Padre Juan Carlos Ceriani: DOMINGO XX DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

LA FE DE MARÍA SANTÍSIMA

Como ya sabemos, los sermones de esta serie, comenzada en julio, tienen por finalidad hacer ver la participación de Nuestra Señora en el Plan divino de Redención, Santificación y Salvación de las almas, para que, teniendo esto en cuenta, sepamos enfrentar los temores más comunes que inquietan, angustian y hasta agobian a los fieles.

Esta consideración y reflexión requieren una visión sobrenatural y, por lo tanto, una fe firme, sólida, pronta, ciega…

Estudiemos hoy la Fe de Nuestra Señora. Pero, ante todo, tengamos en cuenta que la fe es una virtud sobrenatural, infundida por Dios en el entendimiento, por la cual asentimos firmemente a las verdades divinamente reveladas apoyados en la autoridad o testimonio del mismo Dios, que no puede engañarse ni engañarnos.

En resumen, la Fe esencialmente consiste en creer una cosa sólo porque Dios nos la ha revelado.

Comprendamos la importancia de esta definición.

No hay que creer porque lo entendamos o lo demostremos con evidencia, como sucede con las verdades humanas…, sino que hemos de someter nuestro juicio, nuestro parecer, nuestros sentidos y nuestra razón misma a la palabra de Dios.

Él lo dice, y ya basta para que creamos, sin buscar ni desear más razón que esa.

¡Qué humildad!…, ¡Qué sumisión!… ¡Qué confianza en Dios supone el acto de fe!

Por eso agrada tanto al Señor; por eso también tanto le ofende el pecado de incredulidad.

Pensemos en la injuria que se hace a una persona cuando dice algo y no se le cree. Sencillamente estamos dudando entonces de su veracidad y juzgamos, o que nos engaña con malicia, o, al menos, ella se engaña y se equivoca en lo que dice.

Es decir, que cuando no creemos a alguien, es porque le tenemos por ignorante, que no sabe lo que dice, o por mentiroso, que trata de engañarnos.

Apliquemos esta regla al acto de fe divina, y comprenderemos la enormidad del pecado y de la ofensa que para Dios supone el que el hombre lo tenga por ignorante o por mentiroso, y por eso no le cree.

La fe, por tanto, es una virtud sobrenatural, infundida por Dios en el alma, cuyo objeto es el mismo Dios. Por eso se la llama virtud teologal, que nos da a conocer a Dios, no por medios humanos, ni con las luces de la razón, sino por la influencia de la divina gracia.

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Siendo esto la fe, debió encontrarse en grado heroico en la Santísima Virgen. Dios tuvo complacencia especial en infundir esta hermosísima virtud en su Madre Santísima, para que nos sirviera de modelo.

María, Virgo fidelis, cree siempre en la palabra de Dios, con sencillez, con confianza, sin vacilaciones ni dudas.

La fe es la que hace los milagros. En el Evangelio, el Señor parece que se recrea en hacernos ver que era la fe la que obraba los prodigios. Así dice: «Vete, tu fe te ha salvado». Y otras veces: «Sea como tú has creído».

En María Santísima obró el milagro de los milagros; su fe atrajo al Hijo de Dios de los Cielos a su purísimo seno. Así lo dijo Santa Isabel en la Visitación: Bienaventurada Tú, porque has creído.

Así también sucederá en nosotros; una fe de esta clase, será para nosotros la fuente de grandes bendiciones y de gracias extraordinarias del Señor. Él las derrama con abundancia en el que de este modo en Él cree y en Él confía.

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Dios ha querido rodear a la fe de una oscuridad en medio de su certeza e infalibilidad; de modo que la haga más meritoria.

La fe es cierta, con una certeza que se funda en el mismo Dios, que no se engaña ni puede engañarnos; pero la fe es oscura, muy oscura a veces; tanto que nunca podremos llegar a comprender las verdades que nos enseña. Por eso, esas verdades se llaman misterios.

El misterio es una verdad tan inaccesible a la razón humana, que no puede, sin la revelación divina, conocer siquiera su existencia; y aun después de conocerla por la Revelación, no puede llegar a penetrar lo que es en sí misma.

Todavía hay más… Es de tal clase la verdad revelada que, en ocasiones, no sólo hemos de creer lo que no vemos, sino lo contrario de lo que vemos. Recordemos el Dogma de la Sagrada Eucaristía.

¿Sería meritorio creer lo que Dios nos enseña, si fueran cosas fáciles de entender, de ver y comprobar con los sentidos o con la razón?

Pues bien, miremos ahora a María Santísima. Tampoco a Ella le faltaron las grandes oscuridades que hicieron tan meritoria su fe.

Su fe estuvo sometida a una triple prueba: a la prueba de lo invisible, a la prueba de lo incomprensible y a la prueba de las apariencias contrarias. Esta triple prueba la superó la Virgen de manera verdaderamente heroica.

Vio, en efecto, a su Hijo en la gruta de Belén, y lo creyó Creador del mundo. Lo vio huyendo de Herodes, y no dejo de creer que Jesús era el Rey de reyes. Lo vio nacer en el tiempo, y lo creyó eterno. Lo vio pequeño, y lo creyó inmenso. Lo vio pobre, necesitado de alimento y de vestido, y lo creyó Señor del universo; lo vio débil y miserable, tendido sobre el heno, y lo creyó omnipotente. Observó su mudez, y creyó que era el Verbo del Padre, la misma Sabiduría increada. Lo sintió llorar, y creyó que era la alegría del Paraíso. Lo vio, finalmente, vilipendiado y crucificado, muerto sobre el mas infame de los patíbulos, y creyó siempre que era Dios; y aunque todos los demás vacilaban en la fe, Ella permaneció siempre firme, sin titubeos…

A pesar de todas estas cosas capaces de hacer desconfiar a cualquiera, la Virgen Fiel no duda ni un momento, cree en la palabra del Ángel y en ella a la voz de Dios, que le revela quién ha de ser su Hijo. Adora los misterios sacrosantos y profundísimos de la vida y de la muerte de Jesús; trata de sondear las enseñanzas altísimas de su predicación; y, aunque adornada de gracias especialísimas en el orden natural y en el orden sobrenatural, y a pesar de las revelaciones y luces tan extraordinarias que Ella sola recibió, no obstante, como criatura que es, no puede llegar a comprender los insondables e infinitos abismos de la divinidad…, y humildemente se abraza con la fe ciega, que le hace admitir gustosa y alegremente todo lo que Ella no ve y no comprende dentro de los planes de la Providencia divina.

Admiremos esta humildad de María en sus actos de fe, dispuesta en todo momento a dejarse guiar por la voluntad de Dios y a someter y a rendir su juicio con prontitud a la misma, así como su confianza en Dios, que la hacía abandonarse en sus brazos, aunque no viera ni entendiera a dónde ni por dónde la llevaba.

Así debe ser nuestra fe, fruto de nuestra humildad, de nuestra obediencia y de nuestra confianza en Dios.

Todos los pecados contra la fe, brotan de alguna de estas tres raíces; la falta de estas virtudes explica la historia de todas las herejías y errores contra la fe.

Recordemos esto, tanto en las oscuridades ordinarias que acompañan a la fe, así como en las extraordinarias que a veces Dios permite en las almas.

Pidamos a la Santísima Virgen, en esta lucha tan fuerte contra la Fe en nuestros días, que su ejemplo nos enseñe y nos aliente para salir airosos y triunfantes de ella.

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En medio de sus oscuridades, y a pesar de exigirnos el admitir verdades que no entendemos, nuestra Fe es sumamente racional; no denigra al hombre, ni le humilla, ni rebaja su dignidad; antes, al contrario, le sublima y dignifica grandemente, haciéndole conocer cosas que sin ella jamás conocería.

¡Qué horizontes amplios y grandiosos abre la Fe ante los ojos del entendimiento humano!

No es irracional nuestra Fe; es algo que está sobre nuestro entendimiento, y por eso no llegamos a comprender todo lo que nos enseña; pero no es algo que sea contra la razón, como dicen los impíos.

Dios nos pide que admitamos sus palabras, sin dudas y sin vacilaciones; y por eso hemos de creer ciegamente, pero no imprudentemente…

Fe pronta y ciega, no es una fe brutalmente impuesta e irracional…

Dios no nos manda creer tan a ciegas, que nos prohíba examinar los motivos y fundamentos de nuestra Fe. Antes bien, esto es muy del agrado de Dios, para que así sepamos qué es lo que creemos y por qué creemos.

Tenemos entre otros, los milagros y las profecías de Jesucristo, que fueron hechos en confirmación de estas verdades y que nosotros debemos meditar y estudiar con frecuencia; pues, aparte de las doctrinas y consecuencias prácticas que de su meditación podemos deducir, sirven admirablemente para demostrar el origen divino de los dogmas de la Fe que la Iglesia nos manda creer.

De todo esto se deduce claramente que para que sea nuestra Fe completa y racional, ha de ser una Fe:

Sencilla y humilde, no tratando de escudriñar lo que es imposible conocer, ni pretendiendo demostrar lo que es superior a nuestra razón.

Firme, asentada en la infalibilidad misma de Dios, que nos la revela, y en la infalibilidad de la Iglesia, que nos la enseña.

Universal, que se extienda a todas las verdades reveladas; todas, aun las más inaccesibles para nosotros, pues tienen la misma autoridad de Dios, que les da fuerza y confirma su certeza.

Prudente e ilustrada. Hemos de ser cristianos de inteligencia culta; de modo que sepamos distinguir los dogmas de la Fe, de lo que no son más que piadosas leyendas o supercherías.

En fin, ha de ser viva y práctica, de suerte que la Fe vaya siempre acompañada de las buenas obras, aunque sea a costa de sacrificios…

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Ahora examinemos y apliquemos todo esto al gran modelo que tenemos en la Virgen Fiel.

Fe sencilla y humilde… Recordemos nuevamente lo que hemos dicho de su Fe y las escenas con el Ángel, en Belén, en la vida toda de Cristo…

¿Quién nos enseñará mejor a creer, con esta sencillez, que María en todos esos pasos de la vida de su Hijo?

Fe firme… Contemplémosla junto a la Cruz…, de pie, como para demostrar la firmeza de su Fe… Cuando todos vacilan, dudan, huyen, Ella, como una roca firme, como el Pilar de Zaragoza, serena, de pie, creyendo entonces más que nunca en la divinidad de su Hijo.

Universal y constante… ¿Cómo no había de ser así, si nunca dudó de que su Hijo es el Hijo de Dios? Y así la vemos en las bodas de Caná, cuando obra con una Fe ciega y con una confianza ilimitada en su Hijo… Y, si así obró en esa ocasión, ¿cómo obraría en otros momentos?

Ilustrada… No opone dificultades, pero pregunta al Ángel hasta conocer bien la voluntad de Dios; y, una vez conocida, pero antes no, cree con firmeza.

No entiende lo que dice Jesús al encontrarle con los Doctores, pero conserva sus palabras en su Corazón para estudiarlas a solas y meditarlas, rumiarlas… y tratar de entenderlas.

Así debe ser nuestra Fe; que estudie, que medite, que sepa bien lo que cree, que conozca la Palabra de Dios y la admita con firmeza y la practique con decisión.

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No basta con lo dicho sobre la Fe de la Santísima Virgen… Es necesario detenernos a considerar cómo la Fe informaba toda su vida, de suerte que todo lo hacía con aquel espíritu de Fe, del que dice San Pablo que vive el justo.

Y es que la Fe no debe ser algo inactivo y muerto, sino que de tal manera ha de penetrar y saturar la vida cristiana, que debe regular y ordenar todos sus pensamientos y acciones, todos los actos interiores y exteriores; de lo contrario, la Fe sería un capital muerto, que nada produciría.

Tener Fe es creer todo lo que Dios ha revelado; pero vivir vida de Fe es hacer que esa Fe pase del entendimiento al corazón, y de éste a las obras de nuestras manos.

Generalmente nos dejamos guiar más de las luces de nuestra razón, de nuestro amor propio, de las sugestiones del mundo o de otras luces o razones menos verdaderas.

El mundo tiene empeño grande en hacernos ver las cosas conforme a su criterio… Ahí está eso que se llama «el qué dirán», «el respeto humano», «las exigencias sociales», «el no hacer el ridículo»…

¡Qué distinto criterio el de Jesucristo!

Comparemos las cosas a las que el mundo llama grandes, a las que da una importancia enorme, con las cosas que verdaderamente son grandes a los ojos de Dios.

Ésta es la vida de Fe, la que se funda en este criterio divino, y ve y considera todo a través de la luz de Dios, prescindiendo por completo de juicios humanos, de pareceres terrenos, de razones de aquí abajo.

Naturalmente que, vistas las cosas de una o de otra manera, cambian radicalmente de valor ante nuestros ojos; las apreciamos de manera muy distinta, y, por lo tanto, obramos de muy diferente manera.

Decimos que todo es del color del cristal con que se mira… Y es cierto; si todo lo miramos con ojos de tierra, lo veremos bajo, rastrero, terreno; pero, si lo miramos con ojos de Cielo, con ojos de Dios, ¡qué cambio tan grande en todo!

Humillaciones, sufrimientos, desprecios, mortificaciones y penitencias, obediencias y sumisiones, pureza, castidad, virginidad, ¿qué es todo esto mirado a la luz del mundo? Palabras necias, que deberían desaparecer; todo esto es algo indigno, brutal, estúpido para el hombre, deprimente de la dignidad humana.

Pero, apliquemos la luz de la Fe, mirémoslo con luz sobrenatural, y sólo con ella apreciaremos algo del inmenso valor, de la belleza infinita que tienen todas esas virtudes.

Hagamos lo mismo con las cosas grandes del mundo…; fortuna, fama, poder, mando, soberbia, ambición, regalo y comodidad…, y veremos lo que es todo esto a la luz de la Fe.

Por eso, la Vida de Fe es la única verdadera, la única que puede vivir el alma santa.

Siendo así, ¿cómo había de faltar esta vida en la Santa de las Santas, en la Madre de Dios?

La Virgen Fiel no vivió ni un solo momento la vida de los sentidos, ni un instante siquiera se rigió por su propio parecer; hubiera sido una imperfección, una mancha.

Consideremos cómo en María se dan en forma admirable todos los actos principales de la vida de Fe, cuales son:

El hacer las cosas todas en presencia de Dios.

El purificar la intención en todos nuestros actos, para no obrar sino por Dios y conforme a la voluntad divina.

El abandonarse en brazos de Dios, viendo en todas las cosas los planes de la Providencia divina, para nosotros completamente ignorados.

Recorramos estos puntos y apliquémoslos, pausadamente, a la vida de María Santísima:

Presencia de Dios… ¿Quién la tuvo como Ella? ¿Es que podía vivir ni un instante sin esa presencia? ¿No veía sin cesar a su Jesús, y en Él contemplaba a la vez a Dios? María vivió siempre bajo la mirada de Dios, tuvo a Dios por testigo de todos sus actos, y nunca tuvo que avergonzarse de haber hecho nada indigno de la mirada de Dios.

Pureza de intención… María no sólo lo hizo todo en presencia de Jesús, sino que no vivió más que para Jesús; no tuvo necesidad de renovar con frecuencia esta pureza de intención, pues ni un momento la perdió; nada hizo por sí ni para sí; jamás en sus actos buscó el dar gusto a los hombres, menos aún a su amor propio; nunca obró por su gusto o por capricho, no tuvo en cuenta ni las alabanzas ni las censuras humanas.

Abandono en Dios… Es consecuencia natural de la vida de Fe. Dios sabe lo que nos conviene mejor que nosotros, Dios nos ama con amor infinito…

¿Por qué, si lo vemos todo así, con ojos de Fe, no confiamos en Él? ¿Por qué no descansamos en Él y nos abandonamos en sus brazos?

Miremos este dichosísimo abandono de la Santísima Virgen. Recordemos las pruebas tan duras y tan difíciles de su vida…, el viaje a Belén, el desprecio de todos, la huida a Egipto, la pérdida de Niño, la Pasión, la Crucifixión…

Aunque no lo entendiera, aunque la hiciera mucho sufrir, jamás vio en todo esto otra cosa que la disposición sapientísima de la Providencia de Dios, que todo lo ordena amorosamente para bien nuestro.

Por eso se la vio con el Corazón dolorido y destrozado, pero jamás desalentada, desilusionada, ni cansada, ni atemorizada por nada; todo eso, no sirvió más que para arraigar en Ella el abandono en Dios y para darnos a nosotros este fuerte ejemplo de vida admirable de Fe.

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Desde el primer sermón de esta serie llevamos dicho que, ante los eventos inminentes, los comunes e invariables (como son la familia, los hijos, lo económico, lo material, las enfermedades, la muerte…), así como los que son propios del tiempo que nos toca vivir (la apostasía generalizada, el epílogo del misterio de iniquidad y la llegada del Anticristo…), en vista de estos sucesos es muy probable que muchas o todas nuestras «seguridades» se pierdan…, y con ellas “nuestras esperanzas”…, e incluso La Esperanza…

Y que, precisamente por eso, es importante y necesario tener presente que, de la misma manera que Nuestra Reina y Madre auxilió a los creyentes de todas las épocas, lo mismo hará con los fieles de hoy en día, ya sea guardándolos de algunos acontecimientos, o bien dándoles la fortaleza necesaria para sobrellevarlos.

Y llamamos bienaventurados a los que participan y profesan esta Fe; bienaventurados los que escudriñan las Sagradas Escrituras (cómo se nos ha mandado, en vez de perder el tiempo luchando contra lo que ya no hay tiempo de combatir), y por eso saben, aunque en el claroscuro de la Fe, que el final es hermoso. Ellos son bendecidos por tener Fe, ya que los mismos eventos serán insoportables para los incrédulos.

La comprensión y la confianza en la misión de Nuestra Señora dispensará mucha luz e infundirá mucha fortaleza para seguir el camino trazado por Dios, al mismo tiempo que dispondrá las almas para recibir los méritos obtenidos por Ella y alcanzar su auxilio y protección.

Bienaventurados los que participan y profesan esta Fe…

¿Cómo es nuestra fe? En nuestras dudas, dificultades, sufrimientos, reveses y fracasos; en nuestras tentaciones y luchas, ¿nos acordamos de la Providencia de Dios para ver sus divinas disposiciones y acatarlas tranquilamente, gustosamente, aunque sea algo que nos desagrade, que nos cueste, que no entendamos ni comprendamos por qué ni para qué sucede así?

Si queremos ser hijos de María, obremos como Ella; desde la mañana a la noche, hagámoslo todo con Ella, por Ella, en Ella y para Ella, para que así María Santísima purifique nuestra intención y todos nuestros actos, dirigiéndolos todos siempre a la mayor gloria de Dios.