PADRE LEONARDO CASTELLANI: Y LA IGLESIA ARGENTINA

CARTA AL SEÑOR NUNCIO APOSTÓLICO
MONSEÑOR MARIO ZANÍN (III de III)
Buenos Aires, 27 de noviembre de 1954

4°) ¿Qué va a pasar ahora?

Estoy escribiendo para contestar a una cantidad de buena gente que me pregunta por teléfono y viva voce ¿qué hay que hacer ahora? —como si yo tuviese una curia a mi disposición, y como si no tuviese que ganarme honestamente la vida.

Lo primero que les respondería es que hay que reflexionar, examinar la conciencia y orar; porque el mal no está en los síntomas sino en las raíces.

Después hay que unirse, porque los católicos actualmente no constituimos para nada un Cuerpo como el que describe San Pablo, es decir, una iglesia, que significa asamblea, reunión o comunidad; sino que andamos sueltos como bola sin manija; y, para decir la verdad, somos bolaceros.

Finalmente hay que obrar, pero no por el camino de la política tortuosa, sino por el camino de la fe recta, que se traduce en obras de caridad no fingida, de charitas veritatis, como ha hecho el excelentísimo señor obispo de San Luis con respecto a sus dos hijos calumniados.

Es menester que los fieles intervengan de algún modo en la elección de sus obispos; esa es la tradición constante de la Iglesia.

Católicos a los cuales no les importa tener buenos o malos pastores, no son católicos. ¡Vaya una manera de amar a la Iglesia o de pertenecer a ella! Y ese desinterés actual de los fieles respecto a sus pastores viene naturalmente de que en manera alguna pueden ellos influir en su selección necesaria; la cual se hace por caminos ocultos —quiera Dios que no tortuosos— y el pastor desconocido les llueve a las ovejas humilladas como el tronco o la serpiente que Júpiter mando a las ranas.

No se puede pretender de los fieles que hagan milagros continuos; ni siquiera del Espíritu Santo. Y asa sucede que sacerdotes de grandes dones espirituales o intelectuales, o al menos con más condiciones que ninguno para ser guías o cabezas, conforme a San Pablo, no son nunca preconizados, antes al contrario son generalmente perseguidos o postergados; y los curialillos de las curias se confeccionan sus listines de “obispables” y predicen a veces con años de antelación la próxima decisión del Espíritu Santo.

S.E, sabe que la Iglesia ha resuelto siempre, de diferentes maneras en las diferentes épocas, este problema de la comunicación y unión vital de los fieles con sus cabezas.

Aquí hay que resolverlo.

Es notable lo que mandó Cristo acerca de los profetas y apóstoles que prometió mandar a su Iglesia en el curso de los siglos hasta la consumación de ella: mandó que “los reconociéramos”, que los “supiésemos distinguir”, que «los recibiésemos”, “El que recibe a un profeta como profeta —dijo— tendrá recompensa de profeta; y el que reciba a un apóstol como apóstol tendrá recompensa de apóstol…

Eso es difícil y meritorio, reconocer a los profetas actuales mientras viven; que a los que han muerto ya y están en los altares muy pintaditos y acicalados, que ya no se mueven ni estorban, eso es fácil y no incomoda.

Pero ahora las curias ¿reconocen a los profetas actuales y los reciben? Los reconocen para romperles el alma, si pueden.

No sé si ha leído S.E. un notable cuento del escritor romano Pío Duca D’Elía, llamado La expulsión, en el cual se describe, no sin gracia, cómo San Ignacio de Loyola bajó del cielo disfrazado y entró en un noviciado de la Compañía de Jesús; cómo hizo de nuevo su dura carrera de estudiante sacerdote, profeso y profesor de teología mística, con graves y crecientes dificultades, y cómo al final fue expulsado de la orden a la calle con grandes oprobios y vituperios al cabo de 30 años de vida religiosa intachable…

Y describe allí el poeta cómo en el momento en que le leyeron el decreto de expulsión —con dispensa del proceso por el papa, pues había periculum in mora— y al salir el santo llorando entre las dos filas de bancos de la capilla doméstica, de golpe se animaron las estatuas de los santos de la Compañía, con gran espanto de la comunidad que estaba presente, y salieron con su fundador; y al llegar a la puerta de salida, el portero se le abrazó dando gritos; que no era otro que San Alonso Rodríguez.

No sé nada acerca de la verdad o verosimilitud de este cuento, que es gracioso si edificante no; puesto que de la Compañía de Jesús yo, como todo el mundo, sé poco; pero don Pío Duca D’Elía debe de saber algo.

Quiero decir que la fe y la religiosidad no consisten propiamente —según Jesucristo— en hacer suntuosos sepulcros, grandes fiestas y grandes panegíricos a los profetas y santos antiguos y golpear a los que actualmente Dios manda; sino en saber reconocer y aceptar a los da ahora. Y a los que otra cosa hicieren, Cristo les fulminó una terrible palabra, que S.E. conoce, y que sin duda lo llena de temor de Dios y santa cautela: “En verdad os digo que el castigo de estos en el Juicio será peor que el de Sodoma y Gomorra”.

¿Y qué peor castigo que dejar a las curias que no reconocen los dones de Dios en sus hermanos —antes a veces los desprecian o persiguen— que dejar que se conviertan en una especie de Sodoma o de Babel?

Hay que resolver aquí estos problemas, excelentísimo señor. Hay que resolverlos o conseguir que Dios Nuestro Señor y el sumo pontífice los resuelvan, en lo posible.

Si S.E. no puede hacer nada para resolverlos, mejor, es que se vuelva a la China para salvar su alma; y nos deje solos.

No pedimos a S.E. que salve a la Nación Argentina, déjenosla no más; le pedimos que cumpla el mínimum mínimo de su deber.

No pedimos a los obispos que sean todos varones santos; les pedimos solamente que parezcan varones.

No pedimos a los curiales que tengan la santidad; les pedimos que perciban y no persigan la santidad.

No pedimos a los sacerdotes que crean en el Evangelio; les pedimos solamente que enseñen el Evangelio: todo el Evangelio.

Con usted, sin usted, o contra usted, nosotros trataremos de salvar a la Argentina; y si fracasamos, salvaremos nuestra alma, que es lo que en definitiva importa.

Disculpe que use mi lengua franca, que es la lengua de la región en que nací, como usted usa su lengua véneta o friulana, que aunque he aprendido en el curso de mi pobre vida otras 8 o 9 lenguas, ahora que soy viejo vuelvo a la lengua de mi niñez; que fue la de mi abuelo don Leonardo, arquitecto constructor de 11 iglesias; de mi padre don Luis Héctor, profesor y tipógrafo; y de las buenas gentes del Chaco Santafesino, incluyendo a Pedro Vicentín, Eduardo del Mármol y Mundo Pagano; en nombre de los cuales y de otros miles de brava gente de estos pagos hablo; y no en el mío propio que es, para servir a S.E., en Xto. Jesús.