P. CERIANI: SERMÓN DEL CUARTO DOMINGO DE PASCUA

CUARTO DOMINGO DE PASCUA

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Voy a Aquel que me envió: y nadie de vosotros me pregunta: ¿Dónde vas? Sino que, porque os he dicho esto, la tristeza ha llenado vuestro corazón. Pero yo os digo la verdad: os conviene que yo me vaya; porque, si no me fuere, el Paráclito no vendrá a vosotros: más, si me fuere, os lo enviaré a vosotros. Y, cuando venga Él, convencerá al mundo de pecado, y de justicia, y de juicio. De pecado ciertamente, porque no han creído en mí; y de justicia, porque voy al Padre, y ya no me veréis; y de juicio, porque el príncipe de este mundo ya ha sido juzgado. Todavía tengo mucho que deciros: pero ahora no podéis entenderlo. Mas, cuando venga el Espíritu de verdad, os enseñará toda la verdad. Porque no hablará por sí mismo, sino que dirá todo lo que ha oído, y os anunciará lo que ha de venir. El me glorificará, porque lo recibirá de mí, y os lo anunciará a vosotros.

Nos encontramos en el Cuarto Domingo de Pascua, a partir del cual la Santa Iglesia, por medio de la Santa Liturgia, prepara nuestras almas para los misterios de la Ascensión del Señor y el envío del Espíritu Santo, el día de Pentecostés.

Y el Evangelio de este Cuarto Domingo de Pascua nos hace saber que los Apóstoles se entristecieron cuando Jesús les dijo: Yo me voy a Aquel que me envió

Pero el Maestro no quiso que se dejasen invadir por una excesiva tristeza. Les anunció que en su lugar iba a descender sobre la tierra el Consolador, el Paráclito; y que permanecería con ellos para iluminarlos y fortificarlos.

Y otro tanto vale para todos los cristianos hasta el fin de los tiempos…, especialmente para nosotros, que vivimos el fin de los tiempos…

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Intentemos penetrar este profundo pasaje evangélico, tan rico en enseñanzas respecto de la acción del Espíritu Santo en los Apóstoles y en las almas.

Si no me fuere, el Paráclito no vendrá a vosotros: más, si me fuere, os lo enviaré a vosotros…

La Resurrección y la Ascensión del Salvador habían sido arregladas de tal manera que el descenso del Espíritu Santo tenía que tener lugar en las fiestas mosaicas de Pentecostés. Así como en aquellos días el Espíritu Santo, por medio de los Ángeles, había dado a Moisés la Ley del temor, que definitivamente constituyó a los hebreos como nación y como nación separada; del mismo modo escogió estos días solemnes para dar, personalmente, la Ley del amor, que sustituyó la Sinagoga por la Iglesia, y constituyó definitivamente la gran familia católica.

Por eso el descenso del Espíritu Santo no tuvo lugar el mismo día del Pentecostés mosaico, sino al día siguiente, el primer día de la gran octava. De hecho, sabemos que los judíos celebraban Pentecostés el sábado y los Apóstoles lo celebraban el domingo.

Pues bien, los Apóstoles se encontraban en el Cenáculo. ¿Con qué propósito eligió el Espíritu Santo el Cenáculo como primer teatro de sus maravillosas revelaciones?

Porque era el lugar más sagrado de la tierra. Fue en este mismo Cenáculo donde el Señor instituyó la divina Eucaristía. Lugar sagrado, testigo de maravillas más asombrosas que el Sinaí, el Jordán, el Tabor; lugar bendito, que recordó a los Apóstoles la bondad inefable del maestro, sus divinos discursos y su primera Comunión, de la mano misma de Jesús.

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Ahora bien, para obrar las maravillas que llevó a cabo, tomó a los tímidos Apóstoles y los hizo viticultores, pescadores, torres, columnas, médicos, generales, doctores, puertos, gobernadores, pastores, atletas y luchadores triunfantes.

Son columnas, pues son los soportes y los cimientos de la Iglesia. Son puertos, que protegen al mundo contra las tormentas de las persecuciones, las herejías y los escándalos. Triunfaron para sí mismos y para nosotros; todavía triunfan…, siempre triunfarán. Fueron gobernadores, pues ellos devolvieron a la humanidad al camino correcto. Han sido pastores, que ahuyentaron a los lobos y preservaron a las ovejas. Agricultores, pues arrancaron las espinas y sembraron la semilla de la piedad. Médicos, que sanaron nuestras heridas.

¿Cómo sucedió todo esto?

Un viento violento sopló sobre el Cenáculo. Este viento no era el Espíritu Santo, sino su emblema. ¿Por qué este emblema y no otro? Para mostrar el poder irresistible del Espíritu Santo. De todos los elementos, el viento es el más fuerte.

Viento impetuoso, hará a los Apóstoles ardientes en la batalla e invencibles en la conquista del mundo. Animados por el soplo del Espíritu Santo, sus palabras derribarán los ídolos, sacudirán los imperios, confundirán a todos los potentados; ahuyentarán las nubes secas del error y de la filosofía mundana; purificarán el aire corrompido por veinte siglos de oscuridad nauseabunda; traerán desde los cuatro puntos del cielo las nubes cargadas de lluvia fertilizante, y empujarán las almas a toda vela hacia las costas de la Jerusalén eterna.

La llenó enteramente, para mostrar que la Iglesia, representada por esta casa, un día llenaría el mundo entero del Espíritu Santo, es decir, de luz y de caridad.

Ella lo hizo. Indaguemos cuándo la humanidad, extraída de la barbarie pagana, comenzó a caminar por el camino de la verdadera civilización, y lo encontraremos en el día de Pentecostés.

Dondequiera que no existe, el mundo permanece en su antigua degradación. Dondequiera que decae, la vieja oscuridad regresa y la raza humana se detiene en el barro o camina sobre los arrecifes al naufragio.

Dijo San Juan Crisóstomo: “Dame una embarcación ligera, un piloto, marineros, cables, todos los aparatos necesarios para la navegación, pero ni un soplo de viento: ¿no es cierto que todo queda inútil? Lo mismo ocurre en la humanidad. A pesar de la filosofía, a pesar de la inteligencia, a pesar de las disposiciones más amplias del discurso, si falta el Espíritu Santo, que da el impulso, todo es en vano”.

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Y se les aparecieron lenguas divididas, repartidas. Por estas lenguas, el Espíritu Santo se cernía sobre todos los habitantes del Cenáculo, a quienes iba a comunicar el conocimiento de las lenguas de las diferentes naciones, llamadas al beneficio del Evangelio.

¿Por qué lenguas? El mundo se había perdido por culpa del lenguaje; era a través de la lengua que iba a ser salvo. Y sería por medio del lenguaje que se corrompería al fin de los tiempos, como lo estamos padeciendo… La palabra ha sido violada…

¿Por qué lenguas visibles? dice San Gregorio Nacianceno: “El Hijo había conversado con nosotros en un cuerpo sensible y palpable. Era, por tanto, conveniente que el Espíritu Santo se apareciera a los hombres en forma corporal. Así, como el Verbo se encarnó para enseñarnos con su propia boca el camino de la verdad y de la salvación; asimismo el Espíritu Santo se encarnó, por así decirlo, en lenguas de fuego, para instruir a los Apóstoles y a los fieles”.

El don de lenguas presupone el conocimiento de las palabras y su significado; el acento o la forma de hablar; la visión clara de todas las verdades necesarias para el éxito de la predicación apostólica, acompañada de una prudencia consumada, para decir lo necesario y nada más que lo necesario, en medio de tantas dificultades y peligros, y ante tan amplia variedad de personas y circunstancias: todo esto fue dado a los Apóstoles.

Ahora bien, los dones de Dios son sin arrepentimiento, y el Espíritu Santo siempre ha permanecido en la Iglesia, tal como descendió sobre Ella en el Cenáculo.

Por lo tanto, el maravilloso don de las lenguas se ha conservado en la Iglesia Católica y sólo en Ella; no sólo por excepción, como en San Antonio de Padua, San Vicente Ferrer, San Francisco Javier; sino habitual y perpetuamente para todo católico.

Escuchemos a San Agustín: “¡Y luego, ¿qué?, hermanos míos! Porque el que hoy es bautizado no habla todas las lenguas, ¿debemos creer que no ha recibido el Espíritu Santo? Dios no permita que tal perfidia tiente nuestros corazones. En el bautismo cada hombre recibe el Espíritu Santo, y, si no habla las lenguas de todas las naciones, es porque las habla la Iglesia misma. Ahora, la Iglesia es el Cuerpo de Jesucristo. Soy miembro de este organismo que habla todos los idiomas; así que los hablo todos. Unidos por estrechos lazos de caridad, todos los miembros de este cuerpo hablan como hablaría un solo hombre. La Iglesia es su boca, el Espíritu Santo su alma”.

Estas lenguas eran como de fuego. El viento y el fuego son símbolos elocuentes del Espíritu Santo.

Repetida varias veces, la misión de la augusta Persona se manifestaba con signos semejantes a cada circunstancia.

Enseña Santo Tomás: “El Espíritu Santo ha sido visiblemente enviado a Cristo en su Bautismo bajo la figura de la paloma, que es un animal fecundo, para demostrar en Cristo la potestad de otorgar la gracia por medio de la regeneración espiritual, para que otros sean reengendrados por la semejanza con su Unigénito. En la Transfiguración se dejó ver bajo la forma de una esplendorosa nube, para demostrar la superabundancia de su doctrina. Fue enviado a los Apóstoles bajo una especie de viento, para indicar el poder de su ministerio en la dispensación de los sacramentos. Tomó después la forma de lenguas de fuego, para encomendarles la enseñanza de la doctrina”.

El Espíritu Santo elige el fuego como símbolo por dos razones:

La primera, porque, siendo amor en sustancia, Él mismo es fuego consumidor.

El fuego calienta, ilumina, purifica, sube hacia arriba. Ahora bien, todo esto lo hace el Espíritu Santo en las almas.

La segunda razón, porque la Ley antigua fue dada en el Sinaí, por fuego, en medio del fuego. La realidad debía responder a la figura y la nueva Ley debía darse por el fuego y en medio del fuego; pero sin relámpagos ni truenos, porque es ley, no del miedo, sino del amor.

Y este fuego, en forma de lenguas, reposó sobre cada uno de ellos. El texto sagrado no dice: Las lenguas reposaron, sino el fuego reposó. Esta singularidad revela el profundo misterio de una lengua única y universal, aunque dividida en varias partes, según la diversidad de las naciones que la habían de hablar y a quienes había de ser hablada.

Otro misterio encontramos en esta expresión. En efecto, una llama sobre la cabeza de un hombre era el signo de una vocación divina.

Por lo tanto, al dar testimonio de la divinidad del Maestro, proclamó la gran misión confiada a los Apóstoles, al igual que fue mediante el fuego, símbolo del Espíritu Santo, como Dios dio autoridad a los Profetas, figura de los Apóstoles, que anunciaron los oráculos divinos, no a un solo pueblo, sino a todos los pueblos.

Sobre ellos reposa al consagrarlos Doctores del mundo, confirmando que son hombres enteramente celestiales, por tanto, dotados de sabiduría y elocuencia divinas.

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Y todos fueron llenos del Espíritu Santo. Ésta es la consumación del misterio creador.

El texto Sagrado nos anuncia que el día de Pentecostés los Apóstoles fueron llenos del Espíritu Santo. Nuestro Señor les había prometido incesantemente este inmenso favor; he aquí algunas frases alusivas:

“Si no me voy, el Espíritu Santo no vendrá sobre vosotros”.

“Os enviaré otro Paráclito”.

“Cuando Él venga, os enseñará toda la verdad”.

“Dentro de poco seréis bautizado en el Espíritu Santo”.

“El Espíritu Santo aún no había sido dado, porque Jesús aún no había sido glorificado”.

¡¿Pero qué?! ¿Hasta el día de Pentecostés habían sido privados del Espíritu Santo?

Responde San Agustín:

“Los discípulos tenían el Espíritu Santo que el Señor les prometió; porque amaban a su Señor y observaban sus preceptos. Pero todavía no lo tenían, como el Señor les había prometido. Entonces lo tenían y no lo tenían. Lo tenían internamente; debían recibirlo exteriormente y con esplendor. Fue un nuevo favor del Espíritu Santo mostrarles a sí mismos lo que poseían. Por lo tanto, el Señor pudo prometer a los Apóstoles lo que ya tenían.

San Gregorio Nacianceno, por su parte, enseña:

“El Espíritu Santo fue dado tres veces a los Apóstoles, en diferentes momentos y según la capacidad de su inteligencia: antes de la Pasión, después de la Resurrección y después de la Ascensión. Antes de la Pasión, cuando recibieron el poder de expulsar demonios, lo que evidentemente sólo podía hacerse por el poder del Espíritu Santo. Después de la Resurrección, cuando el Señor sopló sobre ellos, diciendo: Recibid el Espíritu Santo. Después de la Ascensión, cuando todos fueron llenos del Espíritu Santo. La primera vez de forma más oculta y menos efectiva; la segunda más expresiva; y la tercera, más completo, en el sentido de que no era sólo en acto, como antes, sino en esencia, de modo que el Espíritu Santo estaba presente ante ellos y conversaba con ellos”.

Pero ¿por qué estas sucesivas donaciones? Es para enseñarnos que, en el orden de la gracia, como en el orden de la naturaleza, Dios hace todo con medida, número y peso, proporcionando los medios al fin y dando a cada criatura lo que necesita, siguiendo los deberes y misiones que le son impuestos.

Y empezaron a hablar varios idiomas. Aquí están los Apóstoles, santos y santificadores, ¿qué les faltaba y qué les podía dar el tercer y solemne derramamiento del Espíritu Santo?

Los Apóstoles, que antes de Pentecostés ya poseían el Espíritu Santo, luego lo recibieron en toda su plenitud y para diferentes fines.

El primero fue un gran aumento de la caridad.

El segundo fue la predicación del Evangelio por toda la tierra. De ahí el don de lenguas que todos los Apóstoles hablaban, según la ocasión, con la misma facilidad. Luego, este otro don de ser escuchado por hombres de diferentes idiomas, mientras ellos mismos sólo hablan un idioma. Antes de Pentecostés, los Apóstoles habían recibido la misión de evangelizar el mundo entero, pero, al no hablar todas las lenguas, no tenían el instrumento de su misión.

El tercero fue el pleno conocimiento de la verdad. Antes de Pentecostés su espíritu era demasiado débil para soportar el inmenso peso de los misterios del Verbo Encarnado, Dios de Dios y Dios mismo. Aún tengo muchas cosas que enseñaros, les dijo el Salvador, pero todavía no podéis llevarlas; pero cuando venga el Espíritu de verdad, Él os enseñará toda la verdad.

El cuarto fue la fuerza para dar a la verdad el testimonio de la sangre.

El quinto era el poder soberano de imperio sobre los demonios, los hombres y toda la naturaleza, por medio de milagros. Embajadores de Dios ante todas las naciones, civilizadas o bárbaras, los Apóstoles necesitaban cartas credenciales, auténticas y legibles para todos: ellas son el don de los milagros. Esta afirmación es tan obvia que el mundo, convertido sin milagros, sería el mayor de los milagros.

Enseña San Juan Crisóstomo:

“Los ricos tesoros de la gracia, que hicieron de los apóstoles los hombres más extraordinarios que el mundo ha visto y verá, no les fueron comunicados durante la vida mortal del Salvador, para hacérselos desear con más entusiasmo, y así prepararlos para la recepción de estos inmensos favores. Por eso el Espíritu Santo sólo vino después de la partida del Maestro. Si hubiera venido mientras Jesús estaba con ellos, no habrían estado con gran expectación. Tuvieron que estar tristes y huérfanos por un tiempo, para apreciar mejor los beneficios del Consolador”.

Por los incomparables dones de Pentecostés, la divinidad del Espíritu Santo queda probada con no menos evidencia que la divinidad del Salvador. Él es Dios, aquel que un Dios da por otro mismo. Ahora bien, antes de dejarlos, el Hijo de Dios había dicho a sus apóstoles: Yo rogaré a mi Padre, y él os dará otro Consolador, el Espíritu de verdad, que estará con vosotros siempre: Él me dará testimonio. y vosotros daréis testimonio de mí.

Entonces San Agustín se expresa así:

“Otro, no inferior a Mí, pero sí semejante a Mí, en gloria, en naturaleza, en sustancia, aunque otro en persona. Habló de esta manera para que la fe de los Apóstoles, preparada por esta promesa infalible, reconociera como Dios verdadero a aquel que les fue prometido en lugar de un Dios. ¡Mira con qué precisión esta promesa expresa el misterio de la Trinidad! Ella nombra al Padre, a quien se debe rezar; el Hijo, que debe orar; el Espíritu Santo, que debe ser enviado. ¡Bondad inefable del Redentor! Lo que el Verbo ha comenzado, viene por su virtud particular a consumarlo; lo que Él ha redimido, santifícalo; lo que Él ha adquirido, guárdalo. Así se revela, por la unidad de la gracia y del oficio, la unidad de Dios, la Trinidad y la perfecta igualdad de las personas”.

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Para concluir, caben algunas perentorias preguntas:

¿Quién completa las enseñanzas del Salvador?

¿Quién proporciona a los Apóstoles un consuelo equivalente a la privación de Dios?

¿Quién les comunica el don de lenguas y los milagros?

¿Quién les enseña la verdad con la que han inundado el mundo?

¿Quién les da la fuerza invencible para dar testimonio de su Maestro, ante los jueces y ante los filósofos, en Jerusalén, en Atenas, en Roma?

¿Quién conserva en la Iglesia todos estos dones desconocidos para cualquier otra sociedad?

Respuesta:

¿No es, acaso, el Espíritu Santo, quien es para la Iglesia lo que el alma es para el cuerpo?

Cuando venga el Espíritu de verdad, os enseñará toda la verdad. Porque no hablará por sí mismo, sino que dirá todo lo que ha oído, y os anunciará lo que ha de venir. El me glorificará, porque lo recibirá de mí, y os lo anunciará a vosotros.