Mons Tihamer Tóth- El Joven de Carácter

jovenCapítulo III

Medios para formar el carácter

 

Quiérelo

La palabra ¡Quiero! tiene una fuerza maravillosa. Gracias a ella se torna posible lo que parece imposible. Algunos, al contemplar los Alpes, cubiertos de nieve y hielo, exclamaron: «Es imposible atravesarlos». Aníbal y Napoleón pen­saron de otra forma: «Quiero… es necesario». Y pasaron con ejércitos enteros por encima de los Alpes.

Cuántas veces dices: «Si quisiera, haría esto o aquello! Si quisiera, podría tener las mejores notas. Si quisiera, sería puntual. Si quisiera, podría rezar siempre las oraciones de la mañana y de la noche…» Quieres suponer que tienes voluntad, pero nunca das pruebas de tenerla. Pues, bien: !Quiérelo! Lo que puedes, sólo lo verás después de probarlo. Pero, ¡pruébalo siquiera una vez, y quiérelo de veras!

No tenemos una voluntad fuerte; he ahí la fuente de casi todos nuestros defectos. Si la tuviéramos, entonces de un solo golpe nos libraríamos de todas las debilidades.

El hombre no será verdaderamente libre mientras no sea firme su voluntad. Una voluntad fuerte no es un don que traemos al mundo al nacer, sino un tesoro que cada cual ha de conseguir a costa de arduas luchas.

No podemos tener gratuitamente una voluntad firme, ni podemos exclamar en un instante: «De hoy en adelante tendré una voluntad recia»; sino que has de trabajar seriamente para lograrla.

La voluntad no será fuerte si no logras dominar tus sentidos, tus sentimientos, tu imaginación y tu cuerpo. Cuando lo logres, entonces realmen­te tendrás libertad de espíritu: tus aspiraciones más nobles predominarán sobre tus deseos materiales.

La voluntad es como una semilla sembrada en tu alma: si la cuidas con esmero se desarrollará, crecerá y será como un roble que resista los huracanes; no ocurrirá esto si la descuidas, no dando importancia a las pequeñas faltas.

La libertad de espíritu sólo se alcanza lentamente, tras un continuo puli­men­to propio, mediante pequeños esfuerzos, constantes y animosos. Por esto caminan a nuestro alrededor tantos hombres que arrastran las cadenas del pecado: porque temieron aceptar el duro trabajo de los esfuerzos coti­dia­nos.

«Podría, si quisiera.» Pues quiérelo. Pruébalo. Quien desea ser un hombre ha de quererlo de verdad.

Del «quisiera» al «quiero» va la misma diferencia que de los perritos de compañía a los mastines que guardan la casa. Aquellos raquíticos animalitos no saben ni morder ni ladrar, ni hacer labor de provecho; tan sólo comen y llori­­quean. El mastín que guarda la casa no gimotea, sino que ladra con fuerza, y cuando es necesario muerde al huésped inoportuno. Así también, el joven que tiene voluntad no lloriquea, sino que ladra a las tentaciones de la pereza y del pecado, es decir, está vigilante; muerde a sus enemigos, hacién­do­los huir, es decir, no transige con sus enemigos, no juega con ellos, sino que les opone rostro con voluntad firme y no pierde de vista el fin que se pro­pu­so hasta lograrlo.

¿Quieres tener las mejores notas? «¡Quiérelo!» Pues bien, date órdenes a ti mismo: «¡Media vuelta a la derecha!» Es decir, fulanito, coge al punto la lección de mañana, pero en seguida, y no «ya la empezaré la semana que viene»; y «un—dos—, un—dos…! adelante con esta lección. Tu mesa de tra­ba­jo es el yunque en que fraguas tu porvenir.

¿Quieres ser puntual en tus oraciones de la mañana y de la noche? «¡Quiérelo!» Entonces empieza a rezar esta misma noche, aunque tengas muchas cosas que hacer. Siempre dispones de cinco minutos para ello.

«Y por la mañana hay que correr para llegar a tiempo.» Bien; pues ¿qué dificultad hay para que te levantes cinco minutos antes?

Quién no tiene voluntad disciplinada…

Quien no posea una voluntad disciplinada y obediente, será incapaz de cumplir cualquier deber serio y abnegado. Tú mismo conoces estudiantes de quienes no se puede decir que sean inactivos y, sin embargo, nada adelantan en los estudios. Ya los hemos descrito más arriba. Los pobres trabajan, aun más que los otros, pero sin resultado. No saben concentrarse en el estudio, porque no tienen voluntad. Se mueven continuamente, pero no emprenden cosa alguna con seriedad. El libro de texto está continuamente ante sus ojos, pero a cada cuarto de hora le toca el turno a un libro distinto, porque el anterior «¡es tan terriblemente aburrido!» Continuamente están atareados, pero temen el más pequeño esfuerzo; y sin esfuerzo no hay trabajo prove­choso.

Por no esforzarse no hacen sino disponer tan hábilmente la inactividad que parece una actividad febril. Al final del curso se quejan con amargura de lo mucho que han trabajado y, no obstante, sacan malas notas. Y cuando ya sean hombres, ¿qué será de ellos? Hombres que se dejan arrastrar por la impresión del momento, que no tienen principios, que se olvidan fácilmente del deber, que van pasando por la vida sin plan y sin objetivo. ¡Pobres! ¿Qué falta es la suya? La flaqueza de su voluntad.

Quien no posea una voluntad disciplinada no será un buen observador. La facultad de observar con exactitud y rapidez es imprescindible para adquirir conocimientos. Para emplear bien y aprisa tus sentidos, para distinguir lo principal de lo secundario, para ver con claridad la situación del momento y obrar en consecuencia, para todo esto necesitas una voluntad fuertemente disciplinada.

Quien no tenga una voluntad disciplinada no sabrá pensar, no sabrá instruirse. El conocimiento y la conquista de la verdad requiere duro trabajo.

El joven con voluntad débil es impaciente con la lectura. Continuamente va volviendo las hojas del libro. Corre nervioso tan sólo para terminar cuanto antes. No saca ningún provecho.

Quien, en cambio, tiene una voluntad disciplinada, lee despacio, medi­tando, repasa las frases importantes, no acepta ciegamente todas las afir­ma­ciones, sino que las piensa, para ver si se ajustan, en efecto, a la verdad lo que afirma el autor; toma notas de las cosas interesantes, etc. Sólo de este modo se pueden adquirir conocimientos nuevos. Pero para eso se necesita fuerza de voluntad.

Quien no disponga de una voluntad disciplinada no podrá tener buena memoria.

Muchos muchachos creen haber cumplido con sólo leer la lección y así contestan cuando se les pregunta: «Señor profesor, sé la lección, sólo que no la recuerdo». O bien, si se les encargó algún trabajo y ellos «se olvidaron» de hacerlo, creen que «olvidarse» ya es una excusa.

Sin embargo, la falta de memoria proviene por lo común de una voluntad indisciplinada. Si no te viene a la memoria un nombre o un acontecimiento, no has de mirar en seguida el libro, sino esfuérzate, intenta recordarlo, aunque te cueste sudores; y así robustecerás tu voluntad. Si tienes un encargo que cumplir, no hagas un nudo en el pañuelo, sino piensa muchas veces al día en tu deber; propónte recordarlo con frecuencia, y verás cómo no se te olvida.

Sólo quien se ejercita continuamente de esta manera podrá curarse fácilmente de la falta de memoria. En cambio, si el joven no lucha contra su falta de memoria y va creciendo con este defecto, no podrá emplearla en la vida, y tendrá continuos disgustos.

Demóstenes

A la edad de siete años perdió Demóstenes a su padre; su astuto tutor lo despojó de toda su fortuna. En una ocasión, el muchacho asistió a un juicio y oyó el discurso del defensor, y cuando el pueblo acompañaba en triunfo al orador, decidió dedicarse también a la elocuencia.

Desde entonces no tuvo otro pensamiento. Pero la tarea no era fácil. A su primer discurso, la multitud levantó tanto alboroto, que hubo de interrumpirlo, sin poder llegar al final. Abatido, discurría por la ciudad, hasta que un anciano le infundió ánimo y le alentó a seguir ejercitándose. Se aplicó entonces con más tenacidad a conseguir el propósito concebido de antemano. Era el blanco de burlas continuas por parte de sus contrarios; pero él no se preocupaba. De vez en cuando se apartaba por completo de los hombres, y en grutas subte­rráneas seguía ensayando sus discursos. Tartamudeaba un poco al hablar. Para remediar este defecto y para que su lengua se moviera sin trabazón ponía­le una piedrecita debajo, se iba a la orilla del mar y gritaba con todas sus fuerzas. Como sus pulmones eran débiles, para robustecerlos daba grandes paseos al aire libre, y recitaba en voz alta discursos y poesía… Siempre que oía una discusión se iba al punto a su cuarto, pensaba una y otra vez los argu­men­tos de ambas partes y procuraba ver quien tenía razón. Con este tipo de autoeducación poco a poco corrigió sus defectos, y llegó a ser un orador tan formidable que sus discursos, hoy todavía, después de dos mil trescientos años, siguen siendo un modelo que deben estudiar cuantos desean destacarse en el campo de la oratoria. Y, sin embargo, de niño era un pobre huér­fano tartamudo. ¡Qué admirables fuerzas están latentes en el hombre! Todo gracias a su voluntad tenaz.

La regla más importante para robustecer la voluntad es la siguiente: Ejercítate cada día en vencerte a ti mismo aunque sólo sea en algo insignificante, y así, tras un ejercicio de años, alcanzarás una fuerte voluntad. Sólo lo conseguirás mediante innumerables ejercicios.

Quien desea hacer hábiles ejercicios sobre la barra fija o las paralelas, ha de ejercitarse antes varios años en los movimientos más elementales del brazo, de la pierna, de tensión del cuerpo, etc.

Si alguien desea tocar bien el piano ha de repetir años y años las escalas más ingratas. No se puede tocar una pieza de Beethoven de improviso; para llegar a ejecutarla se necesitan constantes ejercicios.

¿Y cómo ha de tener una voluntad recia en las luchas decisivas el que no sabe dominarse ni siquiera en las pequeñas?

Cuánto más débil es la voluntad tanto mayor la necesidad del ejercicio. Parece insignificante el copo de nieve, pero muchos copos juntos pueden unirse y formar aludes que arrastren casas y árboles.

¿Cuál es el joven que no ejercita su voluntad sino que la debilita más toda­vía?  El joven al que se le facilitan todas las cosas, que tiene de todo y que nun­ca sabe negarse nada, a quien no se le manda nada ni se le exigen res­pon­sabilidades. Estos jóvenes se vuelven tiranos de sus propios padres. ¿Por qué motivo? Porque la furia de los instintos, la pequeña fiera no domada que anida en ellos, salta continuamente.

Podríamos así distinguir tres tipos de jóvenes con voluntad débil:

Los primeros son los jóvenes comodones, amigos de lo fácil y de lo agradable, que no saben decir nunca «no» a lo placentero, aunque no sea conveniente ni bueno; para éstos, la mejor escuela de voluntad es el sacri­fi­cio, la abnegación, la privación.

Hay otros alegres, lo emprenden todo en seguida y a la carrera, pero no tienen paciencia, perseverancia; éstos deben ejercitar su voluntad en la constancia del trabajo empezado, en la calma, en la tenacidad. Vivarachos e hiperactivos, no saben pensar reposadamente y obrar con premeditación

Los del tercer tipo son los soñadores, demasiado silenciosos; para éstos, una vida de acción debe ser la escuela de su voluntad.

Continuará…