
Extraido del libro del P. Jesús Bufanda, S.I. «Teología del más allá» Edit. Razón y Fe-1951
CAPITULO VII
El limbo de los niños
Es de fe, al menos por que así lo enseña la Iglesia en su magisterio universal, que los que mueren con sólo el pecado original están privados para siempre de la visión de Dios, que hace eternamente felices a los bienaventurados.
Enseñaron lo contrario los pelagianos. según éstos, en efecto, los niños que no han recibido el bautismo, y que por consiguiente no estaban libres del pecado original, y que por otra parte, no habían cometido pecado alguno grave o leve, puesto que no tenían edad para pecar, no iban al Reino de los Cielos, pero gozaban de la visión clara de Dios. En otras palabras: ponían esos herejes un lugar intermedio de felicidad entre los bienaventurados y los condenados al Infierno, y en ese lugar se disfrutaba de la visión clara de Dios como disfrutaban los bienaventurados en el Cielo.
La Iglesia, sin embargo, proclamó solemnemente en el Concilio de Trento (año 1547) la doctrina siguiente: Si alguien dijere que los párvulos…nada tiene en sí del pecado original que sea menester borrarlo con la ablución regeneradora (del Bautismo), para conseguir la vida eterna (es decir el Cielo), sea anatema. (1)
Por su parte, el Concilio de Florencia (año 1439) en su decreto para los griegos, después de enseñar que las almas de los que mueren en gracia de Dios y nada tienen que purgar por sus culpas, son recibidas en el Cielo y ven claramente la esencia de Dios, continua de esta manera. En cambio, las almas de aquellos que mueren en pecado mortal, o aún con sólo el original, descienden luego al Infierno para sufrir allí penas desiguales (2). Aquí no se dice expresamente que los que mueren con sólo el pecado original están privados de la visisón beatífica, pero sí se afirma con palabras equivalentes. Se dice en efecto, que las almas de los que mueren en grecia y nada tienen que purgar ven a Dios claramente en el Cielo, y a esas almas se contraponen las de aquellos que mueren en el pecado mortal yo solamente con el original; luego es evidente según la doctrina del Concilio, que estas últimas no ven a Dios.
Lo mismo, y con las mismas palabras había ya enseñado, como verdad de fe, el segundo Concilio de Lyon, en la profesión de fe propuesta al emperador griego Miguel Paleólogo (3). Inocencio III, en una carta escrita a Imberto, arzobispo de Arles, dice así: «La pena del pecado original es la carencia de la visión de Dios; la del mortal, el tormento del Infierno eterno» (4). No hay, pues, duda de ninguna clase. según la doctrina católica, los que mueren con sólo el pecado original están excluidos de la visión clara de Dios que hace felices a los bienaventurados.
Pero, aparte de eso, ¿sufren alguna otra pena? ¿Tiene también algo más que atormente sus cuerpos a sus almas como atormenta el fuego del Infierno a los condenados? A esta pregunta se responde hoy en día, por casi todos los teólogos, que no; que fuera de estar privados de la visión de Dios de que gozan los bienaventurados, los que mueren con sólo el pecado original no sufren otra pena ninguna, e incluso llevan una existencia naturalmente feliz. Esta doctrina puede darse hoy en día como probabilísima e incluso moralmente cierta. Pero antes de traer razones las razones que la prueben, digamos unas palabras acerca de quienes han tenido diverso parecer.
1ª OPINIÓN
Y sean el primero el gran San Agustín. Echábale en cara Juliano, su contemporáneo y adversario suyo, ser intolerable y absurda la doctrina de quienes afirmaban, que en el castigo del pecado original, los niños muertos sin Bautismo sufrían el fuego del Infierno. Si San Agustín hubiera sido de contrario parecer, todo se reduciría a negar que él enseñara aquella doctrina. Pero su respuesta, lejos de expresarse de ese modo, viene a confirmar que era verdad lo que Juliano le echaba en cara. dice así, en efecto, el gran Obispo de Hipona: » Si los niños que mueren sin Bautismo no son librados del poder de las tinieblas, y por lo mismo no son traídos al Reino de la Luz, ¿por qué te admiras de que haya que estar en el fuego eterno con el Diablo aquel a quien no se permite la entrada en el Reino de Dios? ¿Es, tal vez, que porque los pelagianos señalan a los niños no bautizados un lugar de quietud y de vida eterna fuera del Reino de Dios, va a ser falsa la sentencia de Cristo, cuando dice: El que creyere y se bautizare, se salvará, y el que no creyere, se condenará? (San Marcos, 16,16)» (5).
Aunque este texto es suficientemente claro, lo es tal vez más el que sigue, tomado de uno de sus sermones: » Cuando venga el Señor a juzgar a los vivos y a los muertos, según lo enseña el Evangelio, hará dos grupos : el uno a la derecha, el otro a la izquierda. A los que estén a la izquierda les dirá: «Id al fuego eterno». A los de la derecha: «Venid, benditos de mi Padre, poseed el Reino». Aquí nombra el Reino, allí la condenación. No queda lugar en el medio donde puedas poner a los niños. Juzgará a los vivos y a los muertos. Los unos estarán a la diestra, los otros a la izquierda. Yo no conozco otro lugar….Lo que no están a la diestra estarán lejos, a la izquierda. Luego, los que no están en el Reino, estarán en el fuego eterno. ¿O es que puede tener la vida eterna los que no reciben el bautismo?….Os he explicado lo que es el Reino y lo que es el fuego eterno, para que reconozcas que cuando un niño no estará en el Reino, confieses que estará en el fuego eterno.» (6) Ni son estas palabras las únicas citadas en que expresa claramente su pensamiento, sino que hay otras muchas en ese mismo pasaje.
Con San Agustín han sentido otros grandes santos, doctores y escritores eclesiásticos, como San Fulgencio, San Isidoro de Sevilla, San Anselmo, San Jerónimo, Gregorio de Rímini, Petavio, Noris, Bertí y otros muchos, sobre todo agustinos.
2º OPINIÓN
Por el contrario, los Padres griegos, Sto. Tomás, San Buenaventura, Escoto, Suaréz, (7), y, hoy en día, la inmensa mayoría de los teólogos, enseñan que, fuera de no ver a Dios, nada tienen que sufrir los que mueren con sólo el pecado original, doctrina ésta que se ha de dar como probabilísima, más aún, como moralmente cierta, según antes indicamos. A los que defienden lo contrario se les designa con el calificativo nada envidiable de atormentadores de niños, sobrenombre que se aplica, sobre todo en Gregorio de Rímini, que fue elegido superior general de los Agustinos en 1357.
Verdad es que el Concilio de Florencia, en su decreto para los griegos, enseña que las almas de los que mueren en gracia y nada tiene que purgar van enseguida al Cielo, y en cambio, las de aquellos que mueren en pecado mortal o incluso únicamente con el original, van al Infierno, donde son castigados con penas desiguales, palabras éstas que ya estaban como doctrina de fe en la profesión de Miguel Paleólogo (8 )
Según, pues, estos documentos, tenemos que, tanto los que mueren en pecado mortal como los que mueren con sólo el original, van al Infierno. En esto no hay dificultad, pues ya antes explicamos que en el lenguaje de los documentos eclesiásticos se designa como condenados a todos aquellos que están privados para siempre de ver a Dios, que es lo que pasa también a cuantos mueren con el pecado original. Pero esos mismos documentos nos dan una segunda enseñanza, y es que los que mueren con sólo el pecado original, sufren penas distintas de los que mueren en pecado mortal. Consiguientemente, no tienen pena de sentido, sino sólo pena de daño, la de no ver a Dios.
En efecto, si además de la pena a castigo de no ver a Dios, tuvieran también que sufrir la pena de sentido, en ese caso sufrirían las mismas penas que los condenados, contra lo que dicen los documentos. Ni vale responder que aunque los que mueran con sólo el pecado original tengan pena de sentido se entienden perfectamente lo que aquellos dicen, ya que esa pena puede ser menor que la de los condenados. Digo que ése no es el sentido obvio de los Concilios de Florencia y de Lyon. Los condenados también sufrirán mayor o menor pena de sentido según sea mayor o menor el número y gravedad de sus culpas; luego, al enseñar aquellos que los que mueran con sólo el pecado original y los que se van de este mundo en pecado mortal tiene castigos diversos, parecen afirmar, o indicar al menos, que no tiene pena de sentido.
Igual significado tienen las palabras de la carta de Inocencio III que antes citamos: la pena del pecado original es la carencia de la visión de Dios; la del (pecado) actual, el tormento de un Infierno eterno (9). Aquí se expone taxativamente como pena del pecado original la pena de daño, la de no ver a Dios, y como pena del pecado mortal, el fuego del Infierno o pena de sentido. Consiguientemente, los que mueren con sólo el pecado original no tiene otra pena que la de no ver a Dios.
Favorable es también, a este nuestro modo de ver, la condenación de uno de los muchos errores del sínodo de Pistoya en Italia. Según este sínodo, los que niegan a quienes mueren con sólo el pecado original el fuego eterno (pena de sentido), y se contentan con la pena de daño, renuevan la fabula de los herejes pelagianos, los cuáles, según ya hemos visto, afirmaban a quienes mueren con sólo el pecado original tenían la visión de Dios, aunque no iban al Reino de los Cielos.
Pio VI, (año 1749) al condenar esa doctrina del sínodo de Pistoya, afirma que es, falsa, temeraria e injuriosa a las escuelas católicas. (10) Es verdad que aquí el Papa no afirma que los que mueren con sólo el pecado original no tiene otra pena que la del daño porque no trataba de dar doctrina positiva sin condenar los errores del sínodo de Pistoya; pero es también verdad que lo que el Pontífice dice favorece más a nuestra tesis, y que , por el contrario, contradice, más bien que aprueba, la de los contrarios.
Dejando ahora los documentos eclesiásticos, pasemos a argüir, con argumentos teológicos, no de autoridad, sino de razón. Estos se pueden reducir a los siguientes:
Primero. No hay razón ninguna para afirmar que aquellos que no cometieron ninguna culpa personal sean castigados con otra pena que la privación de un premio excepcional al que estaban destinados por pura benevolencia de Dios, ya que excede soberanamente la capacidad o posibilidad natural del hombre.
Segundo. Un tal castigo, es decir, un tormento positivo, sería contra la bondad de Dios.
En efecto, el mismo Dios, al crear el alma humana y dotarla de facultades espirítuales, memoria, entendimiento y voluntad, le ha señalado un fin al que por su misma naturaleza tiende, y del cual, por lo mismo, no será excluida, a no ser que ella misma cometa alguna culpa. Así como los ojos, por su naturaleza , ven, y los animales sienten y se reproducen, y las semillas naturalmente producen otras plantas, así las almas naturalmente viven para siempre y tienden a la felicidad natural. Luego Dios no ha de frustrar esa tendencia que Él mismo les ha dado, ni les ha de negar esa felicidad si ellas mismas, por su culpa, no se hacen indignas de ella. Y, por lo mismo, los que mueren con sólo el pecado original, pecado que ellos mismos personalmente no cometieron, sino que heredaron del progenitor del género humano al ser privados por culpa de aquél del derecho a nacer con la gracia santificante, no serán privados de la felicidad a la que naturalmente tienden por disposición del mismo Dios.
Consiguientemente, los que mueren con sólo el pecado original, tendrán una existencia feliz en la otra vida, como la tendría aquí un hombre a quien todas las cosas salieran conforme a su gusto no pecaminoso.
La misma privación de Dios (pena de daño), que atormenta a los condenados, por que por sus culpas personales se hicieron indignos de ese premio, no causará tristeza ninguna a los que mueren con sólo el pecado original, ya que nada saben de ese premio, y dado el caso que lo supieran, lo conocerían como enteramente desproporcionado a su capacidad natural. Nosotros no sentimos propiamente pena ninguna por no tener un olfato más finos y agudos de que están provistos algunos animales, porque nuestra naturaleza no esta hecha para esa finura.
La dificultad que tanta fuerza hemos visto hacía San Agustín de que el juicio universal habían de estar presentes todos los hombres y que los que no vayan al Cielo han de ir al Infierno, la resuelven fácilmente los teólogos. es verdad que los que mueren con sólo el pecado original están también presentes en aquel juicio, pero no para ser juzgados, ya que nada hicieron por lo que puedan serlo, sino para ver la Gloria del Juez. A su vez, los que son puestos a su derecha lo son por sus buenas obras, y los de la izquierda, por las malas. Como ellos no hicieron ni unas ni otras, no estarán ni entre los que vayan al Cielo ni entre los condenados al fuego eterno.
Si se pregunta cuántos son los que mueren con sólo el pecado original, la respuesta más prudente que puede darse es que su número es muy grande (pensemos por ejemplo en los abortos. Sólo en España hay más de 85.000 al año controlados oficialmente) Muchísimos de los niños paganos antes de la institución del bautismo, los niños de los hebreos que morían sin el bautismo sin la circuncisión o su equivalente , los que ahora mueren sin bautismo, y en fin, todos aquellos que aún llegados a la edad adulta y no estando bautizados, no tuvieron uso de razón para pecar, por demencia u otra cualquier enfermedad. Según parecer de los entendidos, muchísimos mueren en el seno de su madre antes de nacer, no ya sólo por la malicia de los hombres, sino incluso por causas meramente naturales, en las que para nada interviene la voluntad de los que le dieron el ser. Se pierde sencillamente su vida en el seno materno, como se pierde la de muchas flores en los árboles.
Preocupados por ello, los teólogos trataron de salvar el mayor número posible, pero llevados de su buena voluntad, algunos extendieron más de lo justo el número de los que podrían salvarse e ir a gozar de los premios de los bienaventurados.
OTRAS OPINIONES
Durando , Gerson y otros varios se equivocaron al enseñar que, aunque de ley ordinaria es necesario el bautismo para salvarse, sin embargo, algunos podrían conseguir su salvación por privilegio especial de Dios en gracia de la fe y las oraciones de sus padres.
El Cardenal Cayetano extendió aún más esta posibilidad, enseñando que no sólo por privilegio especial de Dios, sino incluso por ley ordinaria y común, podían salvarse, por los deseos y oraciones de sus progenitores, los niños de los cristianos a los que no se puede administrar el bautismo. a esta doctrina, Domingo Soto, domínico como Cayetano, la tuvo por herética, y el Papa San Pio V, también dominico, mandó que se retiraran los libros de Cayetano (11).
Aún en años tan recientes como 1949 y 1950, se ha tratado esta misma cuestión, llegando a preguntarse a por algún teólogo:» No se puede admitir que un votum baptismi de la Iglesia pueda suplir socialmente, al moriri un niño sin bautismo, lo que le falte personalmente?» En términos más comprensibles para muchos de nuestros lectores, esta pregunta equivale a la siguiente: ¿ No se puede admitir que la Iglesia, haciendo un acto de amor de Dios sobre todas las cosas, pueda suplir, en cuanto que ella es una sociedad instituida por Cristo para salvar a los hombres, el bautismo que no recibió un niño al que no se le pudo administrar?
A esto responderíamos sin vacilar: Roma tiene la última palabra; pero desde luego, ateniéndonos a lo que se ha venido enseñando en la Iglesia, y que puede designarse como la doctrina tradicional de la misma, hay que decir que ese votum baptismi de la Iglesia no se menciona nunca en los documentos eclesiásticos, y que no deja de parecer extraño. Se habla,sí, de un votum baptismi del mismo que debería recibir el de agua para salvarse; jamas de un votum baptismi de la Iglesia (12).
Ceremos ya este breve capítulo respondiendo a una cuestión que se ofrece espontáneamente.¿ Dónde esta el limbo de los niños? Nada cierto se puede deducir de la Escritura ni en la Tradición. Ni siquiera estan de acuerdo los teólogos en si han de permanecer en él para siempre los que allí vayan, pensando muchos, que una vez resucitados antes del juicio universal, al cual, como ya antes hemos indicado, se han de hallar presentes, morarán en la tierra una vez renovada despúes de su parcial destrucción por el fuego de la universal conflagración. En ella vivirán eternamente, no con cuerpos gloriosos, como los bienaventurados, pero si convenientemente modificados, de suerte qu enada tengan que sufrir, ni sea necesaría alimentación o bebida ninguna, no porque eso pida la naturaleza de los mismos, sino por disponerlo así el autor de la misma naturaleza, que no es otro que Dios.
Con esto podríamos dar por terminado el capítulo, si no surgiera una nueva pregunta, un nuevo problema que muchos autores ni siquiera mencionan al hablar de los Novísimos, y que , sin embargo, no carece de importancia ni deja de ofrecer cierta dificultad en su solución. El problema es el siguiente: ¿Qué sucede a los que mueren con el pecado original, y al mismo tiempo con uno o varios pecados veniales?
En la respuesta a estra cuestión, que no ha sido tratada en los documentos eclesiásticos, no están de acuerdo los teólogos. Los Concilios y documentos que citramos en el primer capítulo para probar que con la muerte queda irremediablemete definida la suerte del hombre para toda la eternidad, nos proponen los casos siguientes:
Primero. El de los que mueren en gracia de Dios y nada tiene qu epurgar, y de esos nos enseñan, como verdad de fe, que se van enseguida al Cielo.
Segundo. El de los que mueren en gracia de Dios y teiene que prestar alguna satisfacción por sius culpas. De estos nos enseñan que, prestada esa satisfacción en el Purgatorio, iran al Cielo para siempre.
Tercero. el de los que mueren en pecado mortal, de los cuales se nos dice que irán para siiempre al Infierno.
Cuarto. El de los que mueren con sólo el pecado original, de los cuáles hemos probado con documentos de la Iglesia y argumentos de razón que no verán a Dios claramente, pero que, fuera de eso, no tendrán que sufrir otra pena ninguna.
Parece que estaban hechas todas las hipótesis posible; pero no es así. queda aún un caso por resolver: el de aquellos que no mueren en gracia de Dios por tener el pecado original, pero que al mismo tiempo que con este pecado, mueren teniendo alguna o varias culpas veniales. Esas culpas merecen indudablemente alguna sanción. ¿ Cuál es esta? ¿Dónde debe prestarse?
Los teólogos no están de acuerdo para resolver este problema, y como la Iglesia nada ha dicho acerca de él, no resta sino que expongamos las diversas soluciones que se han intentando, y digamos finalmente lo que nos parece más aceptable.
ALGUNAS SOLUCIONES
Hay quien, como Arriaga, admite para esos que mueren con sólo el pecado original y uno o varios veniales un nuevo limbo (13); pero generalmente no se admite tal doctrina, porque no se encuentra ni en la Escritura ni en la Tradición.
Otros, con Santo Tomás, niegan que ese caso se dé realmente, y por lo mismo, no es necesaria solución ninguna. Nunca sucederá, dicen, que un hombre muera con sólo el pecado original, como sucede con los niños de corta edad, o si se trata de personas mayores, cometerá antes de morir algún pecado mortal (14).
Pero esa hipótesis es enteramente inadmisible. ¿Por qué ha de ser mortal el primer pecado que cometa un hombre? Y si es venial ¿Por qué no puede morir antes de cometer el primer pecado mortal? (un párvulo con pecado original al uso de razón puede cometer un pecado venial, por ejemplo una mentira, y morir con ella) Dada la cantidad de hombres que mueren sin conseguir el perdón del pecado original, y dado que mueren en todas las edades, no sólo parece posible, sino aun probable, e incluso certísimo, que a lo largo de la Historia habrá habido muchos, muchísimos, que hayan muerto con el pecado original y uno o varios veniales antes de cometer un pecado mortal. pensemos que muchos pueden, incluso, hallarse tan faltos de luces, que carezcan de libertad y conocimiento suficientes para hacer un pecado con plena deliberación, aunque puedan pecar venialmente. Esos tales, tratándose de personas no bautizadas, morirían con el pecado original y muchos veniales, sin llegar a cometer nunca un sólo pecado mortal. En todo caso, la hipótesis hecha por Santo Tomás no es cierta, y por lo mismo, podemos proseguir inquiriendo que pasaría si realmente sucediera que alguno muriese con sólo el pecado original y uno o varios veniales.
En ese caso, responde el Santo, tendría que sufrir en el Infierno una pena eterna, porque sus culpas veniales no perdonadas exigirían una sanción eterna. (15) Estarían en situación análoga a los que mueren con pecados mortales y veniales no perdonados. Esos tales, según ya vimos al tratar de la mitigación de las penas, sufren, según Santo Tomás, una pena eterna por sus culpas veniales. Más así como allí abandonamos este parecer por otro que nos parecía más razonable, así también aquí lo dejamos por parecernos excesivamente duro. A un pecado venial, tal vez de los más pequeños ¿lo había de sancionar Dios con una pena eterna en el Infierno, únicamente porque quien lo había cometido murió también con el pecado original, culpa ésta por la que ya hemos probado que Dios no da otro castigo que el privarlos de la visión beatífica, dándoles, sin embargo, una felicidad natural?
El mismo Suárez, para quien este parecer se le hace muy difícil de admitir, viene, sin embargo, a dar una solución que se diferencia poco de la precedente. De esos tales dice: » que tal vez serán detenidos perpetuamente en el limbo…, y allí padecerán alguna tristeza» (16). de suerte que no los envía al Infierno de los condenados, como Santo Tomás, pero sí les asigna una pena eterna, como la había señalado también por sus culpas veniales no perdonadas, e incluso por las mortales ya perdonadas, por las que aún se debía alguna satisfacción a todos los condenados, según vimos en el capítulo del Infierno, al hablar de la mitigación de las penas. Allí rechazamos su parecer, y tampoco aquí admitimos que una culpa venial tenga una sanción eterna, sea en el Infierno sea en el limbo.
No queda, pues, sino una de estas dos soluciones: Primera. Admitir que aunque no se perdone la culpa, la pena ha de ser temporal, por tratarse de culpas veniales, al igual que dijimos al hablar del Infierno. Segunda.Admitir que los que mueren con sólo el pecado original y uno o varios veniales, al encontrarse ya separados de sus cuerpos y de los impedimentos naturales, conocen y aman a Dios naturalmente y detestan sus culpas en cuanto son ofensas a Dios, esos actos de conocimiento, amor y detestación, no merecen, desde luego, el perdón, porque son meramente naturales y porque aunque estuvieran hechos en gracia de Dios, esta ya acabado el tiempo de merecer y desmerecer. Sin embargo, detestado ya el pecado en cuanto es ofensa de la divina Majestad, Dios lo perdona generosamente, porque quiere perdonarlo, o en atención a los méritos de Cristo, que murió por todos los hombres, y el mismo Dios exige sólo una satisfacción temporal, en el mismo limbo o donde fuere, que, al fin y al cabo, las almas no ocupan lugar. Una vez prestada esa satisfacción, comienzan a llevar la vida naturalmente feliz que llevan los que mueren con sólo el pecado original.
Resumiendo, pues, decimos que la pena que sufren por sus pecados veniales ha de ser temporal, y no eterna, y cuanto al perdón, que podrán obtenerlo no por sus propios méritos sino porque Dios se lo otorga una vez que han detestado su culpa, algo así como sucede a los que van al purgatorio teniendo algunas culpas veniales de las que no consiguieron el perdón antes de morir, según explicaremos en el capitulo siguiente.
Notas:
(1) Concilio de Trento, sesión 5ª, decreto sobre el pecado original, D., 791
(2) D., 693.
(3) D., 464
(4) D., 410
(5) Opus imperfectum contra lulianum, libr. 3, n. 199,; M L., 45, 1.333.
(6) Sermón 294, c. 3 y sig.; M. L., 38, 1.337.
(7) pueden verse las citas correspondientes de éstos y los demás escritores que acabamos de nombrar en Beraza, De Deo Elevante, n. )08 y sig.
(8) Véase D., nn. 693 y 464.
(9) D., 410
(10) D., 1.526
(11) Veánse las citas correspondientes en beraza, Ue Deo Elevante, n. 1.068
(12) Veánse, a propósito de esta cuestión, Ecclesia, 14 enero 1950, págs. 37 y sigs., Nouvelle Revue theologtque, 1949, pág. 589.
(13) tomo 8º., disputa 15, sección 6.ª,n.33
(14) In 4um Sentenciarum, disp. 45, quaest.1, art. 3 ad 6, y De malo, quaest.7, art 10 ad 8.
(15) Suple, quaest. 9, art. 7 ad 6.
(16) De Paenitentia, disput, 11, sec. 2, n. 18, tomo 22, página 207, de la edición de Vives.
