PADRE LUIS FALLETTI: NUESTROS DIFUNTOS Y EL PURGATORIO

LA ARMADURA DE DIOS

NUESTROS DIFUNTOS
Y EL PURGATORIO

PARTE PRIMERA

Antes y después de la muerte

PLÁTICA VII

Funerales cristianos y funerales paganos

No sin gran dolor de corazón somos testigos, de algunos años a esta parte, especialmente en las grandes ciudades, de espectáculos repugnantes, no sólo al recto sentir de cristianos, sino hasta al buen sentido, con ocasión de los funerales solemnes de no pocas personas que han sido bautizadas.

En efecto, ¿no vemos cómo bajo la disimulada y nefasta acción de la impiedad y de la francmasonería, conjuntamente unidas para destruir la creencia sobre la inmortalidad del hombre, se multiplican de un modo espantoso los funerales civiles para la mayor desgracia de los difuntos y no sin grave escándalo de los vivos? Pasan por nuestras calles los féretros cubiertos con guirnaldas y bandas de oro, sin el acompañamiento del clero que ruegue por el alma del difunto, sino de una banda de música; no preside la cruz aquel acto piadoso, sino un ridículo y profano estandarte; no lo acompaña el pueblo que ora, sino una turba que camina ajena a aquel acto hablando, bromeando y riendo.

¡Qué indignidad! ¿Cómo puede conciliarse tanta fiesta con la negación del alma? ¡Oh! ¿Es que los impíos y los libertinos se gozan en la destrucción de un hombre y de su vuelta a la nada, de que fue creado para vivir eternamente? No; echan mano, estos impíos, de la música para contradecir a la verdad, e intentan hacer desaparecer del hombre el sentimiento de lo infinito alegrando con flores y con cánticos profanos una sepultura ¡sobre la cual no se alza la cruz de Jesucristo! Echan mano de la música para profanar todas las cosas, para burlarse del dolor que agobia a este pobre corazón, para secar y destruir cualquier buen deseo, y sembrar la apatía e indiferencia para todo; hasta el mismo sepulcro quisieran presentarlo frío y helado, y que no respondiera ya a las voces lastimosas de un corazón que ama y llora.

¡Desdichados! Tienen el aire de los antiguos cínicos, insensibles a todo hasta para el más acerbo dolor.

Contra estas sus diabólicas tentativas, y contra sus perversos manejos y cavilaciones, únicamente destinados a descristianizar el último obsequio que la Iglesia católica, cual madre amorosa, quiere tributar a los restos mortales de los difuntos, levantamos indignados nuestras voces, y, poniendo de relieve la amarga tristeza de los funerales civiles, revestiremos de luz refulgente las ocultas bellezas e invencibles esperanzas de los funerales religiosos.

I

Por más que digan los adversarios de nuestra santa religión, para justificar su modo de proceder, es imposible, por exigua que sea nuestra fe en la vida futura, el no sentirse profundamente invadido por verdadera y amarga tristeza al solo espectáculo de los funerales civiles.

Esta clase de funerales sin sufragio, ¿son, en efecto, los que convienen a unos difuntos que están mayormente necesitados de ellos? No quiero con esto decir que todos los que son acompañados a su última morada con estos fúnebres honores, inventados por el mismo demonio, estén condenados.

¡Oh, no! Pues el moribundo, aun cuando parecía que no daba ya señal ninguna de vida, pudo ser visitado por la gracia de Dios, el cual escoge a sus elegidos hasta en circunstancias que parecen disparatadas.

Designios particulares de la divina Providencia, fervorosas oraciones de almas gratas al Cielo, poderosa intercesión de la Santísima Virgen, pudieron obtener en los últimos instantes de su vida una gracia poderosísima de conversión, la gracia de una contrición perfecta que borrara y perdonara el pecado mortal, como ya dijimos en otra plática.

De todos modos, aun suponiendo que aquella alma se halle exenta de pecados, ¿no es cierto que siempre tiene que sufrir penas temporales, por cuya expiación es conveniente orar? Pero, por desgracia, no es en tales funerales donde se ora.

Porque ausente se halla el ministro de la oración, y los presentes, ora sea por sectarismo, ora porque, por asuntos de familia, de amistad u otras conveniencias, se han visto obligados a tomar parte en ellos, piensan en cualquier otra cosa, menos en implorar sobre el difunto la misericordia divina.

Y lo que peor es, que no pocas veces se toma pretexto de tales funerales para hacer demostraciones anticlericales, o bien para satisfacer malsanas curiosidades.

¡Dios mío! ¡Ahí está presente el cadáver, es conducido a su última morada, sin que nadie se acuerde de elevar al Cielo una súplica ni una oración, sin que se solicite el perdón de Dios por el eterno descanso de su alma! Pero, ¿qué digo oraciones y súplicas? ¡Inútil charlatanería, cuando no, quizá, bromas, risas descompuestas, y hasta murmuraciones y chanzas indecorosas, saldrán de la boca de los acompañantes! ¡Ah, si el pobre difunto pudiese oír y ver todavía lo que se dice y pasa en torno suyo! ¿Dudaremos de que se levantaría indignado y furioso de su féretro, y con palabras encendidas censuraría aquella algazara indigna tenida con ocasión de su fúnebre acompañamiento?

Y considerando todo esto, ¿no hay razón para decir que, por un extraño retroceso, no obstante la vida que vivimos en pleno siglo XX, parécenos que retrocedemos a los tiempos de la peor barbarie? ¿No podremos repetir, a propósito de estas sacrílegas mojigangas, que no hay ya ni fe, ni esperanza, ni caridad? Spem non habent…

Y entretanto el pobre difunto, no obstante la multitud que le rodea, se halla solo, completamente solo con sus obras, y no hay una sola alma viviente para procurarle el beneficio de la expiación.

Pues si éste no es un espectáculo digno de ser llorado con lágrimas inconsolables, ¿qué otro podrá serlo? Pero no basta: los funerales civiles no solamente privan de todo sufragio al alma del difunto, que es su objeto, sino que además la privan de las verdaderas y propias honras.

Para suplir a las conmovedoras ceremonias de la Iglesia se han inventado un sinnúmero de pomposas manifestaciones, cual es convocar el mayor número posible de asistentes al acto del sepelio, asociaciones de librepensadores, de empleados de la administración pública y privada, de muchachos de las escuelas laicas, poner en movimiento cuanto está en su mano, para hacer alarde de pompas exteriores, pronunciar vacías y ampulosas peroratas laudatorias, todo lo cual no es más que humo y vanidad, y sacrílega y descarada parodia, que no sólo no dice nada de la verdadera dignidad del cristianó, sino que además deja frío e indiferente el corazón, y más aún llena de aflicción a los buenos cristianos que, sin ellos quererlo, se ven obligados a ser testigos de semejantes espectáculos.

¿Se pueden llamar éstas verdaderas y propias honras? Tenía muchísima razón, pues, San Agustín, hablando de tales funerales, de exclamar que de este modo los difuntos son honrados allí en donde no se encuentran, y en donde se encuentran padecen horriblemente; por donde los buenos católicos bien pueden repetir con el Apóstol: «Continuus dolor cordi meo.»

Se ha dado el caso de que aquel que era acompañado de este modo a su última morada fuese un católico, ¿quién se hubiera atrevido apensarlo siquiera? Pues una tan escandalosa manifestación para quien ha sido bautizado, que ha recibido los Sacramentos, que ha sido un miembro vivo de la Iglesia, no puede ser más que una dolorosa apostasía voluntaria o impuesta.

¡Dios mío, qué horror ser de este modo separado de sus propios hermanos en Jesucristo! No hay otras palabras que mejor lo caractericen que aquellas que nos sugiere el Santo Evangelio: ¡Abominación de la desolación!

He dicho apostasía voluntaria o impuesta.

En efecto, sabemos que no son raros los hombres, especialmente si están afiliados a alguna secta secreta, que con un pacto infame se empeñan en que, después de su muerte, su cuerpo vaya al camposanto acompañado civilmente.

Pero, no obstante esto, ¿cuántas veces se ha visto que, vueltos a la reflexión, pensaron interiormente desdecirse de dicho pacto, pero no tuvieron el valor suficiente, o también en el momento decisivo no tuvieron los medios de retractarse o les fue impedido el hacerlo? Un célebre apologista a quien la soberbia hizo que se extraviase del camino de la verdad, Felicidad de Lamennais, hablando de esta abominación del librepensamiento, escribía de esta manera: «¿Qué cosa más salvajemente bárbara y qué degradación más repugnante que estos funerales civiles sin Dios y sin sacerdotes? No bastaba a los ministros de Satanás el desterrar a Dios en el momento del nacimiento, conformándose con registrar la venida al mundo de un nuevo ser, no de otra forma que a la entrada de nuestras ciudades son anotados los animales que deben pagar derechos de consumos; no bastaba desterrarlo en el día del matrimonio, haciendo que el hombre y la mujer sin religión contrajeran compromiso o promesa de fornicación ante el oficial del estado civil; sino que quisieron, además, hacerlo desaparecer en la muerte y después de ella, esto es, cuando el alma debe presentarse ante el tribunal de la justicia divina para dar comienzo a la vida futura, que todos los pueblos siempre tuvieron por inmortal, y cuando hay especial necesidad de la divina misericordia. Y he aquí que, apenas exhalado él último suspiro, se presenta súbitamente un agente de pompas fúnebres, que sin carácter alguno religioso acude para comprobar la muerte. Luego él declara que en tal lugar determinado ha visto un cadáver, e inscribe en un registro especial el nombre del difunto. Terminada así su diligencia, cede su lugar a dos sepultureros, que ejecutan el resto. ¡Dios mío! ¿Quién hubiera podido imaginarse que, después de diecinueve siglos de civilización y progreso, debía de haber en medio de nosotros hombres que llegarían al exceso de renunciar a toda dignidad y grandeza, de abajarse hasta el nivel de las bestias, de vivir y morir sin más consuelo y esperanza que el espantoso abismo de la nada?…»

Entierro civil según el rito de una de las tantas nuevas sectas

II

Pero dejemos de lado esas parodias impías de los funerales civiles.

¡Ojalá se vieran ya del todo eliminados entre nosotros para el mayor bien de las almas y mayor honor de los cuerpos que ellos degradan de un modo indecible! Tratemos más bien de los funerales religiosos, de esos funerales que la religión de Jesucristo, que es siempre sublime y suave, supo convertir también en sublimes y suaves, y que por eso, aun en medio de nuestros dolores, poseen el secreto de consolarnos, porque llenan nuestras almas de las más hermosas esperanzas, haciendo brillar ante nuestros ojos los resplandores de la inmortalidad: Spes illorum immortalitate plena est.

En los tiempos antiguos, cuando el fervor era todavía vivo en el pueblo cristiano, los funerales, más que una ceremonia triste y melancólica, constituían fiestas de alegría. Acompañaban al cadáver desde la casa mortuoria al templo, y de allí al cementerio, en medio de cánticos triunfales, porque entonces estaban íntimamente convencidos de que los difuntos habían abandonado la vida terrestre para entrar en el Paraíso.

«Acompañad a los muertos a sus sepulcros, dicen las Constituciones Apostólicas, en medio de los cantos jubilosos de los Salmos, si han vivido en la fe de Cristo, porque preciosa es delante de Dios la memoria de los santos; celebrad y exaltad con alabanzas su recuerdo.»

Y más tarde, es decir, hacia la Edad Media, se repetían los mismos cánticos de júbilo: In exitu Israel de Ægypto, Alleluia, siempre, Alleluia.

¿No eran acaso vencedores aquellos muertos, que, in spe et in pace, eran acompañados al descanso del sepulcro? La liturgia mezclaba la palabra de júbilo Alleluia en los cánticos y salmos, y llegaba al punto de decir al mismo Dios: «Pro quo nunc gaudemus!, ¡nosotros nos alegramos por él!»

¡Una vida santa, efecto de una conversión sin recaídas, tan rara en nuestros días, no podía menos que infundir la seguridad moral de una felicidad bienaventurada! Un proceder semejante tenía lugar en todas las partes de la cristiandad, siendo proporcionados, no obstante, los homenajes a la dignidad y reputación de santidad del difunto.

Aquellos a quienes Dios llamaba a Sí ¿no eran acaso padres, hermanos o hijos de los santos? Con razón, pues, se celebraban en su honor aquellas fiestas.

«¿Podéis decirme, exclama San Juan Crisóstomo, qué significan los cirios, cuyo resplandor alegra a nuestros ojos? ¿Qué quieren decir los himnos y cánticos de alegría? ¿No es acaso porque celebramos el triunfo de nuestros difuntos, como el de unos atletas salidos victoriosos de la lucha? ¿No es acaso porque glorificamos y damos gracias a Dios por haber coronado a aquellos que nos han dejado, por haberlos librado de los trabajos y penas de esta vida, y por haberlos, de una vez para siempre, librado de todo temor y colocado junto a Él? ¿Y no se halla aquí la razón de estos nuestros cánticos de gloria, los cuales precisamente por eso son una prueba palpitante de nuestro gozo?»

Tiempos aquellos verdaderamente felices, en los cuales la santidad de la vida y el fervor de la virtud consentían usar un lenguaje que hoy difícilmente podemos llegar a comprender.

¡Ah, cómo han cambiado los tiempos, al par que las costumbres! ¡No son ya himnos de alegría, cánticos de gozo los que resuenan en los fúnebres acompañamientos; no se oye ya el grito triunfal del Alleluia, que alegraba los funerales de una Santa Paula, de Blasilla y de Fabiola; no se oye tampoco el salmo In exitu, el majestuoso cántico de la liberación!

Y no obstante, la muerte, según la expresiva definición del gran Doctor de Constantinopla, es también hoy, como entonces, no sólo la liberación de una multitud de miserias atroces, de terribles tentaciones y de vergonzosas caídas, sino además la puerta que nos da acceso a las moradas de los bienaventurados, en donde los Ángeles, sin darse punto de reposo, entonan el eterno Hosanna.

No obstante eso, nuestros funerales revisten un carácter menos grandioso; se siente más, por desdicha, la miseria del pecado, más frecuente en nuestros días y, no obstante, casi en manera alguna expiado.

No hay, pues, por qué maravillarse de que los cánticos, en vez de la antigua magnificencia triunfal, sean más humildes, y estén sobre todo dominados por la fe en la resurrección futura y por el sentimiento de una expiación necesaria.

Pero hay, no obstante, un pensamiento que a todos los demás sobrepuja, pensamiento que ha llenado de consolación a todos los siglos, y es la esperanza cristiana.

¡Oh, sí! ¿No es acaso esta dulce y suave palabra la que hace sentir a nuestro corazón todo cuanto la Iglesia católica hace decir no bien alguno de sus hijos ha pasado de esta vida a la eternidad? Sobre el lecho de muerte yace el cadáver: sus manos todavía no están del todo frías, el corazón apenas ha cesado de palpitar, las facciones no están todavía alteradas, la sonrisa florece aún en sus labios, en la frente está pintada la paz de un alma que ha expirado en el abrazo del Señor.

El sacerdote está allí, a su lado, recitando las oraciones de rúbrica: «Venid, oh Santos del Señor, y vosotros, oh Ángeles de Dios, venid al encuentro de esta alma, socorredla en su largo camino y ¡levadla a la presencia del Altísimo. Y Tú, oh Señor, Tú, que la has llamado a Ti, acógela en tu seno. Requiem æternam dona ei, Domine, dale, oh Señor, la paz sempiterna, et lux perpetua luceat ei, y brille ante él la luz eterna…»

Y el sacerdote se arrodilla, permanece en silencio un momento y continúa: «Te recomendamos, oh Señor, el alma de este tu siervo, para que, muerto a la tierra, viva contigo para siempre; perdónale sus culpas, cubre con el manto de tu misericordia su fragilidad.» Y al terminar el ministro del Señor su oración, responden los allí presentes con un gemido o un suspiro.

San Pío X en su lecho, después de una santa muerte

III

Transcurren breves horas, y la campana desde lo alto del campanario esparce lúgubres sonidos semejantes a los sollozos de un hombre que gime.

El sacerdote, revestido de blanca sobrepelliz, símbolo de la inocencia, y de la estola negra, que recuerda el duelo, precedido del símbolo del dolor, la cruz, sobre la cual un Dios hecho hombre murió para darnos la vida, y de un monaguillo, que lleva el agua bendita, precioso sacramental que mantiene alejado al demonio y sus artes infernales, se dirige a casa del difunto para recibir el cadáver y acompañarlo a la iglesia, la casa de Dios, en donde recibió el bautismo y los otros sacramentos, y oyó la palabra divina que le recordaba sus deberes y las eternas recompensas…

Cien hachones se encienden y alumbran a lo largo del camino por donde pasa el triste cortejo, viva imagen de la nueva luz en que se eleva el alma del difunto.

Nos hallamos en presencia del féretro: la mano del sacerdote se alza y bendice; con voz triste entona una súplica en extremo conmovedora: «Señor, Señor, si Vos juzgáis nuestras culpas con extremo rigor, ¿quién podrá substraerse del castigo de vuestra justicia?», y continúa recitando a coro con los presentes el De Profundis, la hermosa y popular oración de los difuntos.

«Desde el profundo clamé a Ti, oh Señor; oye, oh Señor, mi voz. Estén atentos tus oídos a las voces de mi deprecación. Si prestareis atención a nuestras iniquidades, Señor, ¿quién podría sostenerse? Mas en Ti se halla la clemencia, y he confiado en Ti a causa de tu ley. Mi alma ha confiado en las palabras del Señor, mi alma ha esperado en Él. Desde el amanecer de la mañana hasta la noche espere Israel en el Señor. Porque en el Señor se halla la misericordia, y una abundante redención se halla en Él. Y Él redimirá a Israel de todas sus iniquidades.»

Nada hay tan patético y emocionante como la monótona cantilena del De Profundis. Parécenos escuchar en él a un coro de voces salidas del sepulcro para implorar piedad.

¡Ah, no; no son tan patéticas las notas de Rossini y de Mozart!…

Los parientes del difunto, al oírlo por primera vez, no pueden contener las lágrimas haciendo coro a la triste salmodia, pues es un gran consuelo el pensar que no está uno solo en el dolor.

Entretanto el fúnebre cortejo se pone en movimiento, y el féretro, en medio de dos hileras de cirios encendidos, y seguido de los parientes, amigos y conocidos, recogidos y silenciosos, se encamina al templo santo.

Otra vez la voz del sacerdote se eleva sola, y otra vez la entristecida comitiva se le une para orar: «Ten piedad de mí, oh Dios, según tu gran misericordia; y, según la magnitud de tu misericordia, borra mis iniquidades. Lávame más y más de mi iniquidad, y límpiame de mi pecado; mi pecado está siempre delante de mí, habiendo yo pecado contra Ti… Me rociarás con el hisopo, y quedaré limpio; me lavarás, y quedaré más blanco que la nieve. Me dirás una palabra de alegría y de gozo, y mis huesos saltarán de contento. No me arrojes de tu presencia, y no apartes de mí tu santo Espíritu…»

Salmodiando de esta suerte se llega a la iglesia; las lúgubres notas repercuten en las paredes del templo y se elevan por la cúpula hasta Dios; entretanto se coloca el féretro delante del altar. El Señor quiere bendecir por última vez aquellos restos mortales, en que habitó el Espíritu Santo, antes que desciendan al sepulcro.

El altar se halla revestido de color negro y se asocia al común dolor; los sacerdotes, también con vestiduras negras, salen para dar comienzo a la celebración del sagrado rito.

El coro canta con graves y tristes notas el Requiem æternam.

Hallándose un día presente Rossini cuando cantaban este cántico, se sintió como arrebatado; cada nota era como un golpe que le hacía prorrumpir en un suspiro.

Durante todo el canto no hizo sino gemir y llorar, y dijo que gustosísimo hubiera renunciado a la fama adquirida con sus obras maestras musicales, a trueque de ser el autor de aquella patética cantilena.

Terminada la Misa, en la que Jesús, descendido sobre el altar, fue expuesto a la pública veneración, y, hecho Víctima, vertió a raudales su preciosa Sangre hasta inundar el alma del difunto haciéndola digna del Cielo, el sacerdote, con aspecto tranquilo y seguro, se acerca al féretro y dice al Señor: «No seas juez severo con tu siervo, porque ningún hombre es justo delante de Ti, si Tú no le cubres con el manto de tu misericordia. Te suplicamos, oh Señor, que no profieras tu sentencia contra él, sino socórrelo con tu gracia para que sea libre de la sentencia de ignominia el que en vida llevó escrita en la frente la señal de la Santísima Trinidad.»

Todo el pueblo se conmueve al oír recitar estas últimas palabras; se traslada con el pensamiento al día tremendo del juicio universal, y tiembla y clama en nombre del difunto: «Líbrame, oh Señor, de la muerte eterna en aquel día fatal en que se moverán los cielos y la tierra, cuando Tú vendrás a juzgar con el fuego al mundo. Yo tiemblo y me estremezco al pensar en la futura ira tuya; será aquél un día nefando, día de desventura y de consternación, día de amargura y de espanto. Oh Señor, ten misericordia de mí; misericordia, Señor, de mi alma; misericordia de mí.»

¡La oración ha terminado, cien voces se han elevado hasta el Cielo!… ¿Y podemos dudar de que el Señor no la habrá escuchado y su justicia se habrá aplacado? La Iglesia está como segura de ello, pues antes de que el féretro abandone el templo hace que el sacerdote cante solemnemente aquellas sublimes palabras que tantos corazones abatidos y oprimidos han confortado, tantas lágrimas de amargura y desesperación han endulzado y enjugado:

«Llévente los Ángeles al Paraíso, los Mártires te reciban a las puertas de la celestial Sión y te conduzcan al seno de Dios.»

Ahora ya la serenidad reaparece en la frente de todos, y de regreso del santo templo alienta grata y suave la esperanza; parece como si descendiese del Cielo una voz amiga que diese la seguridad de que aquel por quien lloramos se halla ya disfrutando en la patria de los eternos goces.

Así que la comitiva, orando y cantando salmos, toma el camino del camposanto, en donde aquellos restos mortales serán finalmente depositados, no sin que antes el sacerdote los haya bendecido por última vez rodándolos con el agua lustral, para santificar aquella tierra que deberá custodiarlos en su seno hasta la resurrección de los muertos.

He aquí el rito santo que la Iglesia se complace en seguir para honrar los restos inanimados del hombre, cuya corrupción, que tanto nos espanta hoy, ha de trocarse en aquella vestidura de gloria que los Apóstoles admiraron extasiados en su divino Maestro, cuando una nube resplandeciente lo arrebató a sus miradas, en el momento de su gloriosa Ascensión.

A la manera, en efecto, que Jesús salió vencedor del sepulcro y subió triunfante a los Cielos, así también nuestros cuerpos, tan cruelmente desfigurados por la enfermedad, por la muerte y por la sorda labor del sepulcro, resucitarán del polvo, y los cuerpos de los justos se levantarán resplandecientes de gloria para reinar con Él por los siglos sin fin.

¡Oh, cuán bello, maravilloso y consolador es todo este santo rito de los funerales cristianos, en los cuales la caridad de Cristo se despliega en toda su amplitud y con toda suavidad! ¡Oh, cuán clara y súbitamente resalta la enorme diferencia que hay entre estos funerales y aquellos otros civiles, en donde todo es frío, acompasado y cruel!

Cualquiera sabe reír con el que ríe; pero no llorar y dolerse con quien llora y gime…

¡Era preciso un Dios misericordioso para enseñarnos el amor fraternal tanto en las alegrías como en el dolor, y una madre afectuosa, cual es la Iglesia católica, para hacernos gustar sus dulzuras!

Por nuestra parte, cuando asistiéremos a esta ceremonia, que también tendrá lugar un día para nosotros, ¡oh!, esforcémonos por penetrarnos de los sentimientos que animan a la Iglesia.

Asistamos a ella devotos, recogidos, y sobre todo animados de caridad, para que oremos con fervor por el alma del difunto.

Guardémonos mucho de asistir a este rito religioso como a un espectáculo profano; sino que tengamos los ojos fijos más en el Cielo que en la tierra, y oremos con fervor por el alma de aquel a quien tributamos las últimas honras.

Portémonos en este acto de la manera como querremos se porten con nosotros los que asistieren a nuestros funerales cuando llegare nuestra hora. De este modo practicaremos la más hermosa de las virtudes, la caridad, que mueve el Corazón de Dios y atrae sobre todos nosotros las gracias más preciosas; haremos un acto agradable al Corazón de Jesús, será un sufragio para librar de sus penas a las pobres almas de los difuntos, y mereceremos las más hermosas bendiciones.

EJEMPLO

El senador Littré

No ha muchos años moría en París un senador llamado Littré, del cual se decía que era tan contrario a la Iglesia católica como docto se le reconocía.

Este Littré había hecho profesión explícita de materialismo; y era tan descaradamente incrédulo, que Monseñor Dupanloup no creyó decoroso a su dignidad ocupar un asiento junto a él en la Academia Francesa; y así, cuando Littré fue elegido miembro de la misma, el obispo de Orleans, protestando contra aquella elección, que constituía una ofensa contra su fe y contra su carácter, renunció al puesto de académico.

Pero, afortunadamente, Littré tenía una mujer y una hija profunda y piadosamente cristianas, las cuales tan fervientemente suplicaron por él y tan amorosamente supieron tocarle el corazón, que, algún tiempo antes de morir, habiéndose convertido, se dispuso a abjurar sus errores, y quiso terminar sus días como buen católico, recibiendo los santos Sacramentos de la Santa Madre Iglesia.

Cuando todavía era materialista había hecho un testamento en el cual expresaba formalmente su voluntad de ser sepultado haciéndole funerales civiles, y por consiguiente sin ceremonias religiosas, sin Cruz y sin sacerdote.

Pero cuatro días antes de su muerte, acordándose de esta disposición, mandó arrojar a las llamas dicho testamento para suprimir la sepultura civil y hacer declaración de ser su deseo expreso el que sus funerales fueran celebrados según los Sagrados Ritos y con las devotas plegarias de la Iglesia.

Lo cual fue ejecutado exactamente como él lo deseara, a pesar de las protestas de sus antiguos compañeros de incredulidad. Y de este modo, al final de su vida, este gran sabio, a tiempo todavía, según es de creer, abrazó de nuevo la fe cristiana, y con ella aceptó sus Ritos dulces y consoladores.

APÉNDICE

¿Puede la Iglesia negar la sepultura eclesiástica?

No parecerá fuera de propósito, ya que en esta plática hemos hablado de los funerales religiosos, contestar a una dificultad que comúnmente suelen proponer ciertos cristianos modernos:

«Si tanto empeño tiene la Iglesia en que sus hijos sean sepultados según los ritos religiosos, ¿por qué ha promulgado una ley por la cual priva, en ciertos casos, a los católicos de los honores religiosos de la sepultura eclesiástica? ¿No está en esto en contradicción consigo misma? Y esta ley ¿no es injusta?»

Antes de responder observo con Frassinetti que aquí no se trata ya de aquellos que murieron fuera del seno de la Iglesia, y de aquellos que en vida o a la hora de la muerte formalmente manifestaron su voluntad de no querer funerales religiosos; respecto de éstos no hay dificultad, ni hay lugar a discusión; sino más bien se trata de aquellos católicos que, al menos de hecho, son católicos, bautizados según el rito católico, pertenecientes a familias católicas, los cuales, aunque viven alejados de toda práctica religiosa, llevan públicamente una vida inmoral, y desprecian abiertamente las leyes de la Iglesia y sus censuras; y, ya que no han renunciado expresamente a la religión, pretenden sus honores después de muertos y se reputan difamados si son enterrados en tierra no sagrada.

Esto presupuesto, respondo con la Pastoral, para la Cuaresma del año 1857, del ilustrísimo señor obispo de Lieja, Monseñor Montpellier, y digo que:

«Esta ley o disposición no es injusta, ni en su origen, ni en la pena que impone, ni en el fin que pretende, ni es intolerable en su aplicación.

1°) No es injusta en su origen: la Iglesia, que ha hecho esta ley, ha recibido del mismo Dios la potestad de promulgarla, pues Jesucristo dijo a su Iglesia: «Me es dado todo poder así en el cielo como en la tierra… Todo lo que atareis sobre la tierra será eso mismo atado en el cielo, y todo lo que desatareis sobre la tierra será eso mismo desatado en el cielo… Aquel que no obedeciere a la Iglesia sea tenido por gentil y publicano.» (Mateo, XVIII, 17 y 18).

2°) No es injusta en la pena que impone; porque ella es proporcionada al pecado, y no se aplica sino cuando el pecado es público y sin ninguna atenuación de ostensible arrepentimiento.

No es injusta, porque no es arbitraria: la pena se aplica sin ninguna distinción de grado, de fortuna y de reputación.

3°) No es injusta en el fin que pretende; ya que intenta obligar al hombre con un saludable temor a dar a Dios lo que debe a Dios; a cumplir los deberes de cristiano y asegurarse la eterna felicidad.

4°) No es una ley de intolerancia en su aplicación; porque ella no hiere sino a aquellos que voluntaria y públicamente provocaron aquellas penas.

Y en efecto, ¿qué hace la Iglesia negándoles la sepultura eclesiástica? La Iglesia los separa de los demás fieles después de la muerte; pero ellos se habían ya separado voluntariamente durante su vida y perseveraron voluntariamente en esta separación.

La Iglesia, después de la muerte, declara que no los reconoce; mas ellos mismos declararon, durante su vida, con su conducta que no conocían a la Iglesia ni querían ser de Ella reconocidos…

La Iglesia, en una palabra, aplícales aquella misma pena que ellos se habían impuesto a sí mismos con plena voluntad. Sabían que esta pena les tocaría, y la eligieron; ¿en dónde está, pues, la intolerancia?…

Por lo demás, no está prohibido tributar al difunto aquellos deberes u honores que su condición requiere; puesto que las leyes de la caridad y de la humanidad no han de quedar en suspenso referente a él. Y se puede, además, asistir a su sepelio con tal que no vaya acompañado de ceremonias religiosas de otro culto, ni de parodias de las ceremonias del Culto Católico, no fuere que ello diere lugar a escándalo».

Advirtamos, por último, que en materia de tanta importancia la Iglesia quiere que se proceda con mucho tacto y prudencia, y advierte con este fin a los pastores de almas que, en «cuanto sea posible, no nieguen nunca por su libre albedrío la sepultura eclesiástica a ninguno, aunque parezca indigno de ella, sino que notifiquen el caso al Obispo y esperen su disposición”.

«Si acaso el Párroco, observa Frassinetti, o por dificultad del lugar o por falta de tiempo, no pudiere aconsejarse con el Obispo, debe estar sobre aviso para no negar jamás la sepultura eclesiástica, salvo el caso en que apareciere cierto y evidente que el concederla fuera faltar a su deber».