambiente, lo cual hace que se desarrolle el sentido de espontaneidad e iniciativa; con espíritu de fe y religiosidad, el cual hace que el cristianismo penetre hasta lo más hondo del alma, no por un conducto fríamente racional y meramente intelectual, sino por un íntimo y cálido hálito vital.

Vivir así la vida de familia no es sólo vivirla, sino más bien conviviría. Y es justamente esa convivencia el gran secreto de la educación familiar. Desde el momento en que un hijo en el seno de la familia empieza a sentirse incómodo, o molesto, desde el punto en que empieza a cerrarse en sí mismo, desde el instante en que adopta una actitud defensiva, puede decirse que para él cesa la convivencia familiar con todos los benéficos influjos que ejerce.

Entonces más que convivencia tenemos una mera coexistencia familiar.

Se coexiste, pero no se convive en la familia, de una manera semejante a como coexisten sin convivir las personas que se hospedan en un hotel.

Cuando los padres observen síntomas de que un hijo empieza a cerrarse, a sustraerse de la vida de familia, que indaguen prudentemente las causas y que procuren aplicar el oportuno remedio.

Aunque los hijos sean mayores, si verdaderamente conviven con la familia experimentan los saludables influjos de la misma.

¿Por qué limitarse a coexistir cuando se puede convivir hasta el último momento?

La vida de familia, cuando en ella se convive, es una verdadera simbiosis espiritual. Cada uno recibe el saludable influjo del ambiente, pero al mismo tiempo cada uno aporta a ese ambiente el calor y el matiz de su personalidad. Desde el momento en que uno empieza a cerrarse y a distanciarse, se convierte en parásito de la familia. Vive a expensas de ella sin aportar nada. Y todo parásito, a la larga, y no muy a la larga, resulta molesto y nocivo.

¡Por favor, simbiosis sí, parasitismo no, en la vida familiar!

Los padres —él sobre todo— son los primeros que han de procurar no ser parásitos en el ambiente de la familia. Además de ser antinatural, ello es profundamente antipedagógico; aunque, por desgracia, demasiado frecuente. Pero además han de procurar que todos y cada uno de los hijos aporten con alegría vital su granito de arena a esa convivencia familiar. No resignarse a que los hijos coexistan, y cuando esto empieza a suceder por parte de alguno, a buscar las causas con diligencia y aplicarle los remedios con eficacia.

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Las reuniones de familia

En pocas ocasiones la vida hogareña alcanza un grado más elevado de calor y de interés que en las reuniones de familia, sobre todo cuando con motivo de algún acontecimiento familiar se dan cita a la sombra del abuelo las diversas estirpes o cuando acuden al seno del hogar los hijos mayores que ya lo habían abandonado.

Estas asambleas patriarcales, en las que se vive con plena intensidad el amor humano con todas sus saludables y elevadas influencias, debieran ser menos superficiales de lo que lo son con frecuencia para no ahogar la sencillez, la naturalidad y la espontaneidad, y supuesto esto, debieran ser más frecuentes por sus benéficos influjos.

Ellas deben servir al niño para ver un núcleo de gente que saben jugar a una misma cosa, que saben hablar de un mismo tema, y para presenciar que, cuando surge el desacuerdo, el sentimiento de familia se impone y armoniza el conflicto venciendo el amor propio y el orgullo.

Dentro del círculo de familia el niño debe acostumbrarse a una sociedad cuyos miembros ni se devoran, ni se insultan, ni se separan por una idea o tendencia, sino que saben convivir gozosamente.

Además de estas reuniones de familia que bien podríamos llamar extraordinarias o solemnes, hay otras que tienen más bien el carácter de ordinarias e íntimas; más todavía, de diarias. Tales son, por ejemplo, las comidas en las que los hijos como retoños de olivos se sientan al derredor de la mesa del padre.

Ese es uno de los momentos más íntimos de convivencia familiar y que más se prestan al benéfico influjo del ambiente del hogar. Durante la comida tendrán los padres multitud de ocasiones de corregir las manifestaciones de gula, celos, ira que den sus hijos mientras son pequeños; de inculcarles los buenos modales y las maneras delicadas cuando son mayorcitos; de hacerles tener un dominio eficaz de sus apetitos y tendencias cuando se acercan a la pubertad y de irles dando ocasionalmente multitud de lecciones prácticas sobre los mil acontecimientos e incidencias de la vida mediante los oportunos comentarios cuando ya son mayores.

La mesa familiar es la mejor cátedra de pedagogía desde la cual los padres —pedagogos y educadores por antonomasia— dan sus lecciones no frías, sistemáticas y abstractas, sino llenas de afecto, en el ameno desorden en que la ocasión las presenta, concretas y vividas.

Para que eso pueda así suceder, el ambiente de las comidas familiares debe ser alegre.

Preguntan muchas veces algunos padres si se debe permitir a los niños hablar en la mesa o no.

Cuando hay invitados es muy natural que se imponga a los niños pequeños una mayor circunspección y recato en el hablar, y en toda ocasión debe frenarse la excesiva locuacidad de los irreflexivos y atolondrados; pero es indiscutible que una mesa en que gravite sobre un niño la prohibición de hablar, es una mesa en la que se encontrará incómodo, molesto y fuera de lugar.

Cierto que debe imponérseles el respeto a los mayores e inculcarles la norma bíblica de que sean propensos a escuchar y tardos para hablar; pero no es menos cierto que los mismos defectos que cometa el niño al hablar ofrecen al padre una buena ocasión de corregirlo.

Por eso es un error prohibir a rajatabla a los niños tomar parte en la conversación familiar. Antes que a esa prohibición sería preferible recurrir a que comieran los niños pequeños en mesa aparte, si ello, es posible.

Las comidas son una hermosa ocasión de convivencia familiar pero no la única. Los paseos domingueros de los padres con los hijos pequeños, las excursiones de toda la familia al campo libre y otras de este género, pueden y deben ser aprovechadas por los padres para actuar como educadores de sus hijos por medio de esa paternal y eficaz convivencia con ellos.

Lo natural y lo pedagógico es que los padres pasen junto con sus hijos, mientras son niños, esas tardes festivas en ameno y sano solaz; lo antinatural y antipedagógico es que el padre vaya al café, la madre salga de tertulia y los niños queden o en manos de criadas irresponsables, o navegando a la deriva en ese alborotado y peligroso mar de las calles y plazas de nuestras ciudades.

Esto es lo más frecuente; pero no es un secreto para nadie la lamentable decadencia de la educación familiar.

Hacen falta, menos lamentos estériles de estos efectos, y más decisión para atajar los males en sus causas.