EL ATELIER DE SAN JOSÉ: CON JESÚS Y MARÍA EN EGIPTO

JOSÉ CON JESÚS Y MARÍA EN EGIPTO

Herodes había ordenado a los Magos que volvieran a darle noticias del Niño recién nacido, una vez que lo hubiesen hallado; porque, según expresó, también él quería ir a adorarlo. El verdadero motivo porque deseaba saber dónde se hallaba, era para darle muerte; pues temía que un día le arrebatara el trono.

Esperó por algún tiempo el regreso de los Magos; pero luego, no viéndolos reaparecer, perdió la esperanza de encontrar al Niño, aunque no perdió la esperanza ni el deseo de hacerlo morir; y para conseguir su intento, tomó la bárbara resolución de hacer matar en Belén y sus alrededores a todos los niños de dos años para abajo, por juzgar que así el nacido Rey no escaparía a la muerte.

Pero Dios velaba sobre el Divino Infante. Y he aquí que una noche, mientras José dormía tranquilamente fue despertado por un Ángel del Señor, que le dijo: Levántate presto, toma al Niño y a su Madre, huye a Egipto, y permanece allí hasta que yo te avise, porque Herodes lo busca para hacerlo morir.

A estas palabras, José se levanta sin tardar, despierta a María y le comunica la orden del Ángel, y el peligro de perder a Jesús. Reunió las pocas provisiones de que podía disponer y, con Jesús y María, a quienes procuró una humilde cabalgadura, se encaminó hacia Egipto.

Mientras los Magos regresaban al Oriente, San José huía hacia Occidente llevando consigo a María y al Niño.

Pueden aducirse las siguientes razones de por qué Jesucristo escogió a Egipto como lugar de su refugio:

Primero, porque esa región era la más segura de las asechanzas de Herodes y otros enemigos.

Segundo, porque Abrahán, Jacob, José y todos los hijos de Israel durante doscientos años, habitaron en Egipto, y de allá fueron sacados por Dios por medio de Moisés. Este hecho era la figura y el tipo de la llamada de Jesús desde Egipto, según la profecía de Oseas: «De Egipto he llamado a mi Hijo».

Tercero, para destruir la idolatría y hacer adorar al verdadero Dios. En efecto, Egipto estaba lleno de ídolos y supersticiones.

Allá se adoraban el perro, el cocodrilo, el gato, el ternero, el carnero, el cabrón y otras bestias y divinidades.

Al arribo de Jesús a Egipto, cayeron los ídolos, como escribe San Jerónimo. Por esto, en Egipto florecieron tanto la fe y la santidad que produjeron los Antonios, los Pablos, los Macarios y muchísimos monjes y ermitaños, que llevaron sobre la Tierra una vida angelical, de modo que —como dice san Juan Crisóstomo— Egipto fue trasformado por Jesucristo en un Paraíso.

Al tomar el camino de Egipto, San José se acordaría de aquel otro José que, dieciocho siglos antes, tuvo que seguir la misma ruta cuando fue vendido por sus hermanos.

Se iba, dejando detrás de Él su hogar, su tranquilidad, sus útiles de trabajo, sin saber lo que encontraría allá ni cuánto tiempo duraría su exilio. Mira angustiado a Jesús y María, preguntándose cómo podrán soportar este éxodo inhumano. De hecho, sin la vigilancia de José, jamás Jesús habría estado más desamparado, más abandonado, más expuesto a todos los peligros.

Con toda seguridad tuvieron que pasar varias noches al raso. De día, evitarían atravesar pueblos y ciudades, mirando atrás con frecuencia para comprobar que nadie les perseguía. En las encrucijadas, se plantearían qué camino tomar, temiendo preguntar a alguien. Las gentes que encontraban en el camino los contemplaban con extrañeza, preguntándose por qué esos tres pobres seres viajaban así, sin escolta, camino de tierras deshabitadas e incultas.

Mientras allá lejos, en Jerusalén, Herodes daba órdenes sanguinarias para asesinar a los niños de Belén, ellos seguían caminando sin reposo, deteniéndose tan solo para que María pudiese dar de mamar al Niño o para aliviar su sed y llenar su bota de agua en una fuente.

Durante aquel viaje, ocurrió el siguiente episodio, que narran San Anselmo y otros: Pasando José con María y Jesús por aquellos solitarios desiertos, una banda de ladrones, saliendo de improviso de sus cuevas, los detuvieron para robarles. Pero el jefe de ellos, prendado de la divina belleza del Niño y del aspecto majestuoso de la Madre, no sólo los dejó en libertad, sino que, viéndolos cansados por el largo viaje, quiso también conducirlos a su cueva, y en ella les brindó abrigo y alimento. Por esta acción fue después remunerado con largueza, pues obtuvo la gracia de la conversión estando a punto de morir. Aquel hombre, según la Tradición, es Dimas, el mismo ladrón que, crucificado con Jesucristo en el Calvario, oyó que le decía: Hoy estarás conmigo en el Paraíso.

Exhaustos, extenuados, con sus vestiduras rotas y los pies llagados por la larga marcha, llegarían a la frontera de Egipto. Sólo entonces cesó la opresión de su corazón, aunque para ser sustituida por la pena de entrar en un país que, tras haber perseguido a sus antepasados, se había convertido en sede de la impiedad y la idolatría. Allí se adoraba cualquier criatura: el sol, el cocodrilo, el buey…, todo excepto al verdadero Dios.

Cuando atravesaron la frontera, las estatuas de los ídolos cayeron de su pedestal y se rompieron en mil pedazos, conforme al texto de Isaías: Ved cómo Yahvé… llega a Egipto; ante él tiemblan todos los ídolos… (18, 1).

Franqueada la frontera, les quedaban todavía seis largas jornadas de marcha para alcanzar el corazón del país. Atravesaron las aguas del Nilo, recordando que en ellas habían abrevado los rebaños de Jacob y flotado el canastillo en que fue depositado Moisés.

La Tradición dice que la Sagrada Familia pasó algún tiempo en Heliópolis, donde había una importante colonia de judíos emigrados y donde Ptolomeo Filométer había permitido la construcción de un templo que casi rivalizaba con el de Jerusalén en riqueza, esplendor y veneración.

Esa misma Tradición señala otros lugares en los que la Sagrada Familia vivió sucesivamente, lo que se explicaba por las dificultades de San José para encontrar trabajo. Cuando se es pobre y extranjero, no se conoce el idioma del país, no se tienen herramientas propias, y para colmo, no se pueden dar más que vagas explicaciones sobre los motivos de la expatriación, ¡cuántas miradas recelosas y sonrisas insolentes hay que soportar!

Se reproducirían las mismas escenas que en Belén. En busca de un empleo, por humilde que fuese, iría a llamar en todas las puertas, preguntando tímidamente dónde podría encontrar trabajo. Soportaría todas las decepciones con el mismo temple resignado: No me importa pasar hambre —diría en su oración—, pero, Señor, no permitas que a mi esposa le falte el pan. Y, siguiendo vagas indicaciones, reanudaría su busca.

Con seguridad, conocería frecuentemente las prolongadas estancias en las plazas públicas, donde los patronos contrataban obreros para duros trabajos mal retribuidos a los que no estaba acostumbrado. Si bien, al regresar a casa, por la tarde, la ternura de María y las sonrisas de Jesús, al tomarle en sus brazos, le proporcionaban un consuelo y un estímulo inefables.

Pero refiere la Tradición que los habitantes de allí, aunque idólatras en su mayor parte, cuando empezaron a conocer a Jesús, a María y a José, prendados de su majestad y gracia encantadora, y especialmente, de la belleza sobrehumana del Divino Infante; no sólo no les causaron molestia alguna, sino que los colmaron de bondades y cortesías.

Es muy posible también que María, para ayudar a su esposo, tuviera que ponerse a bordar y tejer con sus hábiles dedos. Y podemos imaginárnosla por las calles para llevar su labor acabada o recoger alguna otra, como todavía lo hacen hoy las humildes costureras.

Precarias, igualmente, debieron ser sus moradas sucesivas a lo largo de sus diversos desplazamientos por aquellos lugares en que no había colonias judías para procurarles un refugio: chozas o cabañas de paja construidas tal vez por él mismo junto a un muro o una casa en ruinas. Otras veces tendrían que contentarse con un abrigo provisional bajo los arcos o las bóvedas de un monumento.

En Egipto conocieron, con toda seguridad, la soledad, la miseria, con su cortejo de males de todas clases. Los tomarían por galileos aventureros que se habían trasladado a Egipto con la esperanza falaz de encontrar allí una vida más fácil, y se encogerían de hombros ante tal candor. En cuanto a ellos, se guardarían muy mucho de revelar las verdaderas causas de su exilio, y, para extremar la prudencia, procurarían no pronunciar jamás el nombre de Belén.

Pero María y José no protestaban jamás de su suerte y su pobreza. ¿Acaso el mismo Jesús no les había dado ejemplo en el misterio de su nacimiento…? Habían comprendido que había escogido voluntariamente venir a este mundo en un establo. Para darse ánimo, les bastaba con pensar que la vida de privaciones que rodeaba al Niño era conforme con sus designios y aceptaban alegremente prolongar el misterio de Belén.

En cuanto a la duración de la permanencia de la Sagrada Familia en Egipto, las opiniones de los Santos Padres y de los antiguos escritores no concuerdan. Lo cierto es que permaneció hasta el día en que el Ángel, después de la muerte de Herodes, ordenó a San José que regresara a su país.

En las almas vulgares, el sentimiento de la confianza aleja de ellas toda duda acerca de la bondad de Dios; pero esa confianza es inquieta, afanosa, al punto que, por así decirlo, querría indicar a la divina providencia la forma en que desea ser auxiliada.

Por el contrario, en las almas verdaderamente interiores la confianza las estimula al abandono total en las manos de Dios, que las lleva a gozarse en la privación de todo medio humano y a gustarlo como un verdadero regalo, porque estas almas desean, en verdad, entregarse enteramente al Padre Celestial y conformarse en todo a su santa voluntad.

Esta sumisión a la Providencia nos conserva en una perfecta tranquilidad en medio de las contradicciones más dolorosas, y en una ecuanimidad admirable en las vicisitudes más dolorosas de la vida.

Tal fue la maravillosa confianza en Dios que tuvo San José en su fuga y en su permanencia en Egipto.

El Ángel le había dicho: Quédate allá, hasta que yo te lo diga. Y el Santo Patriarca no le preguntó al mensajero cuánto tiempo había de durar su destierro; permaneció en Egipto sin quejarse, sin turbarse, sin pedir ni una sola vez a Dios que le abreviara el destierro y lo volviera a la patria. Y no fue ciertamente porque le faltaran los sufrimientos en aquel país idólatra.

Lo que puede consolarnos y hacernos perseverar con paciencia en el estado en que Dios nos ha puesto, es la compañía de María y la unión con Jesús, que endulzaron para San José los rigores del destierro.

El ejemplo de San José viviendo en una tan perfecta armonía entre los desórdenes y supersticiones del Egipto idólatra, es muy oportuno para alentar a las almas piadosas que la Providencia ha querido dejar en el mundo en medio de las ocasiones, de las tentaciones más peligrosas. Dios Nuestro Señor las cuidará, si se mantienen unidos a Jesús y a María, como San José.